En septiembre la luz de la presunta obra se distinguía claramente, en las noches serenas, incluso por gente de vista normal. Poco a poco, entre los militares se volvió a hablar de la llanura del norte, de los extranjeros, de aquellos extraños movimientos y luces nocturnas. Muchos decían que era una carretera, aunque no lograban explicarse su finalidad; la hipótesis de una obra militar parecía absurda. Por lo demás, los trabajos parecían avanzar con extraordinaria lentitud respecto a la grandísima distancia que quedaba.
Una noche hasta se oyó a alguien hablar en términos vagos de guerra, y extrañas esperanzas empezaron a revolotear entre las murallas de la Fortaleza.
Un palo está plantado en el borde del escalón que corta longitudinalmente la llanura del norte, ni siquiera a un kilómetro de distancia de la Fortaleza. Desde allá hasta el cono rocoso del Reducto Nuevo el desierto se extiende uniforme y compacto, de modo que permite a la artillería avanzar libremente. Un palo está clavado en el borde superior de la hondonada, singular señal humana, que se ve perfectamente incluso a simple vista desde lo alto del Reducto Nuevo.
Hasta allí han llegado los extranjeros con su carretera. La gran obra ha terminado finalmente, ¡pero a qué terrible precio! El teniente Simeoni había hecho sus previsiones, había dicho seis meses. Pero no han bastado seis meses para la construcción, ni seis meses, ni ocho, ni diez. La carretera está ya acabada, los convoyes enemigos pueden bajar desde el septentrión a todo galope para alcanzar las murallas de la Fortaleza; después sólo queda atravesar el último trecho, unos cientos de metros por un terreno liso y cómodo, pero todo eso ha costado caro. Se han necesitado quince años, quince larguísimos años que, sin embargo, han escapado como un sueño.
Al mirar alrededor nada parece cambiado. Las montañas han permanecido idénticas, en las murallas del fuerte se ven siempre las mismas manchas, incluso habrá alguna nueva, pero de dimensiones insignificantes. Igual es el cielo, igual el desierto de los Tártaros si se exceptúa aquel palo negruzco sobre el borde del escalón y una franja recta, que se ve o no se ve según la luz, y es la famosa carretera.
Quince años para las montañas han sido menos que nada, e incluso no han hecho gran daño a los bastiones del fuerte. Pero para los hombres han sido un largo camino. Las caras son siempre las mismas, más o menos; los hábitos no han cambiado, ni los turnos de guardia, ni las charlas que los oficiales tienen cada noche.
Y, sin embargo, mirando de cerca, se reconocen en los rostros las señales de los años. Además la guarnición se ha visto aún disminuida de número, largos trechos de muralla ya no están custodiados y se llega a ellos sin contraseña, los grupos de centinelas están distribuidos sólo en los puntos esenciales, se ha decidido incluso cerrar el Reducto Nuevo y mandar sólo cada diez días un pelotón a inspeccionarlo; tan poca importancia atribuye ahora el Mando superior a la Fortaleza Bastiani.
El Estado Mayor no se ha tomado en serio la construcción de la carretera en la llanura del norte. Unos dicen que se trata de una de las consabidas incongruencias de los mandos militares, otros dicen que en la capital están, desde luego, mejor informados; evidentemente resulta que la carretera no tiene ninguna finalidad agresiva; y por lo demás no se dispone de otra explicación, aunque no convenza mucho.
La vida en la Fortaleza se ha vuelto cada vez más monótona y solitaria; al teniente coronel Nicolosi, al comandante Monti, al teniente coronel Matti, les llegó la hora del retiro. La guarnición está ahora al mando del teniente coronel Ortiz, y también todos los demás, salvo el sastre-jefe Prosdocimo, que sigue siendo brigada, han ascendido de graduación.
Una hermosísima mañana de septiembre, Drogo, el capitán Giovanni Drogo, sube una vez más a caballo el empinado camino que desde la llanura lleva a la Fortaleza Bastiani. Ha tenido un mes de permiso, pero regresa ya al cabo de veinte días; la ciudad le resulta ya completamente ajena, los viejos amigos se han abierto camino, ocupan posiciones importantes y lo saludan presurosamente como a un oficial cualquiera. Hasta su casa, que Drogo sigue amando, le llena el ánimo, cuando vuelve a ella, de una pena difícil de expresar. La casa está desierta casi todas las veces, el cuarto de su madre se ha quedado vacío para siempre, sus hermanos están perennemente fuera, uno se ha casado y vive en otra ciudad, otro sigue viajando, en las salas ya no hay signo de vida familiar, las voces resuenan exageradamente, y no basta con abrir las ventanas al sol.
Así Drogo sube una vez más el valle de la Fortaleza y tiene quince años menos de vida. Por desgracia, no se siente cambiado en gran cosa, el tiempo ha huido tan velozmente que el ánimo no ha conseguido envejecer. Y aunque la oscura angustia de las horas que pasan se haga cada día mayor, Drogo se obstina en la ilusión de que lo importante aún tiene que comenzar. Giovanni espera paciente su hora, que nunca ha llegado, no piensa que el futuro se ha abreviado terriblemente, ya no es como antaño, cuando el tiempo por venir podía parecerle un período inmenso, una riqueza inagotable cuyo derroche no presentaba ningún riesgo.
Y, sin embargo, un día advirtió que hacía bastante tiempo que ya no iba a cabalgar por la explanada de detrás de la Fortaleza. Advirtió incluso que no tenía ningunas ganas y que en los últimos meses (quién sabe exactamente cuántos) ya no subía las escaleras a la carrera, de dos en dos. Bobadas, ha pensado, físicamente se sentía siempre lo mismo, todo estaba a punto de empezar, no cabía la menor duda; una prueba habría sido ridículamente superflua.
No, físicamente Drogo no ha cambiado, si reanudara las cabalgatas y las carreras escaleras arriba sería muy capaz, pero no es eso lo que importa. Lo grave es que ya no tiene ganas, que prefiere quedarse dormitando al sol después de comer en vez de corretear de un lado a otro por la pedregosa explanada. Eso es lo que cuenta, sólo eso registra los años transcurridos.
¡Oh, si lo hubiera pensado la primera noche que subió las escaleras de una en una! Se sentía un poco cansado, es cierto, tenía como un aro en la cabeza y ningún deseo de la habitual partida de cartas (también anteriormente, por lo demás, había renunciado a veces a subir las escaleras a la carrera por culpa de malestares ocasionales). No le asaltó la más remota sospecha de que aquella noche era muy triste para él, de que en aquellos peldaños, en aquella hora concreta, terminaba su juventud, de que al día siguiente, sin ninguna razón especial, ya no volvería al viejo sistema, ni al otro día, ni más adelante, ni nunca.
Ahora, mientras Drogo cabalga meditando bajo el sol por el empinado camino, y el animal, ya algo cansado, marcha al paso, ahora una voz lo llama desde el otro lado del valle.
—¡Mi capitán! —oyó gritar.
Y al volverse divisó por el otro camino, en el lado opuesto del barranco, un joven oficial a caballo; no le reconoció, pero le pareció distinguir los galones de teniente, y pensó que era otro oficial de la Fortaleza que regresaba, como él, de un permiso.
—¿Qué pasa? —preguntó Giovanni, parándose tras haber contestado al saludo reglamentario del otro.
¿Qué motivo podía tener aquel teniente para llamarlo de aquella forma demasiado desenvuelta?
Al no responder el otro, Drogo repitió en voz más alta, esta vez levemente dura:
—¿Qué pasa?
Erguido en la silla, el desconocido teniente hizo bocina con las manos y respondió con todo su resuello:
—¡Nada, deseaba saludarlo!
A Giovanni le pareció una explicación estúpida, casi ofensiva, como para pensar en una broma. Todavía media hora de caballo, hasta el puente, y después los dos caminos se unían. ¿Qué necesidad había, pues, de aquellas exuberancias de civiles?
—¿Quién es? —gritó en respuesta Drogo.
—¡Teniente Moro! —fue la contestación, o mejor dicho, ése fue el nombre que al capitán le pareció entender.
¿Teniente Moro?, se preguntó. En la Fortaleza no había ningún nombre de ese género. ¿Quizá un nuevo subalterno que venía a entrar en servicio?
Sólo entonces lo hirió, con dolorosa resonancia del ánimo, el recuerdo del remotísimo día en que por primera vez había subido a la Fortaleza, del encuentro con el capitán Ortiz, exactamente en el mismo punto del valle, de su ansia de hablar con una persona amiga, del embarazoso diálogo a través del barranco.
Exactamente igual que aquel día, pensó, con la diferencia de que los papeles se habían cambiado y ahora era él, Drogo, el viejo capitán que subía por centésima vez a la Fortaleza Bastiani, mientras que el teniente nuevo era un tal Moro, persona desconocida. Comprendió Drogo que en el intervalo había transcurrido toda una generación, que él había llegado ya al otro lado de la cumbre de la vida, del lado de los viejos, en el que aquel día remoto le había parecido que se encontraba Ortiz. Y a más de cuarenta años, sin haber hecho nada de provecho, sin hijos, verdaderamente solo en el mundo, Giovanni miraba a su alrededor turbado, sintiendo declinar su destino.
Veía grandes rocas incrustadas de matas, torrenteras húmedas, lejanísimas crestas desnudas que se superponían hasta el cielo, la impasible cara de las montañas; y al otro lado del valle aquel teniente nuevo, tímido y desorientado, que seguramente se hacía la ilusión de no quedarse en la Fortaleza sino unos pocos meses, y soñaba con una brillante carrera, gloriosos hechos de armas, románticos amores.
Golpeó con una mano el cuello de su animal, que volvió amistosamente la cabeza hacia atrás, pero que desde luego no podía comprenderlo. Un nudo apretaba el corazón de Drogo: adiós sueños del tiempo lejano, adiós hermosas cosas de la vida. El sol brillaba límpido y benévolo para los hombres, un aire vivificador descendía del valle, los prados lanzaban un grato perfume, voces de pájaros acompañaban las músicas del torrente. Un día de felicidad para los hombres, pensó Drogo, y se asombraba de que nada difiriese en apariencia de ciertas maravillosas mañanas de su juventud. El caballo reanudó la marcha. Media hora después Drogo vio el puente donde se unían los caminos, pensó que dentro de poco tendría que ponerse a hablar con el nuevo teniente y tuvo una sensación de pena.
¿Por qué ahora que la carretera estaba acabada habían desaparecido los extranjeros? ¿Por qué hombres, caballos y carros habían vuelto a subir por la gran llanura, hasta perderse en las nieblas del norte? ¿Todo aquel trabajo para nada?
Efectivamente, se vio alejarse una tras otra las cuadrillas de cavadores, hasta resultar minúsculos puntitos visibles sólo con el anteojo, como quince años atrás. El camino estaba abierto para los soldados: que avanzara el ejército ahora para asaltar la Fortaleza Bastiani.
Pero no se vio avanzar al ejército. A través del desierto de los Tártaros quedaba sólo la franja de la carretera, singular signo de orden humano en el antiquísimo abandono. El ejército no descendió al asalto; todo pareció quedar en suspenso, quién sabe para cuántos años.
Así la llanura permaneció inmóvil, paradas las nieblas septentrionales, parada la vida reglamentaria de la Fortaleza, los centinelas repetían siempre los mismos pasos desde este a aquel punto del camino de ronda, igual el caldo de la tropa, un día idéntico al otro, repitiéndose hasta el infinito, como soldado que marca el paso. Y, sin embargo, el tiempo soplaba; sin cuidarse de los hombres, pasaba de arriba abajo por el mundo mortificando las cosas bellas, y nadie conseguía escapar de él, ni siquiera los niños recién nacidos, aún desprovistos de nombre.
También el rostro de Giovanni empezaba a cubrirse de arrugas, el pelo se volvía gris, el paso menos ligero; el torrente de la vida lo había arrojado ya a un lado, hacia los remansos periféricos, aunque en el fondo ni siquiera contaba cincuenta años. Drogo, naturalmente, ya no hacía servicio de guardia, sino que tenía un despacho propio en la Comandancia, contiguo al del teniente coronel Ortiz.
Cuando caían las tinieblas, el escaso número de hombres de guardia ya no bastaba para impedir que la noche se adueñase de la Fortaleza. Vastos sectores de murallas estaban sin custodiar y por allí penetraban los pensamientos de oscuridad, la tristeza de estar solo. En realidad el viejo fuerte era como una isla abandonada, circundado por territorios vacíos: a derecha e izquierda las montañas, al sur el largo valle deshabitado y al otro lado la llanura de los Tártaros. Ruidos extraños, como nunca, resonaron en las horas más avanzadas, a través de los laberintos de las fortificaciones, y el corazón de los centinelas se ponía a latir. De un extremo a otro de las murallas corría todavía el grito: «¡Alerta! ¡Alerta!», pero a los soldados les costaba mucho trabajo transmitírselo, tanta distancia separaba a uno de otro.
Drogo asistió por aquellos tiempos a las primeras angustias del teniente Moro, como una fiel reproducción de su propia juventud. También Moro, al principio, se había quedado espantado, había recurrido al comandante Simeoni, que sustituía en cierto modo a Matti y lo había convencido para que se quedara cuatro meses, habían acabado por engatusarlo; también Moro se había puesto a mirar con demasiada insistencia la llanura del norte, con su carretera nueva e inutilizada por la que bajaban las esperanzas guerreras. A Drogo le habría gustado hablarle, decirle que tuviera cuidado, que se marchara mientras estaba a tiempo; tanto más cuanto que Moro era un chico simpático y escrupuloso. Pero siempre intervenía cualquier estupidez para impedir el coloquio, y por lo demás probablemente todo habría sido inútil.
Al caer una sobre otra las páginas grises de los días, las páginas negras de las noches, aumentaba en Drogo y en Ortiz (y quizá también en algún otro viejo oficial) la angustia de ya no llegar a tiempo. Insensibles a la ruina de los años, los extranjeros jamás se movían, como si fueran inmortales y no les importase dilapidar como en un juego largas temporadas. La Fortaleza, en cambio, encerraba pobres hombres, indefensos contra la obra del tiempo, cuyo último término se aproximaba. Fechas que antaño habían parecido inverosímiles, de tan remotas, asomaban ahora inesperadamente por el cercano horizonte, recordando los duros plazos de la vida. Cada vez, para poder continuar, era preciso construir un sistema nuevo, encontrar nuevos términos de comparación, consolarse con los que aún estaban peor.
Hasta que incluso a Ortiz le llegó el retiro (y en la llanura del norte no se descubría el mínimo indicio de vida, ni siquiera una minúscula luz). El teniente coronel Ortiz dio las consignas al nuevo comandante Simeoni—, reunió la tropa en el patio, exceptuados naturalmente los pelotones de servicio de guardia, lanzó a duras penas un discurso, montó en su caballo con ayuda de su asistente y salió por la puerta de la Fortaleza. Lo escoltaban un teniente y dos soldados.