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Authors: Charlaine Harris

El Día Del Juicio Mortal (31 page)

BOOK: El Día Del Juicio Mortal
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—¿Has estado recibiendo lecciones de rastreo de Heidi? —pregunté a desgana.

—Lo cierto es que sí —afirmó—. Introducir aire en nuestro cuerpo es todo un arte, teniendo en cuenta que ya no respiramos.

Eric seguía esperando una explicación, y la paciencia se le acabaría pronto.

Recordé que les había comprado sangre embotellada y fui a la cocina para calentarla, seguida de cerca por los dos vampiros. Mientras me encargaba de la parte hospitalaria de la noche, les di la versión
Reader’s Digest
de la aventura.

Alguien llamó a la puerta.

El aire se cargó de electricidad. Pam se deslizó hacia la puerta del porche y la abrió.

—¿Sí? —oí que decía.

Se oyó la respuesta amortiguada de una voz grave. Era Bellenos.

—¡Es para ti, Sookie! —dijo Pam, tan contenta como me pongo yo cuando alguien me trae algo recién recogido de su huerta—. Qué detalle. —Se puso a un lado para que pudiese apreciar mis regalos.

Por Cristo bendito, Pastor de Judea.

Mi tío abuelo Dermot y Bellenos estaban bajo la lluvia, cada uno sosteniendo una cabeza cortada.

Dejad que diga en este punto que suelo tener un estómago fuerte, pero la lluvia no era lo único que goteaba, y las cabezas estaban orientadas hacia mí, así que pude ver sus caras con claridad. La estampa me sacudió como un bofetón. Me di la vuelta y corrí hasta el cuarto de baño, cerrando la puerta tras de mí. Vomité, regurgité y jadeé hasta que recuperé un poco de equilibrio. Naturalmente, tuve que cepillarme los dientes, lavarme la cara y peinarme el pelo después de perder todos los contenidos de mi estómago, que tampoco era gran cosa, ya que no recordaba la última vez que había ingerido algo. Había tomado una galleta para desayunar… oh. No me extrañaba que me sintiera tan mal. No había comido nada desde entonces. Soy una de esas chicas que disfrutan de sus comidas, de modo que no era ninguna táctica para perder peso. Es sólo que había estado demasiado ocupada rebotando de crisis en crisis. ¡Pruebe la Dieta Sookie Esquiva la Muerte por los Pelos! ¡Corra para salvar la vida y sáltese las comidas! Ejercicio más inanición.

Pam y Eric me esperaban en la cocina.

—Se han ido —dijo Pam, brindando en alto con una botella de sangre—. Lamentan que fuera demasiado para tu sensibilidad humana. Di por sentado que no querías conservar los trofeos.

Sentí la necesidad de defenderme, pero me mordí la lengua. Me negaba a sentirme avergonzada por presenciar algo tan horrible. Había visto una vez una cabeza cortada de vampiro, pero carecía de los tenebrosos detalles de esas otras dos. Respiré hondo.

—No, no quería quedarme con las cabezas. Kelvin y Hod, descansen en paz.

—¿Así se llamaban? Eso ayudará a descubrir quién los contrató —remarcó Pam, satisfecha.

—Humm, ¿dónde están? —pregunté, intentando no parecer demasiado ansiosa.

—¿Te refieres a tu tío abuelo y su colega elfo, a las cabezas o a los cuerpos? —preguntó Eric.

—Los dos. Los tres. —Puse hielo en un vaso y me serví una Coca-Cola
light
. Todo el mundo me había dicho siempre que las bebidas carbonatadas asientan el estómago. Ojalá fuese verdad.

—Dermot y Bellenos se han ido a Monroe. Dermot tenía que untarse las heridas con la sangre de sus enemigos, lo que resulta ser una tradición entre los feéricos. Bellenos, por supuesto, fue quien sugirió lo de arrancarles la cabeza, que es tradición de los elfos. Por consiguiente, ambos estaban muy contentos.

—Me alegro por ellos —dije automáticamente y pensé: «¿Qué demonios estoy diciendo?»—. Debería contárselo a Bill. Me pregunto si encontraron el coche.

—Encontraron un todoterreno —explicó Pam—. Creo que se lo pasaron en grande conduciendo. —Parecía envidiosa.

Casi conseguí sonreír imaginándomelo.

—¿Y los cuerpos?

—Se han encargado de ellos —informó Eric—. Aunque creo que se han llevado las cabezas a Monroe para enseñárselas a sus colegas. Pero las destruirán allí.

—Oh —dijo Pam, dando un salto —. Dermot dejó sus documentos. —Se volvió con dos billeteras y algunos objetos sueltos. Extendí un paño de cocina sobre la mesa y ella depositó los objetos. Intenté obviar las manchas de sangre en los trozos de papel. Abrí una de las billeteras plegables y extraje un carné de conducir.

—Hod Mayfield —leí—. De Clarice. Tenía veinticuatro años. —Saqué también la foto de una mujer; probablemente la Marge a la que se habían referido. Definitivamente era enorme, y llevaba su pelo negro enredado que podríamos tildar de pasado. Su sonrisa era amplia y dulce.

Ninguna foto de niños, gracias a Dios.

Una licencia de caza, algunos recibos y una tarjeta del seguro.

—Esto quiere decir que tenía un trabajo —les expliqué a los vampiros, que nunca habían necesitado de un seguro o de hospitalización. Además, Hod tenía trescientos dólares—. Dios —dije—. Es una buena cantidad. —Toda en billetes de veinte nuevos.

—Algunos de nuestros empleados no tienen cuenta bancaria —justificó Pam—. Retiran el dinero en metálico y viven con lo suelto.

—Sí, yo también conozco gente que lo hace así. —Terry Bellefleur, por ejemplo, que creía que los bancos estaban gobernados por una camarilla de comunistas —. Pero son todos billetes de veinte de un cajero. Quizá sea un pago por algo.

Kelvin resultó ser otro Mayfield. ¿Primo, hermano?

Y también era de Clarice. Era mayor; veintisiete años. Su cartera sí que contenía fotos de niños, tres concretamente. Mierda. Sin decir nada, saqué las fotos de escuela junto con los otros objetos. Kelvin también tenía un preservativo, un cupón por una bebida gratis en el Redneck Roadhouse de Vic y una tarjeta para un taller de chapa y pintura. Unos cuantos billetes usados de dólar y el mismo fajo de trescientos nuevos que tenía Hod.

Eran tipos con los que podría haberme cruzado docenas de veces mientras hacía las compras en Clarice. Quizá hubiera jugado a softball con sus mujeres o hermanas. O puede que les hubiera servido un trago en el Merlotte’s. ¿Cómo es que querían secuestrarme?

—Quizá pretendían llevarme hasta Clarice a través del bosque con el todoterreno —pensé en voz alta—. Pero ¿qué habrían hecho conmigo entonces? Creo que uno de ellos… Por sus pensamientos recogí una idea residual sobre un maletero. —No eran más que conjeturas, pero sentí escalofríos. Ya había estado en el maletero de un coche y no me había ido demasiado bien. Era un recuerdo que mantenía firmemente bloqueado.

Probablemente Eric estuviera pensando en el mismo episodio, porque miró por la ventana hacia la casa de Bill.

—¿Quién crees que los ha mandado, Sookie? —preguntó, e hizo un tremendo esfuerzo por mantener la calma y la paciencia de su voz.

—Lo que está claro es que no puedo interrogarlos para saberlo —murmuré, y Pam se rió.

Puse en orden todos mis pensamientos. La pesadez de mi siesta de dos horas al fin se disipaba e intenté sacar algún sentido de los extraordinarios acontecimientos de la tarde.

—Si Kelvin y Hod hubiesen sido de Shreveport, hubiese pensado que Sandra Pelt los contrató después de huir del hospital —aventuré—. No parece tener inconveniente en usar las vidas de los demás, ni un ápice. Estoy segura de que fue ella quien contrató a los tipos que vinieron al bar el sábado. Y también estoy convencida de que fue ella quien lanzó la bomba incendiaria contra el Merlotte’s antes que eso.

—Tenemos a gente buscándola en Shreveport, pero nadie la ha visto todavía —indicó Eric.

—Así que eso es lo que quiere Sandra —dijo Pam, echándose su claro pelo a la espalda para recogerlo—: destruirte a ti, a tu casa, a tu trabajo y a cualquier cosa que se interponga en su camino.

—No te falta razón, creo. Pero está claro que ella no está detrás de esto. Tengo demasiados enemigos.

—Encantadora —apreció Pam.

—¿Qué tal tu amiga? —pregunté—. Lamento no habértelo preguntado antes.

Pam me miró sin ambages.

—Va a superarlo —dijo —. Me estoy quedando sin opciones, y cada vez tengo menos esperanzas de que el proceso sea legal.

El móvil de Eric sonó y se fue al pasillo para responder a la llamada.

—¿Sí? —preguntó secamente. Entonces su voz cambió—. Su majestad —dijo, y vino corriendo al salón para que no pudiera escuchar.

No hubiese pensado que fuese gran cosa hasta que vi la expresión de Pam. No había dejado de mirarme, y su expresión era de… lástima.

—¿Qué? —dije, sintiendo que se me erizaba el vello de la nuca—. ¿Qué pasa? Si ha dicho «su majestad», es porque se trata de Felipe, ¿no? Eso debería ser bueno, ¿no?

—No te lo puedo decir —se lamentó—. Me mataría. Nunca quiere que sepas lo que hay que saber, no sé si me explico.

—Pam, dímelo.

—No puedo —repitió — . Tienes que cuidar de ti, Sookie.

La observé con mucha intensidad. No podía forzarla a abrir la boca y carecía de la fuerza para inmovilizarla sobre la mesa de la cocina y sacárselo por la fuerza.

¿Adónde podría llevarme la razón? Vale, le caía bien a Pam. Sólo le caían mejor Eric y Miriam. Si había algo que no podía contarme, es que tenía que ver con Eric. Si Eric hubiese sido humano, hubiese pensado que tenía una horrible enfermedad. Si Eric hubiese perdido todos sus bienes en la bolsa o debido a alguna calamidad financiera, Pam sabría que el dinero no era lo que más me preocupaba. ¿Qué era lo único que valoraba por encima de todo?

Su amor.

Eric estaba con otra.

Me incorporé sin saber lo que hacía, tirando la silla detrás de mí. Deseaba proyectarme hacia el cerebro de Pam para conocer los detalles. Ahora entendía por qué Eric la había tomado con ella en la cocina la noche que trajo a Immanuel. Pam me lo quiso contar entonces, y él se lo prohibió.

Alarmado por el ruido de la silla en el salón, Eric vino corriendo al salón, el teléfono aún pegado a la oreja. Yo estaba de pie, los puños apretados, atravesándolo con la mirada. Mi corazón pegaba brincos en mi pecho como una rana en una jaula.

—Disculpe —dijo al auricular—. Tengo una crisis entre manos. Le llamaré más tarde. —Cerró la tapa de su móvil—. Pam —señaló — . Estoy muy enfadado contigo. Estoy seriamente enfadado contigo. Abandona esta casa ahora y mantén la boca cerrada.

Con una postura que nunca había visto en ella, encogida y humilde, Pam se despegó de la silla y fue hacia la puerta trasera. Me preguntaba si vería a Bubba en el bosque.

O a Bill. O quizá a algún hada. O a más secuestradores. ¡Un maníaco homicida! Nunca se sabe lo que te puedes encontrar en el bosque.

No comenté nada. Aguardé. Sentía que mis ojos disparaban llamaradas.

—Te quiero —dijo.

Seguí esperando.

—Mi creador, Apio Livio Ocella —el muerto Apio Livio Ocella— estaba en proceso de crear una pareja para mí antes de morir —explicó Eric—. Me lo mencionó durante su estancia, pero no supe que el proceso había llegado tan lejos en el momento de su muerte. Pensé que podría ignorarlo. Que su muerte lo haría inservible.

Esperé. No podía leer su expresión, y sin el vínculo sólo podía ver que cubría sus emociones con una expresión esculpida en piedra.

—Es una práctica que ya no se estila demasiado, aunque venía siendo la norma. Los creadores buscaban pareja a sus vampiros convertidos. Recibían una suma si era una unión provechosa, si cada parte podía aportar algo de lo que carecía la otra. Era mayoritariamente un negocio.

Arqueé las cejas. En la única boda vampírica a la que había asistido hubo multitud de signos que apuntaban a la pasión física, si bien se me dijo que la pareja no tenía por qué pasar todo el tiempo unida.

Eric parecía consternado, una expresión que jamás pensé que vería en él.

—Claro que hay que consumar —explicó.

Aguardé al tiro de gracia. Quizá el suelo se abriría y se lo tragaría primero. No fue así.

—Tendría que darte de lado —admitió—. Tener una esposa vampira a la vez que una humana no es lo propio. Sobre todo si la esposa vampira es la reina de Oklahoma. La esposa vampira ha de ser la única. —Desvió la mirada, la expresión rígida de un resentimiento que nunca había mostrado anteriormente—. Sé que siempre has insistido que nunca fuiste realmente mi esposa, así que es de suponer que no será difícil para ti.

Y una mierda.

Me miró a la cara como si leyese un mapa.

—Aunque yo creo que sí —dijo con dulzura—. Sookie, te juro que, desde que recibí la carta, he hecho todo lo que está en mi mano para pararlo. He alegado la muerte de Ocella para anular el acuerdo; he declarado abiertamente que soy feliz donde estoy; incluso he presentado nuestro matrimonio como un impedimento. Víctor podría decir que sus deseos imperan sobre los de Ocella, que soy demasiado útil como para abandonar el Estado.

—Oh no —conseguí decir, para mi sorpresa, si bien apenas fue un suspiro.

—Oh, sí — corrigió Eric amargamente—. Apelé a Felipe, pero no he sabido nada de él. El de Oklahoma es uno de los dominios que ha puesto el ojo en su trono. Quizá así quiera aplacarla. Mientras tanto, ella llama todas las semanas, ofreciéndome una tajada del reino si me uno a ella.

—Entonces se ha encontrado contigo cara a cara —articulé con más fuerza en la voz.

—Sí —asintió—. Participó en la cumbre de Rhodes para cerrar un acuerdo con el rey de Tennessee sobre el intercambio de unos prisioneros.

¿La recordaba? Puede que sí, cuando me calmase un poco. Allí hubo muchas reinas, y ninguna de ellas fea. Mil preguntas se agolpaban en mi cabeza para salir primero, pero apreté los labios con fuerza. No era momento de hablar, sino de escuchar.

Creía que el acuerdo no había sido idea suya. Y en ese momento comprendí lo que me confesó Apio en el momento de su muerte. Me dijo que nunca conservaría a Eric. Murió feliz por esa expectativa, por haber organizado una unión tan ventajosa para su amado vampiro convertido, la que le apartaría de la vulgar humana a la que amaba. Si lo hubiese tenido delante, lo habría matado otra vez y habría disfrutado con ello.

En medio de tanta disquisición, y mientras Eric repetía todo de nuevo, un rostro pálido asomó por la ventana de la cocina. Eric supo por mi expresión que había alguien detrás de él y se volvió tan deprisa que ni lo vi moverse. Para mi alivio, el rostro era familiar.

—Déjalo pasar —dije, y Eric abrió la puerta trasera.

Bubba estaba en la cocina un segundo después, inclinándose para besarme la mano.

—Hola, guapa —saludó con una amplia sonrisa. La de Bubba era una de las caras más reconocibles del mundo, a pesar de que todo el mundo lo había dado por muerto cincuenta años atrás.

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