La posición del canónigo en medio del senado femenino que ejercía tan sutilmente la policía de la provincia, y su capacidad personal, le habían llevado a ser elegido por la Congregación, entre todos los eclesiásticos de la ciudad, para procónsul incógnito de Turena. Arzobispo, general, prefecto, grandes y chicos, todos estaban bajo su oculto dominio. El barón de Listomère tomó en seguida el partido que le convenía.
—No quiero —dijo a su tío— recibir una segunda andanada eclesiástica en la obra viva.
Tres días después de esta conferencia diplomática entre tío y sobrino, el marino, que había súbitamente regresado en sillas de postas a Tours, revelé a su tía, la noche misma de su llegada, los peligros que corrían las más caras esperanzas de la familia de Listomère si el uno y el otro se obstinaban en sostener a aquel imbécil de Birotteau. El barón había hecho quedarse al señor de Bourbonne en el momento en que el anciano caballero cogía el sombrero y el bastón para marcharse, terminada la partida de whist. Las luces del viejo maligno eran indispensables para esclarecer el escollo en que se habían metido los Listomère, y el viejo maligno había cogido antes de tiempo el bastón y el sombrero precisamente para que le dijeran al oído:
—Quédese; tenemos que hablar.
El rápido regreso del barón y su aspecto de satisfacción, contradictorio con la preocupación que a veces expresaba su cara, habían indicado vagamente al señor de Bourbonne que el teniente acababa de sufrir algunos percances en su travesía entre Gamard y Troubert. No mostró ninguna sorpresa cuando oyó al barón proclamar el secreto poder del vicario general congregacionista.
—Ya lo sabía yo —dijo.
—Entonces —exclamó la baronesa—, ¿por qué no nos lo advirtió usted?
—Señora —respondió vivamente—: olvide usted que conozco la invisible influencia de ese presbítero y yo olvidaré que usted también la conoce. Si no guardásemos el secreto, pasaríamos por cómplices suyos, seríamos temidos y odiados; finja usted que ha sido engañada, pero sepa bien dónde pone los pies. Yo les había dicho a ustedes bastante; pero no me comprendían y no quería comprometerme.
—¿Y qué vamos a hacer ahora? —dijo el barón.
Abandonar a Birotteau no era cosa difícil, y en eso ya estaban de acuerdo los tres.
—Batirse en retirada con todos los honores de guerra ha sido siempre la obra maestra de los más hábiles generales —respondió el señor de Bourbonne—. Dobléguense ustedes ante Troubert. Si su odio es menos fuerte que su vanidad, le convertirán ustedes en aliado; pero si se doblegan ustedes demasiado, los pisoteará, porque el alma de la Iglesia es abismo ante todo, como ha dicho Boileau. Haga usted creer, señor barón, que deja usted el servicio y escapará de sus garras. Despida usted al vicario, señora, y favorecerá usted a la Gamard. Pregunte en el Arzobispado al abate Troubert si juega al whist y responderá que sí; ruéguele que venga a jugar una partida en este salón, donde desea ser recibido, y es seguro que vendrá. Es usted mujer, y sabrá atraerse a este presbítero. Cuando el barón sea capitán de navío, su tío par de Francia, Troubert obispo, podrá usted cómodamente hacer a Birotteau canónigo. Hasta entonces, sométase; pero sométase con astucia y amenazando. La familia de usted puede prestar a Troubert tanta ayuda como él le preste: se entenderán ustedes a maravilla. Por lo demás, usted, que es marino, vaya siempre con la sonda en la mano.
—¡El pobre Birotteau! —dijo la baronesa.
—¡Oh! Despáchele en seguida —replicó el propietario, marchándose—. Si algún liberal astuto se apodera de esa cabeza hueca, les causará a ustedes sinsabores. Después de todo, los tribunales se pronunciarían en su favor y Troubert debe de estar temeroso del resultado. Todavía puede perdonarles a ustedes que hayan entablado el combate; pero después de una derrota, sería implacable. He dicho.
Y cerrando de golpe su tabaquera, fue a ponerse sus chanclos y partió.
La mañana siguiente, después del desayuno, la baronesa se quedó sola con el vicario y, no sin embarazo, le dijo:
—Querido señor Birotteau, lo que voy a pedirle le parecería muy injusto y muy inconveniente; pero por usted y por nosotros es necesario, primero, desistir de su pleito con la señorita Gamard, y luego, que deje usted mi casa.
Al oír estas palabras el pobre presbítero palideció.
—Yo soy —prosiguió ella— la causa inocente de sus desdichas y sé que, a no intervenir mi sobrino, usted no hubiese intentado el pleito que en estos momentos nos perjudica a los dos. Pero óigame.
Sucintamente le dio idea del inmenso alcance de la cuestión y le explicó la gravedad de sus consecuencias. Sus meditaciones le habían hecho, durante la noche, adivinar los antecedentes probables de la vida de Troubert; podía, pues, ahora demostrar sin engañarse a Birotteau la trama en que le había envuelto aquella venganza tan hábilmente urdida; revelarle la alta capacidad y el poder de su enemigo, haciéndole comprender su odio descubriéndole los motivos; mostrándosele agazapado durante doce años ante Chapeloud, devorando a Chapeloud y persiguiendo todavía a Chapeloud en la persona de su amigo. El inocente de Birotteau juntaba sus manos como para orar, y lloró de tristeza ante aquellos horrores humanos, que su alma pura nunca había podido sospechar. Espantado, como si se viese en el borde de un abismo, escuchaba, con los ojos fijos y húmedos, pero sin expresar una idea, el discurso de su bienhechora, la cual le dijo para terminar:
—Sé cuánto mal hago abandonándole; pero, querido abate, los deberes de familia son antes que los de amistad. Ceda usted, como hago yo, ante esta tormenta, y yo le demostraré mi gratitud. No tendrá usted que inquietarse por su existencia. De los intereses de usted no hay que hablar; yo me encargo de ellos. Por conducto del señor Bourbonne, que sabrá salvar las apariencias, procuraré que no le falte a usted nada. Concédame usted, amigo mío, el derecho de traicionarle. Seguiré siendo su amiga sin apartarme de las máximas del mundo. Decida usted.
El pobre abate, estupefacto, exclamó:
—¡Cuánta razón tenía Chapeloud cuando decía que si Troubert pudiese, iría a la misma tumba a arrastrarle por los pies! ¡Y duerme en el lecho de Chapeloud!
—No es ocasión de lamentarse. Tenemos poco tiempo de que disponer. Decidamos.
Birotteau era demasiado bueno para no obedecer, en las grandes crisis, a la abnegación irreflexiva del primer momento. Pero, además, su vida no era ya más que una agonía. Lanzando a su protectora una mirada de desesperación, que la turbó, dijo:
—A usted me entrego, ¡Ya no soy mas que un bourrier de la calle!
Esta palabra, de la jerga local de Tours, no tiene otra equivalencia posible que la frase brizna de paja. Pero hay lindas briznitas de paja amarillas, pulidas, brillantes, que divierten a los niños; mientras que bourrier es la brizna de paja decolorada, enlodada, arrastrada por los arroyos, pisoteada por los transeúntes.
—Pero, señora, yo no quería dejar al abate Troubert el retrato de Chapeloud; se hizo para mí, me pertenece; consiga usted que me lo devuelva, y perdonaré todo lo demás.
—Bien —dijo la señora de Listomère—, yo iré a casa de la señorita Gamard.
Dijo estas palabras con un tono que revelaba el esfuerzo extraordinario que hacía la baronesa de Listomère rebajándose a halagar el orgullo de la solterona.
—Y trataré —añadió— de arreglarlo todo. Apenas me atrevía a esperarlo. Vaya usted a ver al señor de Bourbonne; que él formule la renuncia de usted en los términos debidos y tráigame el documento en regla. Después, y con la ayuda del señor arzobispo, tal vez logremos terminar este asunto.
Birotteau salió aterrado. Troubert había adquirido a sus ojos las proporciones de una pirámide de Egipto. Aquel hombre tenía las manos en París y los codos en el claustro de Saint-Gatien.
—¿Impedir él —se dijo— que el señor marqués de Listomère sea par de Francia?… ¡Y tal vez con la ayuda del arzobispo se podría terminar este asunto!
Ante tan altos intereses, Birotteau se consideraba un gusano; y se hacía justicia.
La noticia de la mudanza de Birotteau sorprendió mucho, porque el motivo era impenetrable. La señora de Listomère decía que había necesitado la habitación del vicario para ampliar las de su sobrino, que quería casarse y dejar el servicio de la Marina. Todavía no conocía nadie el desistimiento de Birotteau. Se ejecutaban, pues, hábilmente las instrucciones del señor de Bourbonne. Cuando el gran vicario supiese las dos noticias forzosamente había de sentir halagado su amor propio, porque vería que la familia de Listomère, si bien no capitulaba, permanecía neutra y reconocía tácitamente el oculto poder de la Congregación. Reconocer este poder, ¿no era someterse a él? Pero el proceso seguía por completo
sub judice
. ¿No era esto someterse y amenazar?
Los Listomère habían, pues, adoptado para la gran batalla idéntica actitud que el vicario: se mantenían fuera de ella y todo quedaba bajo su dirección. Pero sobrevino un acontecimiento grave, que hizo aún más difícil el éxito de los designios meditados por el señor de Bourbonne y los Listomère para apaciguar al Partido de la Gamard y Troubert. La víspera, la señorita Gamard había cogido un enfriamiento al salir de la Catedral; se metió en la cama y parecía enferma de peligro. En toda la ciudad repercutían las lamentaciones provocadas por una falsa conmiseración. «La sensibilidad de la señorita Gamard no había podido resistir el escándalo del proceso. Aunque tenía razón, iba a morir de pena. Birotteau mataba a su bienhechora…». Tal era la substancia de las frases que se habían adelantado a lanzar los tubos capilares del gran conciliábulo femenino, y que toda la ciudad de Tours repetía complacientemente.
La señora de Listomère pasó por la vergüenza de ir a casa de la solterona, sin obtener de la visita el provecho que esperaba. Con la más exquisita cortesía solicitó hablar con el vicario general. Enorgullecido tal vez de recibir en la biblioteca de Chapeloud, y junto a la chimenea, adornada por los dos famosos cuadros cuya posesión se le había discutido, a una señora que hasta entonces no le había reconocido como hombre importante, Troubert hizo esperar un rato a la baronesa. Luego consintió en darle audiencia. Jamás cortesano ni diplomático alguno pusieron en la discusión de sus intereses particulares o en el desarrollo de una negociación nacional tanta habilidad, tanto disimulo y profundidad como desplegaron la baronesa y el abate cuando se vieron ambos en escena.
Como el padrino que en la Edad Media armaba al campeón y fortalecía su valor con útiles consejos cuando iba a entrar en liza, el viejo maligno había dicho a la baronesa:
—No olvide usted su papel: es usted conciliadora, no parte interesada. También Troubert es un mediador. ¡Pese usted sus palabras! Estudie las inflexiones de voz del vicario general. Si le ve usted acariciarse la barbilla, es señal de que le ha seducido.
Algunos dibujantes se han recreado pintando en caricatura el frecuente contraste que hay entre lo que se dice y lo que se piensa. En nuestro caso, para darse bien cuenta del duelo de palabras que se libró entre el presbítero y la gran señora, es necesario que desvelemos los pensamientos que mutuamente se ocultaron bajo frases de apariencia insignificante. La señora de Listomère empezó mostrando el disgusto que le causaba el pleito de Birotteau y luego habló del deseo que tenía de ver terminado el asunto a gusto de las dos partes.
—El mal está hecho, señora —dijo el abate con voz grave—: la virtuosa señorita Gamard se muere. (Tanto me importa esa imbécil como el preste Juan —pensaba—; pero querría echar sobre ti la responsabilidad de esa muerte o inquietar tu conciencia, si eres tan simple que te preocupas de ello).
—Cuando supe su enfermedad, señor —respondió la baronesa—, exigí del señor vicario una renuncia, que aquí traigo, para esa santa señorita. (¡Te adivino, astuto pícaro —pensaba—; pero ya nos tienes al abrigo de tus calumnias! Si aceptas la renuncia, caes en el lazo; es como si confesaras tu complicidad).
Hubo un momento de silencio.
—Los asuntos temporales de la señorita Gamard no me conciernen —dijo al fin el presbítero, abatiendo los párpados para que no se advirtiese emoción alguna en sus ojos de águila. (¡Oh, no me comprometerás! Pero ¡alabado sea Dios!, los malditos abogados no defenderán ya un asunto que podía salirme mal. ¿Qué quieren los Listomère para convertirse en servidores míos?).
—¡Ah, señor! —replicó la baronesa—. Los asuntos del señor Birotteau son para mí tan ajenos como para usted los de la señorita Gamard; pero, desgraciadamente, estas disputas pueden dañar la religión, y yo en usted no veo más que un mediador, como yo he tomado a mi cargo el papel de conciliadora… (No nos engañaremos, no. ¿Notas bien la tendencia epigramática de mi contestación?).
—¡Perjudicarse la religión, señora! —dijo el gran vicario—. La religión está demasiado alta para que puedan alcanzarla las querellas de los hombres.(La religión soy yo —pensaba—). Dios nos juzgará sin equivocarse, señora —añadió—; no reconozco más tribunal que el suyo.
—Pues bien, señor —respondió ella—, intentemos poner de acuerdo los juicios de los hombres con los juicios de Dios. (Sí, la religión eres tú).
El abate Troubert, cambió de tono:
—¿No ha ido a París su sobrino? (Te han traído de allí malas noticias —pensaba—. Puedo aplastaros, y me despreciabais. Venís a capitular).
—Sí, señor; agradezco a usted el interés que se toma por él. Esta noche vuelve a París, llamado por el ministro, que nos estima mucho y no quiere dejarle que abandone el servicio. (Jesuita, no nos aplastarás —pensaba—; he comprendido tu burla).
Un momento de silencio.
—Su conducta en este asunto no me ha parecido conveniente; pero hay que disculpar a un marino su desconocimiento del derecho. (Aliémonos —pensaba ella—; con pelear no iremos ganando nada).
El abate inició una ligera sonrisa, que se perdió entre los pliegues de su rostro.
—Nos ha prestado un servicio haciéndonos conocer el valor de esas pinturas —dijo mirando los cuadros—; serán un hermoso adorno para la capilla de la Virgen. (Me has asestado un epigrama, toma dos. Estamos en paz).
—Si los dona usted a Saint-Gatien, le ruego que me permita ofrecer a la iglesia marcos dignos del sitio y de los lienzos. (Me gustaría hacerte confesar que deseas los muebles de Birotteau).
—No me pertenecen —dijo el presbítero, manteniendo su guardia.