El cuadro (14 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: El cuadro
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Esperó a que se produjera una pausa en el caudaloso fluir de frases de la boca de la señora Copleigh, con el fin de levantarse y despedirse cortésmente. No podía más ya. Quería acostarse cuanto antes.

La señora Copleigh, sin embargo, continuaba estando en forma.

—¿La señora Charrington? ¡Oh! Vivió en Watermead durante algún tiempo. Con su hija. La señora Charrington era toda una dama. Viuda de un oficial del ejército, creo. Dedicaba la mayor parte de sus horas a la jardinería. Le gustaba esta actividad. No era tan eficiente respecto a la conservación de la casa. Yo fui una o dos veces por allí, para ayudarla. Tuve que retirarme. Tenía que ir allí en bicicleta y la distancia a recorrer era superior a los tres kilómetros. Por esa carretera, entonces, no circulaban los autobuses de línea.

—¿Vivió en aquel sitio mucho tiempo?

—No más de dos o tres años, me parece.'Se asustó con las complicaciones que vinieron después. Y la mujer ya tenía, además sus preocupaciones. A causa de su hija, Lilian, creo que se llamaba.

Tuppence tomó un sorbo del fuerte té con lo que la cena estaba siendo «respaldada», adoptando la decisión de aclarar lo referente a la señora Charrington antes de irse a descansar.

—¿Qué pasó con su hija? Cosas del señor Boscowan, ¿no?

—No. No fue el señor Boscowan quien provocó las dificultades. Nunca di crédito a eso. Fu el otro...

—¿Quién era el otro? —inquirió Tuppence —. ¿Alguien que vivió aquí?

—No creo que viviese aquí nunca. Fue alguien que la joven conoció en Londres. La muchacha se trasladó a la ciudad para estudiar ballet. ¿Era ballet? ¿O arte? El señor Boscowan se ocupó de realizar las gestiones necesarias para que ella ingresase en el colegio de la capital. Slate, me parece que era su apellido...

—¿Slate? —sugirió Tuppence.

—Es posible. Un apellido de ese corte. Bueno, el caso es que la chica marchó allí y así es como conoció a aquel individuo. A su madre no le gustaba. Le prohibió que se viera con él. Esto no podía ser bueno... La mujer era una necia en muchos aspectos. Como la mayor parte de las esposas de oficiales del ejército, ¿sabe usted? Se figuraba que una joven podía aceptar los consejos de su madre en el terreno amoroso. Se había quedado anticuada. Había vivido en la India y por ahí, pero todavía no había aprendido que cuando hay por en medio un hombre de buen ver y la hija se la pierde de vista, ésta suele desoír los consejos de sus mayores. La chica venía de cuando en cuando, pero los dos jóvenes se veían fuera, lejos de aquí.

—Y entonces fue cuando quedaron planteadas las dificultades, ¿no es así?

Tuppence recurrió a aquel eufemismo, esperando que de esta manera la señora Copleigh no encontraría extraño el enorme interés que le inspiraban tantas e interminables habladurías.

—Sí. Todo estuvo claro. Yo vi la cosa venir, antes que la propia madre, creo. Era una hermosa muchacha... Alta, bien proporcionada, hermosa de veras. Pero me inclino a pensar que carecía de energía suficiente para hacer frente a los obstáculos de la vida. Se vino abajo, ¿me entiende? Solía pasear por los sitios más solitarios, hablando consigo misma. Aquel individuo, si quiere que le dé mi opinión, la trataba mal. La dejó al enterarse de lo que estaba ocurriendo. Desde luego, una madre como Dios manda hubiese cogido el tren para ir a verle, para hablar con él y hacerle comprender cuál era su deber. Pero la señora Charrington carecía de decisión para proceder así. La madre se enteró por fin, llevándose a la chica a otro lugar. Cerró la casa después, poniéndola a la venta. Las dos volvieron para recoger sus cosas, según tengo entendido, pero no visitaron el pueblo, ni dijeron nada a nadie. Ya no re-gresaron jamás. Circulaba cierta historia por ahí. Nunca pude saber qué había en ella de verdad.

—Hay gente que saca partido de todo — manifestó el señor Copleigh, como siempre, por sorpresa.

—Pues sí, George. Tienes razón. La historia, sin embargo, puede ser cierta en todos sus extremos. Estas cosas pasan. Y con más frecuencia de la que fuera de desear. Como has dicho antes, esa mujer creo que no andaba muy bien de la cabeza.

—¿A qué historia se refiere usted ahora? —preguntó Tuppence, adoptando una expresión ingenua,

—No me gusta aludir a ella, si he de serle sincera... Ha pasado mucho tiempo y sólo quisiera hablar de cosas de las que pueda estar segura. Fue Louise, la hija de la señora Badcock, quien comentó eso. Esa chica era una embustera terrible. ¡La de comentarios que hizo! Todos ellos muy propios para componer una intrigante historia.

—¿Cuál? —insistió Tuppence.

—Dijo que la señorita Charrington había matado a su hija, suicidándose posteriormente, añadiendo que su madre se volvió loca a causa del tremendo disgusto que sur frió, viéndose obligados sus parientes a internarla en un establecimiento para dementes.

Nuevamente, Tuppence se sintió confusa, sin saber a qué atenerse. Llegó un momento en que le pareció que la silla en que sé hallaba sentada daba vueltas. Aquella señora Charrington,¿sería la señora Lancaster? Podía haberse cambiado el apellido, viviendo luego obsesionada por el trágico destino de su hija. La señora Copleigh continuaba hablando implacablemente.

—Nunca creí una sola palabra de esa historia —manifestó —. Esa chica de la señora Badcock tiene una lengua... La verdad es que por aquellas fechas prestábamos poca atención a las habladurías y cuentos de esa clase... Teníamos otras preocupaciones. Lo cierto es que estábamos asustados todos por las cosas raras que ocurrían en el distrito... Cosas reales, además.

—¿De qué se trataba concretamente? —preguntó Tuppence, maravillada ante aquel impetuoso caudal dé extraordinarios acontecimientos de que había sido testigo un poblado de apariencia tan inofensiva Como Sutton Chancellor.

—Es posible que recuerde usted algo por haberlo leído en los periódicos, que se ocuparon de ello. Este asunto data de unos veinte años atrás. Sí, tiene usted que haber leído algunas informaciones... Me refiero a los asesinatos de varios niños. Primeramente fue una niña de nueve años de edad. Un día salió de su casa para ir al colegio y ya no regresó. Toda la vecindad se dedicó a la busca de la criatura... Su cadáver fue hallado en Dingley Copse. Había muerto estrangulada. Bueno, nada más pensar en esto siento un escalofrío... Esa fue la primera víctima. Tres semanas más tarde hubo otra, en Market Basin. Pero dentro del distrito. Un hombre que se hubiese valido de un coche, habría podido llevar a cabo aquella mala acción con bastante facilidad.

Y luego otros crímenes. Hubo entre ellos pausas de un mes o dos... Uno de los asesinatos se cometió a tres kilómetros de aquí, aproximadamente...

—¿No sospechaba de nadie la policía?

—La policía trabajó lo suyo —manifestó la señora Copleigh —. Detuvo a un hombre. Era de Market Basin... Ya sabe usted lo que pasa en estas ocasiones. Hay que dar satisfacción al anhelo de justicia de la gente sana. Y se procede oficialmente contra el primer individuo dudoso que se pone a tiro. Hubo varias detenciones, sin resultados positivos. A las veinticuatro horas, los agentes se veían obligados a poner en libertad a los detenidos, por falta de pruebas. Las coartadas presentadas por éstos fueron irrebatibles.

—Un momento, Liz —medió el señor Copleigh —. Es posible que la policía supiera la identidad del autor de los crímenes. Yo sostengo que la conocía. Es lo que he oído afirmar en muchas ocasiones, ciertamente. Muchas veces, los agentes saben a qué atenerse, pero no pueden obrar en consecuencia por falta de pruebas. No es posible condenar a nadie sin pruebas.

—Lo que pasa también es que los testimonios de los padres y las madres no tienen valor casi nunca. Es necesario que sean corroborados por otras personas para que la policía los estime en su justo valor. Los agentes se desorientan fácilmente y no es, desde luego, porque estén siendo engañados. Esto resulta inevitable... Bueno, el caso es que pasamos unas semanas terribles. Todo el mundo andaba soliviantado. Nada más difundirse la noticia de que había desaparecido otro niño, se organizaban grupos para emprender su búsqueda por todas partes.

—Es verdad —confirmó el señor Copleigh.

A veces, la víctima era hallada en seguida. En otras ocasiones, la búsqueda duraba semanas enteras. Y los cadáveres aparecían en los sitios más impensados. Supongo que todo sería obra de un criminal maniático. Es terrible —dijo la señora Copleigh, adoptando una expresión más severa que nunca —. Es terrible que existan hombres así. Debieran ser ajusticiados. Debieran ser estrangulados. Si cayera en mis manos alguna vez un tipo así, no se me escapaba. Estos individuos que hacen blanco de sus criminales ataques a las inocentes criaturas, no tienen derecho a vivir. ¿Y qué se consigue metiéndolos en lujosas cárceles dotadas de todas las comodidades? Más tarde, estos sujetos recuperan la libertad y... vuelta a las andadas. Los que ingresan en manicomios, por haber sido considerados dementes, vuelven a sus casas como salieron y no curados como afirman los médicos en tales situaciones. Es lo que pasó en un pueblo de Norfolk. Me lo contó una hermana mía que vive allí... El maniático, un criminal, regresó a su casa y a los dos días había cometido otro terrible delito. ¿Qué hacen esos médicos, en qué piensan al dictaminar que tales sujetos se han recuperado de su dolencia mental cuando ello no es verdad?

—Y las sospechas, aquí en general, ¿no apuntaron nunca a ninguna persona concretamente? —inquirió Tuppence —. ¿Piensan ustedes que todo fue obra de un forastero?

—Pudo haber sido un forastero, por supuesto, el autor de todas aquellas atrocidades. Pero también existe la posibilidad de que se tratara de alguien que habitara por aquí, en un radio de treinta kilómetros. No podía ser, en cambio, ninguno de los hombres del pueblo...

—Tú siempre afirmaste lo contrario, Liz.

—Estás en un error —afirmó la señora Copleigh —. Tú eras el que sostenía que era uno de nuestros vecinos. Por la sencilla razón de que te hallabas atemorizado, me imagino. Yo me dedicaba a observar a la gente. También tú procedías así, George, pero... Buscabas a alguien que se comportara un poco extrañamente. Ahí estaba, quizá, tu equivocación.

—Yo creo que el autor de los crímenes ofrecería ninguna rara apariencia —declaró Tuppence —. Lo más seguro era que pudiese confundirse con los demás...

—Por ese camino va usted bien, probablemente. Quienquiera que fuese el criminal, no tendría apariencia de loco... Había quien decía que forzosamente sus ojos tendrían que brillar de una manera siniestra.

—Por entonces, el sargento de la policía aquí era Jeffreys —aclaró el señor Copleigh —. Pues bien, Jeffreys dijo en más de una ocasión que él tenía una idea muy atinada en lo tocante a la identidad del asesino, pero que no podía hacer nada.

—¿No llegaron a detener al hombre?

—No. Transcurrieron seis meses, un año casi... Luego, todo se quedó parado. Ya no se volvió a mover el asunto. El hombre debió de irse. Es lo que hizo a algunos pensar que conocían la identidad del misterioso personaje.

—¿A causa de haber dejado el distrito?

—Bueno, su marcha dio que hablar, ¿sabe? Se hizo entonces con tal motivo un cálculo de probabilidades. Tuppence vaciló un poco antes de formular la siguiente pregunta. Pensó luego que la señora Copleigh tenía tantas ganas de hablar siempre, que no se la tomaría en cuenta.

—¿A quién juzgaron ustedes autor de los crímenes? —inquirió.

—Verá... ¡Ha pasado ya tanto tiempo desde aquello! No me gusta hablar de eso, si he de serle sincera. Algunos pensaron que podía haber sido el señor Boscowan.

—¿Sí?

—En efecto. Era un artista. Y los artistas son casi siempre tipos muy raros. Todo el mundo decía eso. ¡Pero yo no lo creí nunca!

—Todavía había más gente que señalaba como culpable a Amos Perry —manifestó la .señora Copleigh.

—¿El esposo de la señora Perry?

—Exactamente. Es un tipo extraño, muy simple. Podría ser incluido en la lista de posibles autores de aquellos salvajadas.

—¿Vivían entonces los Perry aquí?

—Sí. Pero no en Watermead. Tenían una casa a seis u ocho kilómetros de aquí. De lo —que estoy seguro es de que la policía no lo perdía de vista.

—No pudieron acusarle formalmente de nada, sin embargo —declaró la señora Copleigh —. Siempre hablaba su esposa por él. Pasaba las veladas con su mujer, sostenía ésta. Los sábados por la noche giraba una visita al bar... Ahora bien, ninguno de aquellos crímenes fueron cometidos en sábado, de manera que ahí no había nada. Además, Alice Perry es de esas personas que despiertan confianza cuando formulan una declaración. Jamás se contradecía; nunca daba marcha atrás cuando decía una cosa; no había quien la asustara... Pero el caso es que Amos no era el hombre que todos buscaban. Nunca pensé yo tal cosa. Tenía un presentimiento, eso sí. De haberme visto obligada a señalar a alguien, mi dedo hubiera apuntado a sir Philip. —¿Sir Philip? —inquirió Tuppence. La cabeza parecía estar dándole vueltas. Entraba en escena un nuevo personaje —. ¿Quién era?

—Sir Philip Starke... Vive en Warrender House, un edificio que recibió la denominación de Old Priory cuando lo ocupaban los que llevaban aquel apellido, antes de que se incendiara. En el cementerio de la iglesia y dentro de ella podrá ver muchas placas de mármol con el nombre de los Warrender. Aquí ha habido Warrender siempre, prácticamente, desde el reinado del último Jaime.

—¿Era sir Philip pariente de los Warrender?

—No. Hizo su fortuna a lo grande, tengo entendido, O fue su padre... A base de fundiciones de acero y cosas por el estilo. Sir Philip era un tipo raro. Sus talleres se encontraban en el norte, pero él no vivía aquí, Muy reservado. Llevaba la existencia de un recluso... Recluso, se dice, ¿no? —Sí, sí —se apresuró a contestar Tuppence.

—Es la palabra que más le cuadraba entonces. Era un hombre pálido, ¿sabe?, delgado, huesudo... Le gustaban mucho las flores. Era un botánico muy enterado. Coleccionaba florecillas silvestres, siempre las más menudas, aquellas de las que nadie suele hacer el menor caso. Hasta escribió un libro sobre las mismas, creo. ¡Oh, sí! Era inteligente, muy inteligente. Su esposa era toda una dama, una mujer muy hermosa, pero de aire triste. Esto es, por lo menos, lo que yo me decía...

El señor Copleigh produjo uno de sus gruñidos característicos.

—Eres una necia, Liz —dijo —. ¡Mira que pensar que podía haber sido sir Philip! Sir Philip era un hombre muy amante de los niños. Siempre estaba organizando reuniones infantiles.

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