—¿Y por qué yo no estoy capturado? —preguntó Don.
—Tiene el dolor, tiene la pérdida —dijo Gladys—. ¿Pero de qué está avergonzado? ¿De qué es culpable?
—No salvé a mi hija cuando pude.
—Y un cuerno, muchacho, sabe que no pudo salvarla. Sabe que hizo todo lo que Jesús le permitió hacer. Puede pensar que se siente avergonzado, pero no. En el fondo de su corazón, sabe que lo hizo todo.
—No sabe usted lo que siento —dijo Don.
—Sé que si fuera culpable, esa casa lo absorbería.
Don tenía que pensar en esto. En lo que significaba para Sylvie. Se acercó a la ventana que daba a la casa y abrió las cortinas.
—Por favor, no —dijo Miz Judea.
—No, dejadlo —dijo Gladys—. Pero no miréis.
¿Qué había de Sylvie? Conocía su dolor y su pérdida. ¿Pero y la vergüenza? ¿Y la culpa? Creía que había matado a Lissy. Y por eso la casa la retuvo. Pero ahora que sabía que no…
—La chica de al lado —dijo Don—. Sylvie Delaney. Creía que había cometido un asesinato, y por eso sentía la vergüenza y la culpa. Pero ahora sabe que no lo hizo. Que fue a ella a quien asesinaron.
—Un poquito lenta, ¿no? —dijo Gladys, divertida.
—Inocente, eso es lo que es —contestó Don—. Y ahora que lo sabe, ¿aflojará la casa su tenaza sobre ella?
—Tal vez no se lo ha dicho, señor Lark —dijo Gladys—, pero esa casa ya la está dejando ir poco a poco. Se desvanece. Bien podría derribar todo ese lugar. Para ella ya no importa.
Don se sentó en el alféizar de la ventana, abatido.
—La encuentro y luego la pierdo.
—¿Por qué está tan triste? —dijo Gladys—. Ella va a ser libre ahora. Puede ir a casa con Jesús.
—Llámeme egoísta, pero quería que fuera a casa conmigo.
—Muéstreme dónde se dice en el plan de Dios que un hombre se puede casar con una muchacha muerta. Muéstremelo.
—Muéstreme dónde dice que un hombre y una mujer que se enamoran no pueden casarse porque uno de ellos está muerto.
—Le diré dónde. El Buen Libro dice que en el Cielo ni se casarán ni estarán casados.
—Bueno, ¿qué demuestra eso? Sylvie no está en el Cielo.
Don se levantó y se arrodilló al pie de la cama de Gladys, para poder mirar directamente a sus ojillos encogidos.
—Señorita Gladys, todo esto está mal. Esa casa es hermosa y está llena de amor… ¿por qué debería atrapar a la gente por la fealdad de sus vidas?
—Nada necesita tanto la belleza como los feos.
—Pero no es bello para ellas. Para Miz Judea y Miz Evelyn. Si lo fuera, todavía estarían allí, y las haría muy felices.
—Se torció —dijo Gladys—. El hombre que la convirtió en una casa de putas tenía todo tipo de fealdad en el corazón. Le digo que la fuerza viene de la primera familia que vivió allí. Pero después de eso, la casa toma el alma del dueño.
—¡Y el dueño ahora soy yo!
—Demasiado tarde —dijo Gladys—. Demasiado tarde para nosotras. Tal vez dentro de diez años, usted será tan bueno que esa casa volverá a ser decente. ¿Pero cree que seguiremos vivas? Además, señor Lark, es una apuesta muy grande. Si es usted lo bastante bueno para deshacer el mal de la casa, o si la casa es lo bastante mala para deshacer su bondad.
—No quiero derribarla —dijo Don—. Es demasiado hermosa.
—Hermosa de mirar. Pero si hace cosas feas, entonces toda esa belleza es mentira.
—Pero no está haciendo cosas feas —dijo Don—. No, escúcheme. La casa fue mala cuando creyó que yo iba a derribarla. Aún tengo un chichón en la cabeza para demostrarlo. Pero luego robó mi palanqueta y cuando fui a buscarla, estaba detrás de la caldera de carbón. Justo donde estaba la entrada del túnel. Eso fue lo que me hizo verlo. Por eso encontré allí el cadáver de Sylvie, y descubrimos la verdad. ¡No puede decirme que la casa es mala cuando hizo eso!
Gladys sacudió la cabeza, lo cual movió todo su cuerpo e hizo temblar la cama.
—Pobre hombre, lo intenta con tantas fuerzas…
—No se burle de mí. Dígame qué tiene de malo lo que he dicho.
—Ha sido la casa de Sylvie todos estos años, señor Lark. La casa es mala, sí. Hace lo que Sylvie quiere. No lo que quiere en su mente, sino en los lugares secretos y oscuros. Ella quiere ser culpada por sus crímenes. Así que… la casa lo condujo a usted allí. La traicionó.
—¡Pero no cometió ningún crimen! ¡Y si la casa sabe tanto, también sabía eso!
—El túnel no es parte de la casa, señor Lark. Es mucho más antiguo. Un buen lugar. Un lugar de libertad. El túnel le mostró a usted la verdad. Pero la casa sólo sabía lo que sabía Sylvie. Ahora está intentando hacer que odie usted a Sylvie. Es lo que ella pensaba: si bajaba por ese túnel y veía lo que había allí, la odiaría. Traición y malicia, señor Lark. Eso es lo que obtuvo la casa de todos esos años que fue de ese hombre malo y sus malos hijos.
Don pensó en cómo había tenido que pagar una extorsión al último dueño.
—Supongo que ninguno de los dueños fue muy agradable, no desde los Bellamy.
—Esa chica muerta es bastante agradable —dijo Gladys—. Ha estado suavizando esa maldad. Hizo mi trabajo un poco más fácil. Por eso Miz Evelyn y Miz Judea podían salir y trabajar en el jardín. Hasta que usted empezó a arreglar cosas.
—Señorita Gladys, agradezco todo lo que me ha explicado. Pero la gran pregunta sigue flotando en el aire. ¿Qué puedo hacer para enmendar las cosas?
—Y mi respuesta sigue flotando también. Derribe esa casa.
Don pudo sentir a Sylvie deslizándose entre sus dedos.
—No —dijo—. No hasta que haya hecho… algo.
—¿Qué?
—Tengo que enmendar las cosas.
—No puede.
—¡Si Sylvie va a desvanecerse haga lo que haga, entonces le aseguro que no lo hará sola!
—Si está pensando en matarse, sea amable y derribe la casa primero, ¿quiere? —dijo Gladys.
—No voy a matar a nadie.
—Me está matando a mí ahora mismo. A mí y a estas señoras. Mire cómo no pueden apartar los ojos de esa casa.
Era cierto. Miz Evelyn y Miz Judea se habían acercado las dos a la ventana y tenían las caras apretadas contra el cristal, como niñas pequeñas.
—Cierre esa cortina, señor Lark —dijo Gladys.
Don se acercó a las hermanas Extrañas y corrió las cortinas con delicadeza. Miz Evelyn lloraba en voz baja, y parecía que Miz Judea había perdido las esperanzas de vivir. Gladys tenía razón. Esto no podía continuar.
—Gracias por su ayuda —dijo. Y había sido una ayuda, en efecto. Sabía más. Saber era mejor que no saber.
Pero no mucho.
Lissy
Mientras rodeaba la valla camino de la casa Bellamy, Don se sintió lleno de temor. Gladys había dicho que Sylvie se estaba desvaneciendo ya. Ahora que no tenía aquel doloroso agujero de culpa y vergüenza en el corazón, la casa no tenía tanto poder sobre ella. ¿Y si había desaparecido ya? En ese momento era una idea insoportable. Acabo de encontrarla, pensó. No pedí estar en esta situación, ni ella tampoco, pero nos hemos encontrado, y no está bien que la pierda tan pronto.
La puerta no le esperaba abierta. Ella no estaba en el hueco del salón del baile. La llamó, recorriendo la planta baja. Llamó otra vez, y otra, más fuerte, mientras subía las escaleras y buscaba en el primer piso. Luego subió al desván, y ella no estaba allí tampoco, y ahora lo sintió como si se hubiera producido otra muerte. ¿Cómo pudo suceder tan rápidamente?
¿El sótano? Ella nunca bajaba allí a sabiendas.
Pero claro, eso fue antes de que descubriera la verdad sobre quién mató a quién. Don bajó saltando las escaleras como un escolar, y luego recorrió todo el salón de baile para llegar a las escaleras del sótano.
—¡Sylvie! —llamó—. ¡Sylvie!
Ella siguió sin responder, pero ya no importaba, porque allí estaba, apretujada contra el muro maestro, casi detrás de la caldera de carbón. Cerca de la entrada del túnel.
—Sylvie, ¿qué estás haciendo?
Ella sonrió débilmente.
—No lo sé.
—¿Qué te ha traído aquí abajo?
—Sólo… sólo quería volver a verme.
¿Era macabro querer ver un cadáver, aunque fuera el tuyo propio?
—¿Lo hiciste?
—No —respondió ella—. Una parte de mí quiere entrar en el túnel. Pero la casa no quiere que vaya. No sé qué es lo adecuado.
—Todo lo que sé del túnel es que no forma parte de la casa —dijo Don—. Gladys dice que es más antiguo.
—¿Sabes lo que creo? ¡Si vuelvo allí, seré libre!
—Depende de lo que entiendas por libertad.
Le explicó lo que había dicho Gladys de que la casa podría estar perdiendo su poder sobre ella.
—Si quieres ser libre, entonces ve —dijo—. No puedo pedirte que te quedes.
—Sí que puedes.
—Entonces quédate. Por favor, quédate.
Ella se abalanzó hacia él y lo rodeó con sus brazos.
Don la abrazó, pero mientras le acariciaba el pelo lo notó atravesar sus dedos. Lentamente, pero atravesaba. No pudo evitar las lágrimas de pena que empezaron a fluir.
—Te estás yendo —dijo.
Ella se separó de él, los ojos asustados. Don le mostró lo que sucedía con su pelo. En respuesta, ella se abrazó aún con más fuerza.
Don la cogió en brazos (¿era más liviana ahora, o era su miedo a perderla lo que hacía que pareciera que no pesaba nada?), y la llevó escaleras arriba, de vuelta al hueco de la escalera.
—Si te pierdo, Sylvie, puedes contar con una cosa: encontraré a Lissy dondequiera que se esconda. La encontraré y…
—¿Y qué? —dijo ella—. Mira, tu pelo pasa a través de mis dedos también. —Se estremeció—. ¿Cuál de nosotros está desapareciendo?
—No sabes cuántas veces he deseado poder hacerlo.
—Yo también. Y ahora que no quiero, el deseo se cumple. —Lo besó fugazmente—. Pero no has respondido a mi pregunta.
—¿Qué preguntaste?
—¿Qué harás cuando encuentres a Lissy?
Matarla, pensó Don. Pero supo que no era verdad. No tendría valor para hacerlo.
—Los asesinatos no prescriben —dijo—. La entregaré.
—Será una pérdida de tiempo. No te molestes siquiera en buscarla, Don. No le harán nada porque no habrá suficientes pruebas, nada que la señale excepto tú, y tienes toda la información por el fantasma de la víctima. Y te dirán: Bueno, señor Lark, ¿dónde está ese fantasma ahora? Y tú dirás: Lo siento, señoría, pero se desvaneció.
—Así que Lissy se saldrá con la suya.
—Ya lo ha hecho. No hay nada que tú puedas hacer al respecto.
—Es todo lo que parece que soy capaz de hacer cuando realmente importa: nada.
Sylvie se echó hacia atrás.
—Creo que no dormiré esta noche —dijo—. No quiero irme a dormir y despertarme invisible. Así que me quedaré despierta. Te miraré toda la noche. Te cogeré la mano. Y cuanto tu mano atraviese la mía y deje vacía mi mano, sabré que me he ido.
De nuevo Don empezó a llorar. Le enfureció tener que enfrentarse de nuevo a la pena. Apretó los puños.
—Maldición, ¿qué me ha pasado? Antes era más fuerte.
—Para lo que te sirvió. Me alegra que estés llorando por mí, Don. Llevo muerta una década, y eres el primero que ha derramado lágrimas de pesar por mí.
—Esto es solo el principio, nena.
—¿Quieres oír algo patético? —dijo ella—. Tú me has dado más besos que todos los demás chicos u hombres de mi vida juntos.
Él la volvió a besar.
—¿Y eso para qué? Ya tienes el récord.
—Adelantando el marcador —dijo él.
Ella le devolvió el beso.
—Mm —dijo.
Él lo interrumpió.
—¿Qué?
—Estaba pensando —dijo ella—. En Lissy. Tal vez estemos atribuyéndole muchos más recursos de los que en realidad tiene. Ya sabes, lo de inventar un nombre falso. No es fácil hacerlo. Quiero decir, claro, se puede conseguir un carné de identidad falso, pero ¿no tienes que conocer a alguien? ¿Cómo se compra un carné de conducir falso?
—Ella compraba drogas. Así que conocía a alguna gente de los bajos fondos.
—No. Lanny compraba las drogas. Sólo maría, principalmente. No creo que conociera a nadie así.
—Sí que se aprovechaba de los demás, ¿eh? —dijo Don—. Él le compraba las drogas y tú le hacías los trabajos.
—Ése es el tema. Cuando necesitaba sacar diez en los trabajos, no los escribía, no hacía nada por su cuenta, sólo copiaba los míos. Lo que pareciera más fácil. Acudir a los bajos fondos y cambiar de identidad es difícil. No la veo haciéndolo.
—¿Entonces estás diciendo que sigue usando su propio nombre?
—¿No lo crees?
—No. Sabía que tenía que ocultar su crimen. Por eso mató a Lanny, es el único motivo posible. No sabía que no iban a descubrir ningún cadáver. Así que no podía conservar su nombre.
A los dos se les ocurrió la idea al mismo tiempo.
—Usó el mío —dijo Sylvie.
—¿Cuánto os parecíais? —dijo Don simultáneamente.
Se echaron a reír un momento, más por la emoción del descubrimiento que por la coincidencia de hablar a la vez.
—Dijiste que os intercambiabais la ropa —dijo Don.
—Casi teníamos el mismo color de pelo —dijo Sylvie—. La misma forma básica en el rostro. No es que pareciéramos hermanas, pero si no nos conocieras a ninguna de las dos…
—Quiero decir, ¿podría usar tus documentos de identidad?
—Podría cortarse el pelo, ponerse gafas distintas, y decirle al tipo del Departamento de Tráfico que claro que no parecía la misma, si habían pasado años.
—No —dijo Don—. Tan sólo denuncia la desaparición del carné. Dice que se llama Sylvie Delaney y que le han robado el bolso.
—Necesitaría un certificado de nacimiento o algo así, ¿no?
—¿Dónde guardabas tu certificado de nacimiento?
—En mi cuarto —asintió Sylvie—. Tienes razón. No le haría falta tener que mostrar una foto.
—Y nunca te tomaron las huellas dactilares.
—Eso es —dijo Sylvie—. No me arrestaron mucho.
—Creo que hemos dado en el clavo, Sylvie. Fue así. Tomó tu nombre, tu identidad…
—Mis ahorros. Sabía imitar mi firma. Lo hacía de broma, pero le salía igual que a mí. Me decía que tenía que hacer una firma más complicada, que cualquier niño de cuarto curso podía falsear la mía.
—Ésa fue su huida —dijo Don.
—Su huida —repitió Sylvie—. Don, se quedó con mi trabajo.
Él tardó un momento en comprender a qué se refería.
—¿Providence?
—Me entrevistaron por teléfono. Nunca nos vimos cara a cara. Ella leía todos mis trabajos. Era una actriz de campeonato. Pudo fingir para ir tirando hasta que aprendió de verdad el oficio. Y recibiendo un salario todo el tiempo.