Al expirar el primer año de su estancia bajo el techo de la señorita Gamard el vicario había vuelto a sus antiguas costumbres, yendo a pasar dos noches por semana en casa de la señora de Listomère, tres en casa de la señorita Salomón y las otras dos a casa de la señorita Merlin de la Blottière. Estas señoritas pertenecían a la parte aristocrática de la sociedad de Tours, donde la señorita Gamard no era admitida. La hospedera se sintió, por consiguiente, vivamente ultrajada por el abandono del abate Birotteau, que le hacía darse cuenta de su poco mérito: toda elección implica un menosprecio para la cosa rechazada.
—Al señor Birotteau no le hemos parecido bastante agradables —dijo el abate Troubert a los amigos de la señorita Gamard cuando ésta tuvo que renunciar a sus reuniones—. ¡Es un hombre espiritual, un exquisito! Necesita gentes brillantes, lujo, conversaciones ingenuas, murmuraciones de la sociedad.
Estas palabras daban siempre pie a la señorita Gamard para justificar, a costa de Birotteau, las excelencias de su carácter.
—No tiene tanto ingenio —decía—. A no ser por el abate Chapeloud, nunca le habrían recibido en casa de la señora de Listomère. ¡Oh, cuánto perdí yo con la muerte del abate Chapeloud! ¡Qué hombre tan amable, tan tratable! En doce años no tuve con él la menor dificultad ni el menor desacuerdo.
La señorita Gamard hizo del abate Birotteau un retrato tan poco halagador, que su inocente pupilo pasó entre la sociedad burguesa, secretamente enemiga de la sociedad aristocrática, por un hombre esencialmente dificultoso y arisco. Además, durante algunas semanas, la solterona se complació en dejarse compadecer por sus amigas, que, sin pensar una palabra de las que pronunciaban, no cesaban de repetir: «¿Cómo siendo tan dulce y tan buena ha podido usted inspirar repugnancia?» O bien: «Consuélese, querida señorita Gamard, es usted tan bien conocida, que…», etc.
Pero, encantadas de evitarse una reunión semanal en el Claustro, el paraje más desierto, el más sombrío y el más alejado del centro de cuantos hay en Tours, todas bendecían al vicario.
Entre las personas que siempre están viéndose, el odio y el amor aumentan incesantemente: siempre se encuentran razones para odiarse o amarse más. Así es que el abate Birotteau acabó por hacerse insoportable a la señorita Gamard. Diez y ocho meses después de haberle admitido como huésped, cuando el buen señor creía ver en el silencio del odio la paz de la satisfacción y se felicitaba por haber sabido tan hábilmente librarse de la solterona, ella le hizo objeto de una persecución sorda y de una venganza fríamente calculada. Las cuatro circunstancias capitales de la puerta cerrada, las zapatillas olvidadas, la falta de fuego y el traslado de la palmatoria eran lo único que podía revelarle aquella enemistad terrible, cuyas últimas consecuencias no habían de herirle hasta el momento en que fuesen irreparables. Ya medio dormido, el buen vicario profundizaba, aunque inútilmente, en su cerebro, hasta llegar, bien pronto por cierto, al fondo, para explicarse la conducta singularmente desatenta de la señorita Gamard. Como, en efecto, había obrado en pura lógica al obedecer a las leyes naturales de su egoísmo, le era imposible adivinar qué errores hubiera podido cometer respecto de su patrona. Si las cosas grandes son sencillas y fáciles de explicar, las menudencias de la vida exigen muchos pormenores. Los acontecimientos que, en cierto modo, constituyen el proscenio de este drama burgués, pero en los cuales aparecen las pasiones tan violentas como si fuesen excitadas por grandes intereses, requerían esta larga introducción: a un historiador exacto le habría sido difícil condensar más sus minuciosos desenvolvimientos.
En la mañana del siguiente día, al despertarse, Birotteau pensó tan intensamente en su canonjía que no recordó siquiera las cuatro circunstancias que la víspera le habían dejado entrever los siniestros presagios de un porvenir preñado de desventuras. Como no era hombre capaz de levantarse sin lumbre, llamó para que Mariana supiese que estaba despierto y viniera a su habitación; luego quedó, como de costumbre, sumergido en desvaríos soñolientos, durante los cuales acostumbraba la sirvienta, al encender la chimenea, a despertarle dulcemente con el ronroneo de sus interpelaciones y de sus idas y venidas, especie de música que le gustaba. Transcurrió media hora sin que Mariana apareciese. El vicario medio canónigo iba a llamar de nuevo, cuando soltó el cordón de la campanilla al oír el ruido de unos zapatos de hombre en la escalera. Efectivamente, el abate Troubert, después de llamar discretamente a la puerta, entró, invitado por Birotteau. Aquella visita, que los dos abates se hacían mutuamente una vez al mes, no sorprendió al vicario. El canónigo se mostró sorprendido desde el primer instante de que Mariana no hubiese todavía encendido la lumbre de su casi colega. Abrió una ventana, llamó a Mariana con ruda voz, la mandó que subiese al cuarto de Birotteau; después, volviéndose hacia su compañero, dijo:
—Si la señorita supiese que Mariana no le ha encendido a usted la chimenea, la gruñiría.
Pronunciada esta frase, se interesó por el estado de salud de Birotteau y le preguntó con voz muy dulce si tenía noticias recientes que le permitiesen esperar su próximo nombramiento de canónigo. El vicario le explicó sus gestiones y le dijo candorosamente quiénes eran las personas acerca de las cuales actuaba la señora de Listomère, ignorando que Troubert no había nunca podido perdonar a aquella señora que no le admitiese en su casa a él, al abate Troubert, dos veces ya indicado para ser vicario general de la diócesis.
Era imposible hallar dos personas que ofreciesen tantos contrastes como las de ambos abates: Troubert, alto y seco, tenía un tinte amarillo y bilioso, mientras que el vicario era lo que familiarmente se llama regordete. Redondo y colorado, la cara de Birotteau revelaba una bondad sin ideas, en tanto que la de Troubert, larga y surcada por profundas arrugas, adquiría en ciertos momentos una expresión llena de ironía o de desdén; pero había que examinarla, sin embargo, con atención, para descubrir en ella estos dos sentimientos. Habitualmente, el canónigo permanecía en una calma perpetua, casi siempre con los párpados caídos sobre los enrojecidos ojos, que cuando él quería miraban de un modo claro y penetrante. Rojos cabellos completaban esta sombría fisonomía, siempre obscurecida por el velo que las graves meditaciones echaban sobre sus rasgos. Algunas personas habían podido creerle absorbido por una alta y profunda ambición; pero las que mejor pretendían conocerle acabaron por destruir esa opinión, mostrándole como idiotizado por el despotismo de la señorita Gamard o fatigado por el exceso de ayunos. Hablaba pocas veces y no reía nunca. Cuando algo le conmovía agradablemente escapábasele una débil sonrisa que se perdía entre los pliegues de su rostro. Birotteau era, por el contrario, todo expresión, todo franqueza; gustaba de las buenas tajadas y disfrutaba con cualquier fruslería con la sencillez de un hombre sin hiel y sin malicia. El abate Troubert producía al primer golpe de vista un sentimiento de terror involuntario, mientras que el vicario arrancaba a quienes le miraban una dulce sonrisa. Cuando el gigantesco canónigo paseaba por las arcadas y las naves de Saint-Gatien, inclinada la frente, severa la mirada, causaba respeto; su figura encorvada estaba en armonía con los amarillentos arcos de las bóvedas; los pliegues de su sotana tenían algo de monumental, digno de la estatuaria. Pero el buen vicario circulaba por allí sin gravedad, correteaba, pataleaba, parecía que rodaba sobre sí mismo. Estos dos hombres tenían, no obstante, una semejanza. Así como el aspecto ambicioso de Troubert, al hacerle terrible, le había condenado al papel insignificante de simple canónigo, el carácter y el talante de Birotteau parecían amarrarle eternamente al vicariato de la catedral. Sin embargo, el abate Troubert, ya entrado en la cincuentena, había desvanecido con la mesura de su proceder la apariencia de una total falta de ambición, y con la vida completamente santa que llevaba, los temores que su sospechosa capacidad y su exterior terrible habían inspirado a sus superiores. Además, como desde hacía un año su salud se había alterado gravemente, parecía probable su elevación al vicariato general del arzobispado. Sus mismos competidores deseaban que se le nombrase, a fin de poder prepararse mejor durante los pocos días que podía concederle su enfermedad crónica. Lejos de ofrecer las mismas esperanzas, la triple barbilla de Birotteau presentaba a los contrincantes que le disputaban el canonicato los síntomas de una salud floreciente y su gota les parecía, según el proverbio, una garantía de longevidad. El abate Chapeloud, hombre de un gran sentido y que, dada su amabilidad, había sido siempre muy buscado por las gentes que gustan de las compañías agradables y por los diferentes jefes de la metrópoli, se había opuesto siempre, pero secretamente y con mucho ingenio, a la elevación del abate Troubert; hasta le había, muy hábilmente, impedido el acceso a todos los salones en que se reunía la mejor sociedad de Tours, y eso que Troubert le había tratado siempre con gran respeto, demostrándole en toda ocasión la más alta deferencia. Esta constante sumisión no había podido cambiar la opinión del difunto canónigo, el cual, durante su último paseo, todavía decía a Birotteau:
—Desconfíe usted de ese larguirucho de Troubert. Es Sixto V reducido a las proporciones del obispado.
Tal era el amigo, el comensal de la señorita Gamard, el que venía a visitar y a dar pruebas amistosas al pobre Birotteau el día siguiente de haberle, por decirlo así, declarado la guerra.
—Hay que disculpar a Mariana —dijo el canónigo al verla entrar—. Creo que ha empezado por ir a mis habitaciones. Son muy húmedas y he tosido mucho toda la noche. Usted está aquí muy higiénicamente —añadió mirando a las cornisas.
—¡Oh! Estoy aquí como un canónigo —respondió Birotteau, sonriendo.
—Y yo, como un vicario —replicó el humilde presbítero.
—Sí; pero pronto se alojará usted en el Arzobispado —dijo el bueno de Birotteau, que deseaba que todo el mundo fuese feliz.
—¡Oh! O en el cementerio. ¡Pero cúmplase la voluntad de Dios!
Y Troubert alzó los ojos al cielo con un gesto de resignación.
—Venía —añadió— a rogarle que me preste el libro de Actas de los obispos. Nadie mas que usted tiene en Tours esa obra.
—Cójala de mi biblioteca —respondió Birotteau, a quien la última frase del canónigo había hecho recordar todos los goces de la vida.
El enorme canónigo entró en la biblioteca y allí permaneció mientras el vicario se vestía. Pronto sonó la campanada del desayuno, y el gotoso, pensando que a no ser por la visita de Troubert no habría tenido lumbre al levantarse, se dijo:
—¡Es un buen hombre!
Los dos presbíteros bajaron juntos, armados de sendos intolios, que colocaron sobre una de las consolas del comedor.
—¿Qué es eso? —preguntó con voz agria la señorita Gamard, dirigiéndose a Birotteau—. Supongo que no irá usted a llenarme de libracos el comedor.
—Son libros que necesito —respondió el abate Troubert—. El señor vicario ha tenido la bondad de prestármelos.
—Debí adivinarlo —dijo ella dejando escapar una sonrisa de desdén—. El señor Birotteau no puede leer esos libros tan grandes.
—¿Cómo está usted, señorita? —preguntó Birotteau con voz aflautada.
—No muy bien —respondió ella secamente—. Por culpa de usted me desperté anoche durante el primer sueño, y toda la noche ya he dormido mal.
Y, sentándose, la señorita Gamard añadió:
—Señores, se va a enfriar la leche.
Estupefacto al verse acogido con tal acritud por su patrona, cuando esperaba excusas, pero asustado, como les sucede a las personas tímidas ante la perspectiva de una discusión, sobre todo si son el objeto de ella, el pobre vicario se sentó en silencio. Luego, al advertir en el rostro de la señorita Gamard síntomas de mal humor, permaneció batallando con su razón, que le ordenaba no sufrir las desatenciones de la hospedera, mientras que su carácter le inducía a evitar una querella. Presa de esta angustia interior, Birotteau empezó por examinar seriamente las grandes sombras verdes pintadas en el recio hule que, por costumbre inmemorial, dejaba la señorita Gamard en la mesa durante el desayuno, sin preocuparse de los bordes rozados ni de las numerosas cicatrices de semejante cobertura. Los dos huéspedes estaban frente a frente, sentados en sillones de mimbre, a los extremos de la mesa, cuya cabecera ocupaba la patrona, que lo dominaba todo desde su silla, provista de almohadones y adosada a la estufa del comedor. Esta pieza y el salón común estaban situados en el piso bajo, debajo del dormitorio y el salón del abate Birotteau. Cuando el vicario hubo recibido de manos de la señorita Gamard la taza de café azucarado, sintió que le helaba el profundo silencio en que iba a realizar el acto, habitualmente tan alegre, de su desayuno. No atreviéndose a mirar ni la árida cara de Troubert, ni el rostro amenazador de la solterona, se volvió, por aparentar serenidad, al obeso doguillo que, echado en un almohadón junto a la estufa, nunca se movía porque siempre encontraba a su izquierda un platillo lleno de golosinas y a su derecha un tazón de agua clara.
—¡Qué, pequeño! —le dijo—. ¿Esperas tú café?
Este personaje, uno de los más importantes de la casa, pero poco molesto cuando dejaba de ladrar y cedía la palabra a su dueña, alzó hacia Birotteau los ojuelos, perdidos bajo los pliegues de su careta de grasa, y en seguida los cerró a lo cazurro. Para comprender el sufrimiento del pobre vicario es necesario decir que, dotado de una locuacidad vacua y sonora como el sonido que haría un globo si se le golpeara, pretendía, sin haber jamás podido dar a los médicos la razón de su creencia, que las palabras favorecen la digestión. La señorita Gamard, que compartía esta doctrina higiénica, nunca había dejado de hablar durante la comida, a pesar de su enfado; pero desde hacía varias mañanas el vicario venía empleando en balde su inteligencia en hacerle preguntas insidiosas a fin de desatar la lengua. Si los límites estrechos en que se encierra esta historia hubiesen permitido reproducir una sola de aquellas conversaciones, que casi siempre provocaban la sonrisa amarga y sardónica del abate Troubert, con ella habríamos ofrecido una acabada pintura de la vida beocia de los provincianos. Algunas personas de ingenio conocerían, no sin placer acaso, los extraños desenvolvimientos que el abate Birotteau y la señorita Gamard daban a sus opiniones personales sobre política, religión y literatura. No faltarían cosas cómicas que exponer: ya las razones que ambos tenían para dudar seriamente, en 1826, de la muerte de Napoleón, ya las conjeturas que les hacían creer en la existencia de Luis XVII, salvado en el hueco de un leño enorme. ¿Quién no habría reído oyéndoles establecer, con razones evidentemente suyas, que el rey de Francia disponía él solo de todos los impuestos, que las Cámaras se habían reunido para destruir el clero, que habían muerto más de trescientas mil personas en el cadalso durante la Revolución? Después hablaban de la Prensa sin conocer el nombre de los periódicos, sin tener la menor idea de lo que era este moderno instrumento. Por último, Birotteau escuchaba atentamente a la señorita Gamard cuando ella decía que un hombre alimentado con un huevo cada mañana debía morir infaliblemente al fin del año, y que eso ya se había visto; que comiendo durante varios días un panecillo tierno, sin beber, se curaba la ciática; que todos los obreros que habían trabajado en la demolición de la abadía de San Martín murieron en el espacio de seis meses; que cierto prefecto había hecho todo lo posible, bajo Bonaparte, por derribar las torres de Saint-Gatien; y otros mil cuentos absurdos.