El cuerpo del delito (43 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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—Si es usted tan amable de firmar, señora.

Me entregó la tablilla sujetapapeles mientras unas voces resonaban tumultuosamente en mi mente.

«Tardaron en venir desde el aeropuerto porque las líneas aéreas habían perdido el equipaje del señor Harper.»

«¿Tienes el cabello rubio natural, Kay, o te lo decoloras?»

«Fue después de que el chico entregara el equipaje...»

«Todos han desaparecido ahora.»

«El año pasado recibimos una fibra idéntica a esta anaranjada cuando a Roy le pidieron que examinara unos restos recuperados en un Boeing siete cuarenta y siete...»

«¡Fue después de que el chico entregara el equipaje!»

Lentamente tomé el bolígrafo y la tablilla sujetapapeles que me ofrecía una mano enfundada en un guante de cuero marrón.

Con una voz que apenas reconocí, dije:

—¿Sería usted tan amable de abrir la maleta? No puedo firmar nada hasta que me haya cerciorado de que no falta ninguno de mis efectos personales.

Por un instante, el pálido rostro pareció desconcertarse. Abrió levemente los ojos con expresión de asombro mientras los bajaba para contemplar la maleta. Le ataqué con tal rapidez que no tuvo tiempo de levantar las manos para esquivar el golpe. El canto de la tablilla le alcanzó en la garganta, tras lo cual yo me volví y pegué un salto de animal salvaje.

Cuando llegué al comedor, oí sus pisadas persiguiéndome. Sentí los fuertes latidos de mi corazón contra las costillas mientras corría a la cocina, donde estuve a punto de resbalar sobre el suave linóleo en el momento de rodear el tajo de carnicero y arrancar el extintor de incendios que había en la pared junto al frigorífico. En cuanto entró en la cocina, le arrojé a la cara una asfixiante tormenta de espuma seca. Un cuchillo de larga hoja cayó ruidosamente al suelo mientras él se acercaba ambas manos al rostro jadeando afanosamente. Tomando una sartén de hierro fundido, la blandí cual si fuera una raqueta de tenis y le golpeé el vientre con todas mis fuerzas. Sin poder respirar, el joven dobló el tronco y yo le volví a golpear, esta vez en la cabeza. Me falló un poco la puntería. Oí un crujido de cartílagos bajo el plano fondo de hierro. Comprendí que le había roto la nariz y probablemente varios dientes. Pero ello no bastó para dejarle fuera de combate. Cayendo de rodillas, tosiendo y parcialmente cegado por la espuma del extintor, me agarró los tobillos con una mano mientras con la otra buscaba a tientas el cuchillo. Descargándole un nuevo golpe con la sartén, aparté el cuchillo de un puntapié y huí de la cocina golpeándome la cadera contra el afilado canto de la mesa y el hombro contra el marco de la puerta.

Desorientada y entre sollozos, conseguí sacar el Ruger de la maleta y colocar dos cartuchos en el tambor. Para entonces ya casi le tenía encima. Oía el rumor de la lluvia y su afanosa respiración. El cuchillo se encontraba a escasos centímetros de mi garganta cuando, al apretar por tercera vez el gatillo, conseguí finalmente que el percusor tocara el fulminante. En medio de una ensordecedora explosión de llamas y gas, un Silvertip le desgarró el vientre arrojándolo hacia atrás y provocando su caída al suelo. Trató de incorporarse mientras me miraba con los ojos empañados desde la ensangrentada masa de su rostro. Intentó decir algo al tiempo que se esforzaba por levantar el cuchillo. Me silbaban los oídos. Sujetando el arma con trémulas manos, le alojé una segunda bala en el pecho. El acre olor de la pólvora se mezclaba con el dulzón olor de la sangre cuando vi apagarse la luz en los ojos de Frankie Aims.

Después, me vine abajo y empecé a sollozar mientras el viento y la lluvia golpeaban con fuerza mi casa y la sangre de Frankie se iba extendiendo por el reluciente suelo de madera de roble. Temblé y lloré sin poder moverme hasta que el timbre del teléfono sonó por quinta vez.

—Marino —sólo pude decir—. ¡Oh, Dios mío, Marino!

No regresé a mi despacho hasta que sacaron el cuerpo de Frankie Aims del depósito de cadáveres tras haberlo limpiado de sangre sobre la mesa de acero inoxidable, una sangre que bajó por los desagües y se mezcló con las fétidas aguas de las cloacas de la ciudad. No lamentaba haberle matado. Lamentaba que hubiera nacido.

—Por lo que parece —dijo Marino mirándome por encima del deprimente montón de papeles que llenaban la superficie de mi escritorio—, Frankie llegó a Richmond hace un año, en octubre. Por lo menos, tenía un piso alquilado en Redd Street desde entonces. Un par de semanas después encontró trabajo como repartidor de equipajes perdidos. Omega trabaja por cuenta del aeropuerto.

No dije nada mientras mi abrecartas rasgaba otro sobre destinado a la papelera.

—Los tipos que trabajan en Omega utilizan su propio automóvil. En el mes de enero pasado Frankie tropezó con un problema. Se rompió la correa de transmisión de su Mercury Lynx del ochenta y uno y no tenía dinero para pagar la reparación. Sin automóvil, no podía trabajar. Fue entonces cuando yo creo que le debió de pedir un favor a Al Hunt.

—¿Habían mantenido contacto los dos con anterioridad? —pregunté, sintiéndome totalmente exhausta y trastornada y sabiendo que se me notaba en la voz.

—Desde luego —contestó Marino—. A mí no me cabe la menor duda y a Benton tampoco.

—¿En qué basan sus suposiciones?

—Para empezar —contestó Marino—, resulta que Frankie vivía hace un año y medio en Butler, Pennsylvania. Hemos repasado las facturas telefónicas del padre de Al Hunt de los últimos cinco años... porque lo guarda todo por si tuvieran que hacerle una auditoría, ¿sabe? Durante el tiempo que Frankie vivió en Pennsylvania, los Hunt recibieron cinco llamadas con cobro revertido desde Butler. El año anterior, habían recibido llamadas con cobro revertido desde Dover, Delaware, y el otro año hubo aproximadamente media docena desde Hagerstown, Maryland.

—¿Las llamadas eran de Frankie? —pregunté.

—Aún lo estamos investigando, pero yo sospecho que Frankie llamaba a Al Hunt de vez en cuando y probablemente le contó lo que había hecho a su madre. Por eso Al sabía tantas cosas cuando habló con usted. No es que leyera el pensamiento de la gente ni nada de eso. Contó lo que había averiguado a través de sus conversaciones con su compañero de manicomio. Cuanto más enloquecía Frankie, tanto más se aproximaba a Richmond. De pronto, hace un año, aparece en nuestra encantadora ciudad. El resto ya es historia.

—¿Y qué me dice usted del túnel de lavado de Hunt? pregunté—. ¿Frankie lo visitaba a menudo?

—Según un par de tipos que trabajan allí —contestó Marino—, alguien cuyo aspecto coincide con la descripción de Frankie iba por allí de vez en cuando, al parecer desde el pasado mes de enero. La primera semana de febrero, basándonos en las facturas que hemos encontrado en su casa, hizo revisar el motor de su Mercury por quinientos dólares, que probablemente le proporcionó Al Hunt.

—¿Sabe si Frankie se encontraba por casualidad en el túnel de lavado el día en que Beryl llevó su automóvil allí?

—Supongo que sí. Mire, la debió de ver por primera vez cuando entregó las maletas de Harper en casa de los McTigue en enero pasado. Después, la debió de volver a ver un par de semanas más tarde, cuando estaba en el túnel de lavado para pedirle un préstamo a su amigo. Eso le debió de parecer algo así como un mensaje. Puede que la viera de nuevo en el aeropuerto... puesto que entraba y salía constantemente de allí recogiendo maletas extraviadas y haciendo yo qué sé otras cosas. A lo mejor, la vio por tercera vez cuando ella estaba en el aeropuerto a punto de tomar un avión para Baltimore, donde se iba a reunir con la señorita Harper.

—¿Cree que Frankie le comentó también a Hunt algo sobre Beryl?

—Cualquiera sabe. Pero no me sorprendería que lo hubiera hecho. Eso explicaría sin duda por qué se ahorcó Hunt. Seguramente vio venir lo que su amigo le hizo a Beryl. Después, cuando mataron a Harper, se debió de sentir tremendamente culpable.

Me moví dolorosamente en mi asiento mientras revolvía los papeles en busca del sello de la fecha que tenía en la mano hacía justo un momento. Me dolía todo el cuerpo y estaba considerando seriamente la posibilidad de que me hicieran una radiografía del hombro. En cuanto a mi estado de ánimo, no estaba muy segura de que alguien pudiera ayudarme. No me sentía yo misma. No sabía muy bien lo que me pasaba, pero no podía estarme quieta. Me era imposible relajarme.

—En su delirio, Frankie debía de personalizar sus encuentros con Beryl y atribuirles un profundo significado. Ve a Beryl en casa de los McTigue. La ve en el túnel de lavado de automóviles. La ve en el aeropuerto. Eso fue seguramente lo que le indujo a actuar.

—Sí. El esquizofrénico debió de pensar que Dios le hablaba y le decía que tenía una relación especial con aquella bonita rubia.

Justo en aquel momento entró Rose. Tomando la hoja de color de rosa del recado telefónico que ella me ofrecía, la añadí al montón.

—¿De qué color era su automóvil? —pregunté.

El automóvil de Frankie estaba aparcado en mi calzada. Lo había visto cuando llegó la policía y los reflectores iluminaron mi casa por todas partes. Pero no me había fijado en nada. Recordaba muy pocos detalles.

—Azul oscuro.

—¿Y nadie recuerda haber visto un Mercury Lynx azul en el barrio de Beryl?

Marino sacudió la cabeza.

—De noche, con los faros delanteros apagados, el vehículo no debía de llamar demasiado la atención.

—Es verdad.

—Después, cuando fue por Harper, debió de dejar el automóvil en algún lugar apartado de la carretera y debió de hacer el resto del camino a pie —Marino hizo una pausa—. La tapicería del asiento del conductor estaba muy estropeada.

—¿Cómo? —dije, levantando la vista de lo que hacía.

—La había cubierto con una manta que debió de birlar de algún avión.

—¿El origen de la fibra anaranjada? —inquirí.

—Tienen que hacer algunos análisis, pero creemos que sí. La manta es a rayas anaranjado-rojizas y Frankie debió de sentarse encima de ella cuando se dirigió a casa de Beryl. Probablemente eso explica toda esa historia de los terroristas. Algún pasajero debió de usar una manta como la de Frankie durante un vuelo transatlántico. Después, el tipo cambia de aparato y la fibra anaranjada acaba casualmente en el avión que posteriormente secuestraron en Grecia. Y a un pobre marino le queda adherida la fibra en la sangre reseca tras ser asesinado. ¿Tiene usted idea de la cantidad de fibras que se deben de transferir de un avión a otro?

—Imposible saberlo— convine mientras me preguntaba por qué razón yo habría merecido el honor de figurar en todas las listas de publicidad por correo de los Estados Unidos—. Eso explica probablemente por qué razón Frankie llevaba tantas fibras adheridas a su ropa. Trabajaba en la zona de equipajes. Iba de un lado para otro en el aeropuerto y puede ser que incluso subiera a los aparatos. ¿Quién sabe qué hacía o qué restos quedaban adheridos a su ropa?

—Los empleados de Omega llevan unas camisas de uniforme —señaló Marino—. De color tostado. Confeccionadas en Dynel.

—Interesante.

—Usted ya debiera saberlo, doctora —dijo Marino, mirándome fijamente—. Llevaba una de estas camisas cuando usted disparó contra él.

No me acordaba. Sólo recordaba su impermeable oscuro y su rostro ensangrentado y cubierto con la blanca espuma del extintor de incendios.

—Muy bien —dije—. Hasta ahora le sigo, Marino. Pero lo que no entiendo es cómo consiguió averiguar Frankie el número de teléfono de Beryl. No figuraba en la guía. ¿Y cómo se enteró de que ella regresaría de Key West la noche del veintinueve de octubre en que efectivamente Beryl regresó a Richmond? ¿Y cómo demonios se enteró de la fecha de mi regreso?

—Los ordenadores —contestó Marino—. Toda la información sobre los pasajeros, incluyendo los horarios de vuelo, números telefónicos y domicilios particulares, está almacenada en los ordenadores. Suponemos que Frankie jugaba a veces con los ordenadores aprovechando algún momento en que no hubiera nadie en algún mostrador, tal vez por la noche o a primera hora de la mañana. El aeropuerto era como su casa. Cualquiera sabe lo que hacía sin que nadie le prestara la menor atención. Hablaba poco y era un tipo más bien discreto que pasaba inadvertido y se movía con el sigilo de un gato.

—Según el test Standford-Binet —dije aplicando el sello de la fecha a la reseca almohadilla de tinta—, su inteligencia estaba por encima de lo normal.

Marino no dijo nada.

—Su cociente intelectual rondaba el nivel del uno veinte.

—Sí, sí —dijo Marino con cierta impaciencia.

—Era simplemente un comentario.

—Mierda, pero ¿es que usted se toma realmente en serio estos tests?

—Son un buen indicador.

—Pero no son el evangelio.

—No, yo no digo que los tests del cociente intelectual sean el evangelio —convine.

—Me alegro de no conocer el mío.

—Se podría someter a ellos, Marino. Nunca es demasiado tarde.

—Espero que mi cociente intelectual sea más alto que mi puntuación en los bolos. Es lo único que puedo decir.

—No es probable. A menos que sea usted un jugador de bolos muy malo.

—La última vez lo fui.

Me quité las gafas y me froté cuidadosamente los ojos. Temía que el dolor de cabeza no me desapareciera jamás.

—Lo único que Benton y yo podemos suponer es que Frankie obtuvo el número de teléfono de Beryl a través del ordenador y, al cabo de algún tiempo, empezó a controlar sus vuelos. Estoy seguro de que averiguó a través del ordenador que ella había viajado a Miami en julio, cuando huyó tras descubrir el corazón grabado en la portezuela de su automóvil...

—¿Tienen alguna teoría sobre cuándo pudo hacerlo? —pregunté, interrumpiéndole mientras me acercaba un poco más la papelera.

—Cuando volaba a Baltámore, Beryl debía de dejar el automóvil en el aeropuerto, y la última vez que se reunió allí arriba con la señorita Harper fue a principios de julio, menos de una semana antes de que descubriera el corazón grabado en la portezuela —contestó Marino.

—O sea que pudo hacerlo cuando el automóvil estaba aparcado en el aeropuerto.

—Usted, ¿qué piensa?

—Me parece muy posible.

—A mí también.

—Después Beryl huye a Key West —dije sin dejar de examinar mi correspondencia—. Y Frankie sigue consultando los datos del ordenador para averiguar la fecha de la reserva del billete de regreso. De esta manera, supo exactamente cuándo iba a volver.

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