—Sólo puedo decirle lo que me llamó la atención —dijo.
—Se lo ruego —dijo Marino.
—Las dos señoras viajaban por separado. Por regla general, la señorita Harper se registraba en el hotel un día antes que la señorita Madison y con frecuencia no se iban al mismo tiempo.
—¿Qué quiere usted decir con eso de que no se iban al mismo tiempo?
—Quiero decir que, a lo mejor, se marchaban el mismo día, pero no necesariamente a la misma hora y no elegían necesariamente el mismo medio de transporte. No utilizaban el mismo taxi, por ejemplo.
—¿Pero las dos se dirigían a la estación ferroviaria? —inquirí yo.
—Me parece que la señorita Madison se dirigía muchas veces al aeropuerto en limusina —contestó el señor Bland—. Pero creo que la señorita Harper solía viajar en tren.
—¿Cómo se alojaban? —pregunté yo, estudiando la hoja impresa.
—Sí —terció Marino—. Aquí no dice nada de la habitación —añadió, dando unos golpecitos a la hoja con el índice—. ¿La habitación era doble o individual? Usted ya me entiende, ¿una cama o dos camas?
Ruborizándose levemente ante la insinuación, el señor Bland contestó:
—Siempre se alojaban en una habitación con dos camas de cara al mar. Eran invitadas del hotel, investigador Marino, si de veras necesita usted conocer este detalle que, por supuesto, es confidencial.
—Pero, bueno, ¿acaso tengo yo pinta de reportero? —¿Quiere decir que se alojaban gratis en este hotel? —pregunté, confusa. —Sí, señora.
—¿Le importa explicárnoslo? —dijo Marino. —Por deseo de Joseph McTigue —contestó el señor Bland.
—¿Cómo dice? —Me incliné hacia adelante y le miré fijamente.— ¿El contratista de obras de Richmond? ¿Se refiere usted al famoso Joseph McTigue?
—El difunto señor McTigue fue uno de los promotores de buena parte de las obras del puerto. Entre sus propiedades se incluye un considerable paquete de acciones de este hotel —explicó el señor Bland—. Quiso que siempre ofreciéramos el mejor alojamiento posible a la señorita Harper y nosotros seguimos cumpliendo su deseo después de su muerte.
Minutos más tarde, deslicé un billete de dólar hacia la mano del portero y Marino y yo subimos a un taxi.
—¿Le importa decir quién demonios es Joseph McTigue? —preguntó Marino mientras nos adentrábamos en el tráfico—. Tengo la impresión de que lo sabe.
—Visité a su mujer en Richmond. En jardines Chamberlayne. Ya se lo dije. —Qué extraño.
—Sí, a mí también me ha dejado bastante perpleja —convine yo.
—¿Quiere explicarme qué demonios deduce usted de todo eso?
No lo sabía, pero estaba empezando a sospechar algo.
—Me parece todo muy raro —añadió Marino—. Para empezar, este numerito de que la señorita Harper tomara el tren y Beryl viajara en avión a pesar de que ambas se dirigían al mismo sitio.
—No es tan raro —dije yo—. No podían viajar juntas de ninguna de la maneras, Marino. Ni la señora Harper ni Beryl podían correr este riesgo. Oficialmente no mantenían ningún trato, ¿recuerda? Si Cary Harper tenía por costumbre ir a recoger a su hermana a la estación y ambas hubieran viajado juntas, Beryl no hubiera podido desaparecer de repente. —Hice una pausa porque, de pronto, se me había ocurrido otra posibilidad.— Quizá la señorita Harper estaba ayudando a Beryl en la redacción de su libro y le proporcionaba datos sobre los antecedentes de la familia Harper.
Marino miró a través de su ventanilla.
—Si quiere que le diga mi opinión —dijo—, para mí que esas dos eran lesbianas.
Vi la mirada de curiosidad del taxista a través del espejo retrovisor.
—Creo que se querían —me limité a decir.
—Y quizá mantenían un pequeño idilio y se reunían cada dos meses aquí, en Baltimore, donde nadie las conocía ni les prestaba la menor atención. Mire —añadió Marino—, tal vez por eso Beryl decidió huir a Key West. Era una lesbiana y allí se debía de sentir como en casa.
—Su homofobia es furibunda, Marino, por no decir aburrida. Tenga cuidado. La gente podría empezar a sospechar de usted.
—Sí, es verdad —dijo él.
Mi comentario no le había hecho demasiada gracia. Guardé silencio.
—El caso es que, a lo mejor, Beryl se buscó alguna amiguita allí abajo —prosiguió diciendo Marino.
—Quizá convendría que lo investigara.
—Ni hablar. A mí no me pica ningún mosquito en la capital del sida de Norteamérica. Conversar con un puñado de maricones no es la idea que yo tengo de la diversión.
—¿Ha pedido a la policía de Florida que investigue los contactos de Beryl allí abajo? —pregunté, sin querer dármelas de graciosa.
—Un par de investigadores me dijeron que habían echado un vistazo. Comentaron que era una misión desagradable. Tenían miedo de la comida y de la bebida. Uno de los maricas del restaurante del que ella habla en sus cartas se está muriendo de sida ahora mismo. Los investigadores tuvieron que llevar guantes.
—¿Durante las entrevistas?
—Por supuesto. E incluso mascarillas quirúrgicas... por lo menos, cuando hablaron con el moribundo. No averiguaron nada que nos pueda ayudar, la información que obtuvieron no sirve para nada.
—Es natural —comenté—. Si tratas a las personas como si fueran leprosas, no es probable que te ganes su confianza y que te cuenten detalles.
—Si alguien me pidiera mi opinión, yo creo que tendrían que cortar esa parte de Honda y dejarla a la deriva en alta mar.
—Bueno, por suerte nadie se la ha pedido —dije yo.
Cuando regresé a casa al anochecer, encontré varios mensajes en mi contestador automático.
Esperaba que uno de ellos fuera de Mark. Me senté en el borde de la cama bebiendo un vaso de vino mientras escuchaba con desgana las voces que iban surgiendo del aparato.
Bertha, mi asistenta, decía que había pillado la gripe y anunciaba que no podría venir al día siguiente. El fiscal general quería que desayunara con él a la mañana siguiente y me informaba de que el albacea de Beryl Madison había interpuesto una querella por la desaparición del manuscrito. Tres periodistas me pedían comentarios y mi madre quería saber si prefería pavo o jamón por Navidad... una sutil manera de averiguar si podría contar conmigo por lo menos en esa fiesta.
No reconocí la ronca voz que escuché a continuación.
—... Tienes un cabello rubio precioso. ¿Es natural o te lo decoloras, Kay?
Rebobiné rápidamente la cinta y abrí el cajón de mi mesilla de noche.
—... ¿Es natural o te lo decoloras, Kay? Te he dejado un regalito en el porche trasero.
Trastornada y sin soltar el Ruger, volví a pasar la cinta una vez más. La voz era casi un susurro, muy tranquila y pausada. Una voz masculina. No tenía ningún acento especial y el tono no dejaba traslucir la menor emoción. El sonido de mis pisadas en la escalera me atacaba los nervios. Encendí las luces de todas las habitaciones por las que pasé. El porche trasero estaba junto a la cocina. El corazón me latía violentamente cuando me situé a un lado de la ventana panorámica que daba al comedero de los pájaros y separé ligeramente los visillos, sosteniendo el revólver en alto apuntando hacia el techo.
La lámpara del porche disipaba la oscuridad del césped y perfilaba las siluetas de los árboles de la negra zona boscosa lindante con mi parcela. En el porche de ladrillo no había nada. Tampoco se veía nada en los peldaños. Me dirigí a la puerta, curvé los dedos alrededor del tirador y permanecí inmóvil con el corazón martilleando en mi pecho mientras descorría el pestillo de seguridad.
Al abrir, advertí un rumor apenas perceptible contra la madera exterior de la puerta. En cuanto vi lo que colgaba del tirador exterior, cerré la puerta con tal fuerza que las ventanas se estremecieron.
Marino hablaba como si le hubiera sacado de la cama.
—¡Venga aquí inmediatamente! —dije, hablando una octava más alto de lo habitual.
—Tranquilícese —me dijo él con firmeza—. No le abra la puerta a nadie hasta que yo llegue, ¿entendido? Voy para acá.
Cuatro coches patrullas se hallaban estacionados en la calle delante de mi casa y los oficiales recorrían en la oscuridad las zonas de bosque y los arbustos con unos largos dedos de luz.
—La unidad k-nueve ya está en camino —dijo Marino, dejando su radiotransmisor portátil sobre la mesa de mi cocina—. Dudo mucho de que este zángano esté todavía por aquí, pero lo comprobaremos exhaustivamente antes de irnos.
Era la primera vez que veía a Marino en pantalones vaqueros y pensé que le hubieran sentado bastante bien de no haber sido por los calcetines blancos de gimnasia, los mocasines baratos y la camiseta gris una talla demasiado chica. El aroma del café recién hecho se esparció por la cocina mientras yo lo colaba a un recipiente lo bastante grande como para que pudiera beber medio barrio. Mis ojos miraban de uno a otro lado como si buscaran algo.
—Vuélvamelo a contar muy despacio —dijo Marino, encendiendo un cigarrillo.
—Estaba pasando los mensajes de mi contestador —repetí—. Cuando llegué al último, oí esta voz de varón blanco joven. Será mejor que lo escuche usted mismo. Dijo algo sobre mi cabello y me preguntó si me lo decoloraba. —Los ojos de Marino me estudiaron las raíces del cabello.— Después dijo que me había dejado un regalo en el porche trasero. Bajé aquí, miré por la ventana y no vi nada. No sé lo que imaginaba. Sinceramente no lo sé. Algo horrible en el interior de una caja envuelta con papel de regalo. Al abrir la puerta, oí que algo rascaba la madera. Lo habían colgado del tirador.
En el interior de un sobre de plástico de pruebas colocado en el centro de la mesa había un insólito medallón de oro prendido a una gruesa cadena de oro.
—¿Está seguro de que eso es lo que Harper llevaba en la taberna? —volví a preguntar.
—Por supuesto que sí —contestó Marino con el rostro muy tenso—. No me cabe la menor duda. Tampoco me cabe ninguna sobre el lugar donde el objeto habrá estado durante todo este tiempo. El tipo se lo quitó a Harper tras haberlo liquidado y ahora se lo ofrece a usted como regalo anticipado de Navidad. Parece que nuestro amigo se ha encaprichado de usted.
—Por favor —dije con impaciencia.
—Estoy hablando en serio. —Marino acercó el sobre y examinó el collar a través del plástico.— Observe que el cierre está doblado, lo mismo que la anillita del extremo. A lo mejor, se rompió cuando lo arrancó del cuello de Harper. Y quizá después lo arregló con unas tenacillas. Probablemente se lo ha puesto. Mierda —Marino sacudió la ceniza del cigarrillo—. ¿Encontró en el cuello de Harper alguna lesión provocada por la cadena?
—En su cuello no quedaba casi nada entero —contesté en tono apagado.
—¿Había visto usted alguna vez un medallón como éste?
—No.
Parecía un escudo de armas en oro de dieciocho quilates, pero no tenía nada grabado, excepto la fecha de 1909 en el reverso.
—Basándome en las cuatro marcas de joyero grabadas en el reverso, creo que su origen es inglés —dije—. Las marcas son de un código universal e indican cuándo se fabricó el medallón, dónde y por quién. Un joyero las podría interpretar. Sé que no es italiano...
—Doctora...
—Hubiera tenido grabado un siete cincuenta en el reverso para indicar el oro de dieciocho quilates porque el quinientos equivale a catorce quilates...
—Doctora...
—Conozco a un experto de la joyería Schwarzschild's...
—Oiga —dijo Marino, levantando la voz—, eso no tiene importancia, ¿vale?
Estaba parloteando como una vieja histérica.
—El maldito árbol genealógico de todas las personas que han sido propietarias de este collar no nos va a revelar lo más importante... el nombre del tipo que lo ha colgado en su puerta. —Los ojos de Marino se suavizaron un poco mientras me preguntaba en voz baja—: ¿Qué se bebe en esta casa? Brandy. ¿Tiene un poco de brandy?
—Está usted de servicio.
—No es para mí —dijo Marino riéndose—. Es para usted. Póngase un poquito así. —Tocándose con el pulgar el nudillo central del índice derecho, me indicó unos cinco centímetros—. Luego hablaremos.
Me dirigí al bar y regresé con una copita. El brandy me quemó la garganta y el calor se difundió rápidamente a través de mi sangre. Dejé de estremecerme por dentro y de temblar por fuera. Marino me estudió con curiosidad. Su interés me hizo darme cuenta de muchas cosas. Iba vestida con lo mismo que llevaba durante el viaje de vuelta desde Baltimore. Los pantys me apretaban en la cintura y me hacían bolsas alrededor de las rodillas. Experimentaba la apremiante necesidad de lavarme la cara y cepillarme los dientes. Me picaba el cuero cabelludo. Estaba segura de que debía de tener una pinta espantosa.
—Está claro que este tipo no hace amenazas gratuitas —dijo Marino en voz baja mientras yo tomaba otro sorbo de brandy.
—Probablemente se mete conmigo porque intervengo en el caso. Quiere burlarse de mí. No es nada insólito que las psicópatas se burlen de los investigadores e incluso les envíen recuerdos —dije sin creérmelo demasiado.
Marino, por supuesto, no lo creía.
—Voy a dejar una o dos unidades por aquí. Vigilaremos su casa —dijo—. Tengo que imponerle un par de normas. Sígalas al pie de la letra. Hablo en serio —añadió, mirándome a los ojos—.
En primer lugar, cualesquiera que sean sus costumbres, quiero que las altere todo lo que pueda. Si usted va a la tienda de comestibles el viernes por la tarde, la próxima vez vaya el miércoles y acuda a otra tienda. No salga de su casa ni de su automóvil sin mirar a su alrededor. Si ve algo que le llama la atención, como, por ejemplo, un vehículo sospechoso aparcado en la calle o pruebas visibles de que alguien ha estado en su casa, se larga inmediatamente de aquí o se queda encerrada en la casa y llama a la policía. Si al entrar en la casa nota algo raro, aunque sólo experimente una sensación de inquietud, aléjese, busque un teléfono y llame a la policía y pida que la acompañe un oficial para cerciorarse de que todo va bien.
—Tengo instalada una alarma antirrobo —dije.
—También la tenía Beryl.
—Pero ella le abrió la puerta al hijo de puta.
—No deje entrar a nadie de quien no esté absolutamente segura.
—¿Qué puede hacer, saltarse mi alarma antirrobo? —pregunté.
—Cualquier cosa es posible.
Recordé que Wesley había dicho lo mismo.
—No salga de su despacho de noche o cuando no haya nadie en el edificio. Lo mismo vale para la entrada. Si suele ir cuando todavía está bastante oscuro y el parking se encuentra vacío, empiece a hacerlo un poco más tarde. Tenga puesto el contestador automático. Grábelo todo. Si recibe otra llamada, póngase inmediatamente en contacto conmigo. Si la llama dos veces más, interceptaremos la línea...