—¿Y luego?
La pluma del joven agente rayaba el cuaderno al anotar todo lo que decía Laurel. Era un sonido fuerte y Laurel tenía calor; el salón se había caldeado, sin duda. Se preguntó por qué papá no abría una ventana.
—¿Y luego?
Laurel tragó saliva. Tenía la boca seca.
—Luego mi madre bajó el cuchillo.
Salvo por esa pluma presurosa, en el salón reinó el silencio. Laurel lo vio todo con claridad en su mente: el hombre, ese hombre horrible de rostro lúgubre y manos enormes, agarraba a mamá, con la intención de herir al bebé a continuación…
—¿Y el hombre cayó al suelo de inmediato?
La pluma dejó de rasgar. Junto a la ventana, el joven policía la estaba mirando por encima del cuaderno.
—¿El hombre cayó al suelo enseguida?
—Eso creo. —Laurel asintió vacilante.
—¿Eso crees?
—No recuerdo nada más. Ahí fue cuando me desmayé, supongo. Me desperté en la casa del árbol.
—¿Cuándo?
—Ahora mismo. Y después he venido aquí.
El policía de más edad inspiró despacio, no del todo silenciosamente, y, a continuación, expulsó el aire.
—¿Recuerdas algo más que debamos saber? ¿Algo que hayas visto u oído? —Se pasó la mano por la calva. Sus ojos eran de un azul muy claro, casi gris—. Tómate tu tiempo: hasta el detalle más pequeño podría ser importante.
¿Se había olvidado de algo? ¿Había visto u oído algo más? Laurel lo pensó bien antes de responder. Creía que no. No, estaba segura de que eso era todo.
—¿Nada de nada?
Dijo que no. Papá tenía las manos en los bolsillos y sus ojos bullían bajo las cejas.
Los dos policías intercambiaron una mirada, el más maduro inclinó la cabeza ligeramente y el más joven cerró el cuaderno.
El interrogatorio había terminado.
Más tarde, Laurel, sentada sobre la repisa de la ventana de su dormitorio, se mordía las uñas y miraba a los tres hombres junto a la puerta. No hablaban mucho, pero a veces el policía de más edad decía algo y papá respondía, señalando diversos objetos en el horizonte que se oscurecía. Podría haber sido una conversación sobre métodos de cultivo, o el calor estival, o los usos tradicionales de las tierras de Suffolk, pero Laurel dudó que tratasen alguno de esos temas.
Una furgoneta avanzó por el camino y el policía más joven fue a su encuentro, dando zancadas sobre la hierba y señalando con gestos hacia la casa. Laurel vio a un hombre surgir del asiento del conductor y una camilla salió por la parte de atrás; la sábana (no tan blanca, según veía ahora, con manchas de un rojo que era casi negro) ondeó al recorrer el jardín. Subieron la camilla y la furgoneta se alejó. Los policías se marcharon y papá entró en casa. La puerta se cerró: lo oyó a través del suelo. Unas botas salieron despedidas (una, dos) y, a continuación, oyó los pasos de unos pies descalzos en la sala de estar que se acercaban a su madre.
Laurel corrió las cortinas y dio la espalda a la ventana. Los policías se habían ido. Había dicho la verdad; había descrito con exactitud sus recuerdos, todo lo ocurrido. Entonces, ¿por qué se sentía así? Rara, insegura.
Se acostó en su cama, con las manos, como si rezase, entre las rodillas, acurrucada. Cerró los ojos, pero los abrió de nuevo para dejar de ver ese destello plateado, la sábana blanca, la cara de su madre cuando el hombre dijo su nombre…
Laurel se puso en tensión. El hombre había dicho el nombre de mamá.
No se lo había contado a la policía. Le habían preguntado si recordaba algo más, algo que hubiese visto u oído, y les había respondido que no, que nada. Pero había algo, hubo algo.
Se abrió la puerta y Laurel se incorporó rápidamente, casi temiendo que el agente hubiera vuelto para leerle la cartilla. Pero era solo su padre, que había venido a decirle que iba a buscar a sus hermanas a la casa de los vecinos. Habían acostado al bebé y su madre estaba descansando. Vaciló en la puerta, dando golpecitos contra la jamba. Cuando habló de nuevo, su voz sonó ronca:
—Ha sido una conmoción lo ocurrido esta tarde, una conmoción espantosa.
Laurel se mordió el labio. Muy dentro de ella, un sollozo amenazó con salir a la superficie.
—Tu madre es una mujer valiente.
Laurel asintió.
—Es una superviviente, y tú también lo eres. Estuviste bien con esos policías.
Laurel balbuceó. En los ojos le ardían lágrimas frescas:
—Gracias, papá.
—La policía dice que es probable que se trate del hombre de los periódicos, el que ha estado causando problemas junto al arroyo. La descripción coincide, y nadie más habría venido a molestar a tu madre.
Era lo que ella había pensado. Cuando lo vio por primera vez, ¿no se había preguntado si no sería el mismo del que hablaban los periódicos? Laurel de repente se sintió más ligera.
—Escucha bien, Lol. —Su padre se llevó las manos a los bolsillos. Las sacudió un momento antes de continuar—. Tu madre y yo hemos hablado y creemos que es buena idea no contar lo que pasó a los más pequeños. No hay necesidad, y pedirles que comprendan algo así es demasiado. Si hubiera dependido de mí, tú habrías estado a cientos de kilómetros de distancia, pero no fue así y eso no se puede cambiar.
—Lo siento.
—No tienes que pedir perdón. No es tu culpa. Has ayudado a la policía y también a tu madre, ahora todo se ha acabado. Un hombre malvado ha venido a nuestra casa, pero ya está todo solucionado. Todo va a ir bien.
No era una pregunta, no exactamente, pero sonó como si lo fuese, y Laurel respondió:
—Sí, papá. Todo va a ir bien.
Él sonrió con un solo lado de la boca.
—Eres buena chica, Laurel. Voy a buscar a tus hermanas. Todo esto quedará entre nosotros, ¿vale? Buena chica.
Y así lo hicieron. Se convirtió en el gran evento nunca mencionado de la historia de su familia. Las hermanas no debían saberlo, y Gerry era demasiado pequeño para recordarlo, aunque resultó que se equivocaban al respecto.
Las otras comprendieron, por supuesto, que algo inusual había ocurrido: se las habían llevado sin mayores contemplaciones de la fiesta de cumpleaños y las habían dejado frente al nuevo televisor Decca de un vecino; sus padres permanecieron extrañamente sombríos durante semanas; y un par de policías comenzaron a realizar visitas periódicas que conllevaban puertas cerradas y voces graves y quedas. Sin embargo, todo adquirió sentido cuando papá les habló del pobre vagabundo que había muerto en la pradera durante el cumpleaños de Gerry. Era triste, pero, como les explicó, esas cosas ocurrían a veces.
Laurel, mientras tanto, comenzó a morderse las uñas con entusiasmo. La investigación policial concluyó en cuestión de semanas: la edad del hombre y su aspecto coincidían con las descripciones del acosador del picnic, la policía dijo que no era inusual en estos casos que la violencia fuese en aumento con el tiempo y el testimonio de Laurel dejó claro que su madre había actuado en legítima defensa. Un robo que acabó mal; una madre que se libró por poco; nada que mereciese la pena difundir en la prensa. Por fortuna, en aquellos tiempos la discreción era la norma y un acuerdo entre caballeros podía llevar un titular a la página tres. Cayó el telón, la representación terminó.
Y aun así… Si bien la vida de su familia había regresado a la programación habitual, la de Laurel permanecía estática. La sensación de estar separada de los demás se fue agravando y se volvió inexplicablemente inquietante. El suceso se repetía en su mente sin pausa y, debido a su papel en la investigación policial y a lo que había dicho —peor aún, lo que no había contado—, el pánico a veces era tan intenso que apenas podía respirar. Fuese a donde fuese en Greenacres (dentro de la casa o en el jardín), se sentía atrapada por lo que había visto y hecho. Los recuerdos la cercaban por todas partes; eran ineludibles; lo peor era que el suceso que les daba vida era totalmente inexplicable.
Cuando se presentó a la prueba de la Escuela de Arte Dramático y logró una plaza, Laurel hizo caso omiso a sus padres, quienes le rogaron que se quedase en casa, esperase un año y acabase los estudios, que pensase en sus hermanas y el hermanito, que la adoraba más que a nadie. En vez de ello, hizo el equipaje, tan escaso como le fue posible, y dejó a todos atrás. Su vida cambió de dirección al instante, de la misma manera que una veleta gira en círculos durante una tormenta inesperada.
Laurel se acabó el vino y observó un par de grajos volando bajo sobre la pradera de papá. Alguien había accionado el gigante interruptor de luces y el mundo se iba sumergiendo en la oscuridad. Todas las actrices tienen sus palabras favoritas, y «carencia»… figuraba entre las de Laurel. Era un placer pronunciarla, esa sensación de caída melancólica y ese tono desvalido inherentes al sonido de la palabra, aun siendo tan similar a cadencia, de la cual adquiría su musicalidad.
Era esa hora del día que asociaba sobre todo con la infancia, con su vida antes de ir a Londres: el regreso de su padre a casa después de haber trabajado todo el día en la granja, su madre secando a Gerry con una toalla junto a la estufa, sus hermanas riéndose mientras Iris exhibía su repertorio de imitaciones (qué ironía que Iris acabase convertida en la figura más imitable de la infancia: la directora del colegio), ese instante de transición en que se encendían las luces de casa y todo olía a jabón, y la cena ya estaba servida en la gran mesa de roble. Incluso ahora, Laurel percibía de manera inconsciente el giro natural del día. Era lo más cerca que había estado de sentir nostalgia de casa en su propio hogar.
Algo se movió en la pradera, en el sendero que su padre solía recorrer cada día, y Laurel se puso rígida; pero era tan solo un coche, un coche blanco (ahora lo veía mejor) que giró en el camino. Se puso en pie, sacudiendo las últimas gotas de la copa. Hacía frío y Laurel se abrazó a sí misma. Caminó lentamente hacia la puerta. La conductora encendió y apagó los faros con una energía que solo podía proceder de Daphne y Laurel alzó una mano para saludar.
Laurel dedicó gran parte de la cena a observar la cara de su hermana pequeña. Se había hecho algo, y lo había hecho bien, y el resultado era fascinante. «Una magnífica crema hidratante nueva», respondería Daphne si le preguntasen y, como Laurel no deseaba oír mentiras, se abstuvo de curiosear. En vez de ello, asintió mientras Daphne jugueteaba con sus rizos rubios y las cautivaba con historias del programa
Desayunos en L. A
., donde era la mujer del tiempo y coqueteaba con un presentador llamado Chip. Las pausas en ese monólogo de parlanchina eran escasas y, cuando al fin tuvieron ocasión, Rose y Laurel la aprovecharon al unísono.
—Tú primero —dijo Laurel, que inclinó su copa de vino (vacía una vez más, según comprobó) hacia su hermana.
—Solo iba a decir que quizás deberíamos hablar un poco sobre la fiesta de mamá.
—Estoy de acuerdo —dijo Iris.
—Tengo algunas ideas —dijo Daphne.
—Claro que sí.
—Cómo no.
—Nosotras…
—Yo…
—¿Qué estabas pensando, Rosie? —dijo Laurel.
—Bueno —Rose, quien siempre pasaba apuros bajo la presión de sus hermanas, comenzó con una tos—, tendrá que ser en el hospital, una pena, pero pensaba que podríamos intentar que fuese especial para ella. Ya sabéis cómo se siente con los cumpleaños.
—Justo lo que iba a decir —indicó Daphne, que contuvo un pequeño hipo tras las uñas rosadas—. Y, al fin y al cabo, va a ser el último.
Se hizo el silencio entre las mujeres, con la grosera excepción del reloj suizo, hasta que Iris lo rompió con un sollozo.
—Eres una… insensible —dijo, acariciando las puntas de su melena cana—. Desde que te mudaste a Estados Unidos.
—Solo quería decir…
—Creo que todas sabemos lo que querías decir.
—Pero es la verdad.
—Precisamente por eso no hacía falta que lo dijeses.
Laurel observó a sus hermanas. Iris tenía el gesto torcido, Daphne parpadeaba con sus afligidos ojos azules, Rose retorcía su trenza con tal angustia que amenazaba con partirla. Si entrecerraba los ojos, podría verlas de niñas. Suspiró ante la copa.
—Tal vez podríamos llevar algunas de las cosas favoritas de mamá —dijo—. Poner unos discos de la colección de papá. ¿En algo así pensabas, Rosie?
—Sí —dijo Rose, con una gratitud enervante—. Sí, eso sería perfecto. Pensaba que incluso podríamos contar alguna historia de las que solía inventar para nosotras.
—Como la de la puerta al fondo del jardín que daba al país de las hadas.
—Y los huevos de dragón que encontraba en el bosque.
—Y esa vez que se escapó para unirse al circo.
—¿Os acordáis —dijo Iris de repente— del circo que tuvimos aquí?
—Mi circo —dijo Daphne, quien sonrió detrás de su copa de vino.
—Bueno, sí —intervino Iris—, pero solo porque…
—Porque tuve un sarampión horrible y me perdí el circo de verdad cuando vino al pueblo. —Daphne se rio con placer al recordarlo—. Mamá pidió a papá que montase una tienda al final del prado, ¿recordáis?, y vosotras fuisteis los payasos. Laurel era el león, y mamá la equilibrista.
—No se le daba nada mal —dijo Iris—. Casi no se cayó de la cuerda floja. Seguro que practicó durante semanas.
—O a lo mejor era verdad que había estado en el circo —dijo Rose—. De mamá casi me lo creo.
Daphne suspiró satisfecha.
—¿A que tuvimos mucha suerte de tener una madre como la nuestra? Tan juguetona, casi como si no hubiese crecido de verdad; no como todas esas otras madres tan aburridas. Yo presumía de ella cuando venían a casa mis amigas de la escuela.
—¿Tú? ¿Presumías? —Iris fingió sorpresa—. Vaya, eso no parece…
—En cuanto a la fiesta de mamá… —Rose movió una mano, deseosa de evitar otra disputa—, he pensado que podría hacer una tarta Victoria, su favo…
—¿Os acordáis —dijo Daphne con un entusiasmo repentino— de ese cuchillo, el de la cinta…?
—La cinta roja —dijo Iris.
—… Y el mango de hueso. Insistía en usarlo, en todos los cumpleaños.
—Decía que era mágico, que concedía deseos.
—¿Sabéis? Yo me lo creí un montón de tiempo. —Daphne apoyó el mentón en la mano con un bonito suspiro—. Me pregunto qué fue de ese cuchillo tan viejo y raro.
—Desapareció —dijo Iris—. Ahora lo recuerdo. Un año no lo vi y, cuando le pregunté, mamá me dijo que lo había perdido.