¡Pam!, hizo de nuevo la puerta, agitada por la corriente. «¡Qué el diablo te lleve!», dijo Drogo, y se acercó a cerrarla. En ese momento oyó los pasos del asistente, que se aproximaban.
Afeitado y vestido de punta en blanco —aunque se sentía bailar dentro del uniforme demasiado ancho—, el comandante Giovanni Drogo salió del cuarto, echó a andar por el corredor, que le pareció mucho más largo de lo normal. Luca estaba a su lado, algo detrás, dispuesto a sostenerlo, porque veía que el oficial se mantenía en pie a duras penas. Ahora las oleadas de vértigo regresaban intermitentemente; a cada ocasión Drogo tenía que detenerse, apoyándose en el muro. «Me agito demasiado, el consabido nerviosismo —pensó—, pero en conjunto me siento mejor».
Efectivamente, los vértigos desaparecieron y Drogo llegó a la terraza más alta del fuerte, donde diversos oficiales estaban escrutando con anteojos el triángulo visible de llanura que dejaban libre las montañas. Giovanni quedó cegado por el pleno esplendor del sol, al que no estaba ya habituado; respondió confusamente a los saludos de los oficiales presentes. Le pareció, aunque quizá fuera sólo una interpretación maligna, que los subalternos lo saludaban con cierta desenvoltura, como si ya no fuera su inmediato superior, el árbitro en cierto sentido de su vida cotidiana. ¿Lo consideraban ya liquidado?
Este desagradable pensamiento fue breve, al regresar la preocupación principal: la idea de la guerra. Drogo distinguió ante todo un sutil humo que se alzaba del borde del Reducto Nuevo; de modo que habían restablecido allí la guardia, se habían tomado ya medidas de excepción, el Mando estaba ya en movimiento, sin que nadie lo hubiera consultado a él, el segundo jefe. Ni siquiera lo habían avisado, incluso. Si Prosdocimo, por propia iniciativa, no hubiera ido a llamarlo, Drogo estaría aún en la cama, ignorante de la amenaza.
Lo asaltó una ira ardiente y amarga, los ojos se le velaron, tuvo que apoyarse en el parapeto de la terraza, y lo hizo controlándose al máximo, para que los otros no comprendieran el estado a que se veía reducido. Se sentía horriblemente solo, entre gente enemiga. Había, sí, algún joven teniente, como Moro, que le tenía cariño, pero ¿qué contaba para él el apoyo de los subalternos?
En ese momento oyó la orden de firmes. Con pasos precipitados apareció el teniente coronel Simeoni, con la cara roja.
—Hace media hora que te busco por todas partes —exclamó hacia Drogo—. ¡Ya no sabía qué hacer! ¡Es preciso tomar decisiones!
Se acercó con exuberante cordialidad, frunciendo las cejas, como si estuviera preocupadísimo y ansioso de recibir los consejos de Drogo. Giovanni se sintió desarmado, de repente se apagó su ira, aunque sabía perfectamente que Simeoni lo estaba engañando. Simeoni se había hecho la ilusión de que Drogo no pudiera moverse, no se había preocupado más de él, había decidido por su cuenta, a reserva de informarlo después cuando todo se hubiera realizado; después le habían dicho que Drogo andaba por la Fortaleza, había corrido en su busca, ansioso de demostrar su buena fe.
—Tengo aquí un mensaje del general Stazzi —dijo Simeoni, anticipándose a cualquier pregunta de Drogo y llevándolo aparte, para que los otros no pudieran oír—. Están a punto de llegar dos regimientos, ¿comprendes? ¿Y dónde los meto?
—¿Dos regimientos de refuerzo? —dijo Drogo, aturdido.
Simeoni le dio el mensaje. El general anunciaba que como medida de seguridad, temiéndose posibles provocaciones enemigas, dos regimientos, el 17.º de Infantería y además un segundo con un grupo de artillería ligera, habían sido enviados para reforzar la guarnición de la Fortaleza; había que establecer, en cuanto fuera posible, el servicio de guardia según la vieja plantilla, es decir, con las fuerzas completas, y que preparar los acantonamientos para oficiales y soldados. Una parte de ellos, naturalmente, acamparía.
—De momento he enviado un pelotón al Reducto Nuevo… ¿He hecho bien, no? —agregó Simeoni, sin darle a Drogo tiempo a contestar—. ¿Los has visto ya?
—Sí, sí, has hecho bien —respondió Giovanni trabajosamente.
Las palabras de Simeoni entraban en sus oídos con un sonido alejado e irreal, las cosas a su alrededor oscilaban desagradablemente. Drogo se sentía mal, un agotamiento atroz lo había invadido de golpe, toda su voluntad se concentraba en el mero esfuerzo de tenerse en pie. «¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! —suplicó mentalmente—, ¡ayúdame un poco!».
Para enmascarar el colapso pidió un anteojo (era el famoso anteojo del teniente Simeoni) y se puso a mirar hacia el norte apoyando los codos en el parapeto, lo cual lo ayudaba a tenerse en pie. Oh, si al menos los enemigos hubieran esperado un poco, bastaría una semana para que pudiera recobrarse… Habían esperado tantos años, ¿no podían tardar todavía unos días, unos días solamente?
Miró con el anteojo el triángulo visible de desierto, esperó no divisar nada, que la carretera estuviera desierta, que no hubiera ninguna señal de vida; Drogo deseaba eso, tras haber consumido toda su vida en la espera del enemigo.
Esperaba no divisar nada, pero una franja negra atravesaba oblicuamente el fondo blanquecino de la llanura, y esa franja se movía, un denso hormigueo de hombres y convoyes que bajaba hacia la Fortaleza. Nada de las miserables filas de hombres armados de la época de la delimitación de la frontera. Era el ejército del norte, finalmente, y quién sabe…
En este momento Drogo vio que la imagen del anteojo se ponía a girar con movimiento de remolino, se oscurecía cada vez más, se hundía en la oscuridad. Desfallecido, se aflojó sobre el parapeto como un pelele. Simeoni lo sostuvo a tiempo; sujetando el cuerpo vaciado de vida sintió, a través de la tela, la descarnada armazón de los huesos.
Pasaron un día y una noche, el comandante Giovanni Drogo yacía en la cama; de vez en cuando le llegaba el rítmico ruido del aljibe y nada más, aunque en toda la Fortaleza crecía a cada minuto un ansioso fermento. Aislado de todo, Drogo estaba tumbado escuchando su propio cuerpo, por si acaso las perdidas fuerzas empezaban a regresar. El doctor Rovina le había dicho que sería cuestión de pocos días. Pero ¿de cuántos, en realidad? ¿Habría podido, al llegar los enemigos, ponerse por lo menos en pie, vestirse, arrastrarse hasta el tejado del fuerte? De cuando en cuando se levantaba de la cama, cada vez le parecía sentirse un poco mejor, caminaba sin apoyarse hasta el espejo, pero allí la imagen siniestra de su cara, cada vez más terrosa y chupada, apagaba sus nuevas esperanzas. Nublado por el vértigo, regresaba tambaleándose a la cama, maldecía al médico, que no conseguía curarlo.
Ya la franja del sol del pavimento había dado un amplio giro; debían de ser por lo menos las once; voces desacostumbradas se alzaban del patio y Drogo yacía inmóvil, con las miradas en el techo, cuando entró en la habitación el teniente coronel Simeoni, comandante en jefe de la Fortaleza.
—¿Qué tal? —preguntó vivamente—. ¿Un poco mejor? Estás muy pálido, ¿sabes?
—Lo sé —respondió Drogo, frío—. Y los del norte, ¿han avanzado?
— ¡Que si han avanzado! —dijo Simeoni—. La artillería ya está en lo alto del escalón, y ahora la están emplazando… Tienes que disculparme por no haber venido… Esto se ha convertido en un infierno. Esta tarde llegan los primeros refuerzos; sólo ahora he encontrado cinco minutos libres…
Drogo dijo, y se asombró de sentir temblar su voz: —Mañana espero levantarme; te podré ayudar un poco.
— Ah, no, no, ni lo pienses; piensa ahora en curarte, y no creas que te he olvidado. Incluso tengo una buena noticia: hoy vendrá a buscarte una magnífica carroza. Guerra o no, los amigos ante todo… —se atrevió a decir.
— ¿Una carroza a buscarme? ¿Por qué a buscarme? —Claro que sí, para venirte a buscar. ¿No querrás estar siempre aquí en este cuartucho? En la ciudad te curarás mejor; dentro de un mes te habrás recuperado. Y no te preocupes por esto, ya lo peor ha pasado.
Una ira tremenda se arremolinó en el pecho de Drogo. Él, que había tirado las cosas mejores de la vida para esperar a los enemigos, que desde hacía más de treinta años se había alimentado con aquella única fe, ¿y lo echaban precisamente ahora, cuando por fin llegaba la guerra?
—Debías haberme consultado, al menos —respondió con voz temblorosa de ira—. No me muevo, quiero estar aquí, estoy menos enfermo de lo que crees, mañana me levanto…
—No te agites, por favor, no haremos nada; si te agitas estarás aún peor —dijo Simeoni con una desganada sonrisa de comprensión—. Sólo que me parecía mucho mejor, hasta Rovina lo dice…
—¿Qué dice Rovina? ¿Es él quien te dijo que hicieras venir la carroza?
—No, no. De la carroza no se habló con Rovina. Pero él dice que te convendría cambiar de aires.
Drogo pensó entonces en hablarle a Simeoni como a un amigo, en abrirle su alma, como habría hecho con Ortiz; después de todo, también Simeoni era un hombre.
—Oye, Simeoni —probó, cambiando de tono—. Sabes que aquí, en la Fortaleza…, todos nos hemos quedado con la esperanza… Es difícil de decir, pero también tú lo sabes perfectamente —no conseguía explicarse: ¿cómo hacer comprender ciertas cosas a semejante hombre?—. Si no fuera por esta posibilidad…
—No comprendo —dijo Simeoni con evidente fastidio. (¿Drogo se ponía ahora patético? —pensó—. ¿Tanto lo había ablandado la enfermedad?).
—Pues lo tienes que comprender —insistió Giovanni—. Hace más de treinta años que estoy aquí, esperando… He dejado escapar muchas ocasiones. Treinta años son algo, y todo por esperar a los enemigos. No puedes pretender ahora… No puedes pretender ahora que me marche, no puedes pretenderlo, tengo cierto derecho a quedarme, me parece…
—Está bien —replicó Simeoni, irritado—. Creía hacerte un favor y me respondes de este modo. No valía la pena. He mandado dos mensajeros aposta, he retrasado aposta la marcha de una batería para dejar paso a la carroza.
—Si a ti no te digo nada —dijo Drogo—. Incluso te estoy agradecido; lo has hecho por mi bien, lo comprendo —¡oh, qué pena tener que congraciarse con aquella basura!—, y por otra parte, la carroza puede quedarse aquí, ahora ni siquiera estoy en condiciones de hacer semejante viaje —agregó incautamente.
—Hace poco decías que mañana te levantabas, ahora dices que ni siquiera puedes subir a la carroza… Perdóname, pero ni sabes lo que quieres… Drogo trató de arreglarlo:
—Oh, no, es muy distinto, una cosa es hacer semejante viaje y otra ir hasta el camino de ronda; hasta puedo llevarme una banqueta y sentarme si me siento débil —había pensado en decir una «silla», pero la cosa podía parecer ridícula—; desde allí puedo vigilar el servicio, puedo ver, por lo menos.
—¡Quédate, quédate entonces! —dijo Simeoni, como para concluir—. Pero no sé dónde meteré a dormir a los oficiales que llegan, no puedo ponerlos en los corredores, ¡no puedo ponerlos en el sótano! En esta habitación podían caber tres camas… Drogo lo miró, helado. ¿A tanto llegaba Simeoni? ¿Quería deshacerse de él, de Drogo, para tener una habitación libre? ¿Únicamente por eso? Nada de atenciones y amistad. Tenía que haberlo comprendido desde el principio, pensó Drogo, tenía que esperárselo de semejante canalla.
Como Drogo callaba, Simeoni, animado, insistió: —Aquí caben perfectamente tres camas. Dos a lo largo de esa pared y la tercera en esa esquina. ¿Ves? Drogo, si me haces caso —especificó sin la mínima consideración de humanidad—, si me haces caso, en el fondo me facilitas la tarea, mientras que si te quedas, perdona que te lo diga, no veo que puedas hacer nada útil, en las condiciones en que estás.
—Está bien —lo interrumpió Giovanni—. Entendido; ahora basta, por favor, me duele la cabeza.
—Perdona que insista —dijo el otro—, pero quisiera arreglar en seguida este asunto. Ahora la carroza ya está en viaje, Rovina es favorable a la partida, aquí quedará una habitación libre, tú te curarás más pronto y en el fondo yo también, al tenerte aquí, enfermo, me cargo con una buena responsabilidad, si ocurre una desgracia. Me obligas a asumir una buena responsabilidad, te lo digo sinceramente.
—Oye —respondió Drogo, aunque comprendía que era absurdo resistir; mientras tanto miraba la franja de sol que estaba subiendo a lo largo de la pared de madera, alargándose de través—. Perdona que te diga que no, pero prefiero quedarme. No tendrás ninguna reprensión, te lo aseguro; si quieres te firmo una declaración por escrito. Vete, Simeoni, déjame tranquilo, quizá me queda poco tiempo de vida, deja que me quede aquí; hace más de treinta años que duermo en esta habitación…
El otro calló un momento, miró con desprecio a su colega enfermo, lanzó una aviesa sonrisa y después preguntó con voz alterada:
—¿Y si te lo pidiera como superior? Si fuera una orden, ¿qué podrías decir? —y aquí hizo una pausa, saboreando la impresión producida—. Esta vez, mi querido Drogo, no demuestras tu acostumbrado espíritu militar, siento tener que decírtelo; a fin de cuentas te vas a un lugar seguro, quién sabe cuántos se cambiarían contigo. Admito incluso que te desagrade, pero no se puede tenerlo todo en esta vida, hay que resignarse… Ahora te mando a tu asistente, para que te prepare las cosas; a las dos la carroza tendrá que estar aquí. Nos veremos después, entonces…
Eso dijo, y se marchó a toda prisa, deliberadamente, para no darle a Drogo tiempo para nuevas objeciones.
Cerró la puerta con gran precipitación, se alejó por el corredor con pasos rápidos, de persona satisfecha de sí misma, que domina perfectamente la situación.
Perduró un pesado silencio. ¡Ploc!, hizo detrás del muro el agua del aljibe. Después sólo se oyó en el cuarto el jadeo de Drogo, bastante parecido a un sollozo. Fuera el día estaba en su mayor esplendor; hasta las piedras comenzaban a entibiarse; remoto e igual se oía el sonido del agua en las escarpadas paredes; los enemigos se agolpaban bajo el último escalón ante la Fortaleza; por la carretera de la llanura seguían descendiendo tropas y bagajes. En las escarpas de la Fortaleza todo está dispuesto, las municiones en regla, los soldados preparados, las armas comprobadas. Todas las miradas están en el norte, aunque aún no se ve nada por culpa de las montañas fronteras (sólo desde el Reducto Nuevo se puede observar bien todo). Igual que en los días lejanos en que llegaron los extranjeros para delimitar las fronteras, igual que entonces hay una suspensión en los ánimos, entre alternos soplos de miedo y de gozo. Pero nadie tiene tiempo de acordarse de Drogo, el cual está vistiéndose ayudado por Luca, y se prepara a partir.