—Seguro que era importante para ella —dijo Rose—. No se hallaba en la estantería junto a los otros libros; estaba en su baúl. Lo había guardado ahí todos estos años.
—¿Has mirado en su baúl? —Su madre tenía ideas muy fijas acerca del respeto a la intimidad.
Rose se sonrojó.
—No me mires así, Lol; ni que hubiese abierto el candado con una lima. Me pidió que le llevase el libro hace un par de meses, justo antes de ir al hospital.
—¿Te dio la llave?
—A regañadientes, y solo cuando la pillé intentando subir por la escalera ella misma.
—No me digas.
—Sí te digo.
—Es incorregible.
—Es como tú, Lol.
Rose hablaba con amabilidad, pero sus palabras estremecieron a Laurel. Un recuerdo la asaltó: esa noche que dijo a sus padres que se iba a Londres a estudiar a la Escuela de Arte Dramático. Se mostraron conmocionados y descontentos, dolidos al saber que había ido a sus espaldas a las pruebas de admisión, inflexibles respecto a que era demasiado joven para irse de casa, preocupados por que no acabase sus estudios. Se sentaron con ella en la mesa de la cocina y hablaron por turnos para exponer sus argumentos razonables con voces exageradamente sosegadas. Laurel intentó parecer aburrida hasta que al fin acabaron.
—De todas formas, voy a ir —dijo con la vehemencia malhumorada propia de una adolescente confusa y resentida—. Nada de lo que digáis me va a hacer cambiar de opinión. Es lo que quiero.
—Eres demasiado joven para saber lo que quieres en realidad —dijo su madre—. Las personas cambian, maduran, toman decisiones mejores. Te conozco, Laurel…
—No me conoces.
—Sé que eres una cabezota. Sé que eres testaruda y estás decidida a ser diferente, que estás llena de sueños, como yo a tu edad…
—No me parezco a ti en nada —respondió Laurel, y sus palabras rasgaron como un cuchillo la ya tambaleante compostura de su madre—. Yo nunca haría las cosas que tú haces.
—¡Ya basta! —Stephen Nicolson pasó un brazo alrededor de su esposa. Con un gesto indicó a Laurel que se fuese a la cama, pero le advirtió que la conversación no había terminado ni mucho menos.
Furiosa, Laurel dejó pasar las horas tumbada en la cama; no sabía dónde estaban sus hermanas, pero las habían llevado a algún lugar para ponerla en cuarentena. No recordaba haber discutido antes con sus padres y se sentía, al mismo tiempo, eufórica y abatida. No le parecía posible que la vida volviese a ser como antes.
Aún estaba ahí, acostada en la oscuridad, cuando se abrió la puerta y alguien caminó en silencio hacia ella. Laurel sintió que el borde de la cama se hundía cuando esa persona se sentó y entonces oyó la voz de su madre. Había estado llorando, comprendió Laurel, e intuir, saber que ella era la causa, la llevó a rodearla con los brazos con la intención de no soltarla nunca.
—Lamento que hayamos discutido —dijo Dorothy, cuyo rostro bañaba la luz de la luna—. Es extraño cómo cambian las cosas. Nunca pensé que alguna vez discutiría con mi hija. Yo solía meterme en líos cuando era joven… Siempre me sentí diferente a mis padres. Los quería, por supuesto, pero creo que no sabían muy bien qué hacer conmigo. Pensaba que yo lo sabía todo y no escuchaba ni una palabra de lo que me decían.
Laurel sonrió levemente, sin saber qué depararía la conversación, pero aliviada porque sus entrañas no se agitaban como lava ardiente.
—Nos parecemos tú y yo —continuó su madre—. Supongo que por eso me da tanto miedo que cometas los mismos errores que yo.
—Pero yo no estoy cometiendo un error. —Laurel se sentó erguida, apoyada en las almohadas—. ¿Es que no lo ves? Yo quiero ser actriz: una escuela de interpretación es el lugar perfecto para mí.
—Laurel…
—Imagina que tienes diecisiete años, mamá, y tienes toda la vida por delante. ¿Se te ocurre un lugar donde ibas a estar mejor que en Londres? —Fue un error decirlo: Dorothy nunca había mostrado el menor interés en ir a Londres.
Se hizo un silencio y fuera un mirlo llamó a sus amigos.
—No —dijo Dorothy al fin, con delicadeza, un poco triste, mientras acariciaba las puntas del pelo de Laurel—. No, supongo que no.
A Laurel le sorprendía ahora haber estado entonces tan absorta en sí misma que ni siquiera se había preguntado cómo había sido su madre a los diecisiete años, qué deseaba y cuáles eran esos errores que tanto temía que su hija repitiese.
Laurel alzó el libro que le había dado Rose y dijo, con una voz más trémula de lo que le habría gustado:
—Qué extraño ver algo de ella de antes.
—¿De antes de qué?
—De antes de nosotras. Antes de esta casa. Antes de que fuese nuestra madre. Imagínate, cuando le regalaron este libro, cuando se hizo esta fotografía junto a Vivien, ella no tenía ni idea de que nosotras estábamos en algún lugar a la espera de existir.
—No me extraña que salga tan feliz en la foto.
Laurel no se rio.
—¿Alguna vez has pensado en ella, Rose?
—¿En mamá? Claro…
—No en mamá, me refiero a esta joven. Era una persona diferente por aquel entonces, con una vida de la que no sabemos nada. ¿Alguna vez te has preguntado qué quería, qué pensaba de las cosas… —Laurel miró a su hermana— o qué secretos guardaba? —Rose sonrió dubitativa y Laurel negó con la cabeza—. No me hagas caso. Estoy un poco sensiblera esta noche. Es por volver aquí, supongo. A este viejo cuarto. —Se forzó a hablar con una dicha que no sentía—: ¿Recuerdas cómo roncaba Iris?
Rose se rio.
—Más que papá, ¿a que sí? Me pregunto si sigue igual.
—Supongo que pronto lo sabremos. ¿Ya te vas a la cama?
—He pensado que debería tomar un baño antes de que ellas acaben y Daphne acapare el espejo. —Bajó la voz y se levantó la piel del párpado—. ¿Se ha hecho…?
—Eso parece.
Rose puso una cara que significaba «qué rara es la gente» y cerró la puerta al salir.
La sonrisa de Laurel desapareció mientras los pasos de su hermana se alejaban por el pasillo. Se volvió a mirar el cielo nocturno. La puerta del baño se cerró y las tuberías comenzaron a sisear en la pared detrás de ella.
—Hace cincuenta años —dijo Laurel a unas estrellas distantes—, mi madre mató a un hombre. Ella aseguró que fue en defensa propia, pero yo lo vi. Ella alzó el cuchillo y lo bajó y el hombre cayó al suelo de espaldas, donde la hierba estaba aplastada y florecían las violetas. Ella lo conocía, tenía miedo y no tengo ni idea de por qué.
De repente, Laurel pensó que cada ausencia de su vida, cada pérdida y tristeza, cada pesadilla en la oscuridad, cada melancolía inexplicable adoptaba la forma tenebrosa de esa pregunta sin respuesta que la acompañaba desde que tenía dieciséis años: el secreto nunca mencionado de su madre.
—¿Quién eres, Dorothy? —preguntó entre dientes—. ¿Quién eras antes de ser nuestra madre?
El tren Coventry-Londres, 1938
Dorothy Smitham tenía diecisiete años cuando supo a ciencia cierta que la habían robado cuando era bebé. Era la única explicación posible. Descubrió la verdad, clara como el agua, una mañana de un sábado a las once, al observar a su padre girar el lápiz entre los dedos, pasarse la lengua lentamente por el labio inferior y, a continuación, anotar en su pequeño libro de contabilidad negro la cantidad exacta que había pagado al taxista por llevar a la familia (3 chelines y 5 peniques) y el equipaje (otros 3 peniques) a la estación. Esa lista lo mantendría ocupado la mayor parte de su estancia en Bournemouth y, al regresar a Coventry, dedicaría una noche gozosa, en la que todos ellos ejercerían de testigos reacios, a analizar su contenido. Crearía tablas, establecería comparaciones con los resultados del año pasado (y los de la década anterior, si tenían suerte), contraerían compromisos para hacerlo mejor la próxima vez, antes de volver, restaurado por el descanso anual, a su asiento de contable en H. G. Walker Ltd., fabricantes de bicicletas, a trabajar muy en serio un año más.
La madre de Dolly iba sentada en un rincón del vagón, hurgándose la nariz con un pañuelo de algodón. Era un toqueteo furtivo, el pañuelo oculto casi siempre dentro de la mano, al cual seguía en ocasiones un esquivo vistazo a su marido para asegurarse de que nada lo había molestado y seguía absorto con sombrío regocijo en su librito. Solo Janice Smitham era capaz de resfriarse antes de las vacaciones de verano con tan asombrosa regularidad. Era casi admirable, y Dolly quizás habría aplaudido el compromiso de su madre con la tradición de no ser por los estornudos que lo acompañaban (tan sumisos, tan arrepentidos), por los cuales debía contener las ganas de clavarse el lápiz de su padre en los oídos. Su madre pasaría esas semanas junto al mar como todos los años: esforzándose para que el padre se sintiese el rey de los castillos de arena, agobiada con el corte del bañador de Dolly y preocupada por si Cuthbert hacía amigos entre «chicos bien».
Pobrecito Cuthbert. Había sido un bebé glorioso, lleno de carcajadas y sonrisas que eran todo encías y un llanto casi adorable siempre que Dolly salía del cuarto. Cuanto más crecía, sin embargo, era cada vez más evidente que le esperaba un destino aciago: convertirse en el álter ego del señor Arthur Smitham. Lo cual significaba, por desgracia, que, a pesar del cariño, Dolly y Cuthbert no podían ser de la misma sangre, lo que planteaba una cuestión: ¿quiénes eran sus verdaderos padres y cómo había acabado con estos desgraciados?
¿Serían artistas circenses? ¿Una espectacular pareja de equilibristas? Era una posibilidad; se miró las piernas, relativamente largas y esbeltas. Siempre se le habían dado bien los deportes: el señor Anthony, el profesor de Educación Física, la escogía todos los años para el primer equipo de hockey; y, cuando ella y Caitlin apartaron la alfombra del salón de la madre de Caitlin y pusieron un disco de Louis Armstrong en el gramófono, Dolly sabía que no eran imaginaciones suyas que fuese la mejor bailarina. Ahí estaba (Dolly cruzó las piernas y se alisó la falda): elegancia natural, la prueba definitiva.
—¿Puedo comprar un caramelo en la estación, padre?
—¿Un caramelo?
—En la estación. En esa pequeña pastelería.
—No lo sé, Cuthbert.
—Pero, padre…
—Hay que pensar en las cuentas.
—Pero, madre, usted dijo…
—Vamos, vamos, Cuthbert. Tu padre es el que sabe.
Dolly centró la atención en los prados que pasaban a toda velocidad. Artistas circenses, tenía que ser eso. Destellos de luz y lentejuelas y madrugadas bajo la carpa, ya vacía pero aún impregnada de la admiración colectiva de un público entregado.
Glamour
, diversión, romances; sí, eso sería.
Esos fascinantes orígenes explicarían también las feroces advertencias de sus padres cada vez que Dolly estaba a punto de «llamar la atención». «La gente se va a quedar mirando, Dorothy —siseaba la madre si el dobladillo estaba demasiado alto, su carcajada era demasiado sonora o el pintalabios demasiado rojo—. Vas a conseguir que se queden mirando. Ya sabes qué piensa tu padre al respecto». Y, efectivamente, Dolly lo sabía. Como a su padre le gustaba recordar, la sangre se hereda y el vicio se pega, razón por la cual vivía con miedo de que la bohemia, al igual que fruta podrida, echase a perder el decoro que él y su madre habían alzado con tanto esmero en torno a su hija robada.
Dolly sacó un caramelo de menta del bolsillo, se lo metió en la boca y apoyó la cabeza contra la ventana. Cómo habrían llevado a cabo el robo era un asunto de lo más desconcertante. Por muchas vueltas que le diese, Arthur y Janice Smitham no tenían pinta de ladrones. Imaginarlos avanzando sigilosamente hacia un cochecito desatendido y arrebatar un bebé dormido era, sin duda, complicado. Las personas que robaban, ya fuese por necesidad o por codicia, deseaban el objeto apasionadamente. Arthur Smitham, por el contrario, era partidario de arrancar la palabra «pasión» del diccionario, por no hablar del alma de sus compatriotas, y, ya puestos, desterraría también el verbo «desear». ¿Una excursión al circo? Vaya, vaya, eso olía a diversión innecesaria.
Lo más probable (el caramelo se partió en dos) era que hubiesen descubierto a Dolly ante la puerta de casa y fuese el deber, más que el deseo, lo que la condujo a la familia Smitham.
Se recostó en el asiento del vagón y cerró los ojos; lo podía ver con claridad. El embarazo secreto, la amenaza del dueño, el tren del circo en Coventry. Por un tiempo la joven pareja lucha con valor por sus propios medios, criando a la niña con una dieta de amor y esperanza; pero, por desgracia, sin trabajo (al fin y al cabo, no hay tanta demanda de equilibristas) y sin dinero para comprar comida, la desesperación los atenaza. Una noche, al pasar por el centro de la ciudad, con el bebé ya demasiado débil para llorar, una casa les llama la atención. Una escalera más limpia y reluciente que el resto, una luz en el interior y el aroma sabroso del asado de Janice Smitham (sin duda, una delicia) que se escapaba bajo la puerta. Supieron qué tenían que hacer…
—Pero no puedo esperar. ¡No puedo!
Dolly abrió un ojo lo suficiente como para observar a su hermano saltando de una pierna a otra en medio del vagón.
—Venga, Cuthbert, ya casi hemos llegado…
—Pero ¡tengo que ir al baño ya!
Dolly cerró los ojos de nuevo, más fuerte que antes. Era cierto, no la historia de esa pareja joven y trágica, en realidad no se la creía, sino la parte acerca de ser especial. Dolly siempre se había sentido diferente, como si estuviese más viva que otras personas, y el mundo, la suerte o el destino, fuese lo que fuese, tuviese grandes planes para ella. Ahora, además, tenía una prueba, una prueba científica. El padre de Caitlin, que era médico y seguro que entendía de estas cosas, lo había dicho, mientras jugaban al Blotto en el salón: había levantado una tras otra unas cartas con manchas de tinta y a su vez Dolly había dicho lo primero que se le ocurría. «Formidable», masculló tras su pipa cuando iban por la mitad; y «fascinante», con un ligero movimiento de la cabeza; luego, «vaya, yo nunca…», y una risilla con la que estaba demasiado guapo para ser el padre de una amiga. Solo la mirada fulminante de Caitlin le impidió seguirlo a su estudio cuando el doctor Rufus declaró que sus respuestas eran excepcionales y sugirió hacer (no, insistió en hacer) nuevas pruebas.
Excepcionales. Dolly llevó la palabra a los confines de su mente. Excepcionales. No era uno de ellos, de esos vulgares Smitham, y, desde luego, no se iba a convertir en uno. Su vida iba a ser radiante y maravillosa. Iba a salir bailando de ese comportamiento «decoroso» con el cual su madre y su padre deseaban atraparla. Tal vez incluso se escapara a un circo a probar suerte bajo la gran carpa.