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Authors: Doris Lessing
Como no podía dejar de suceder, menos de una semana después de mi instalación en el hotel Willi había conseguido privilegios especiales, y ello a pesar de ser alemán y, técnicamente, un extranjero enemigo. Otros refugiados alemanes se hacían pasar por austriacos o trataban de no llamar la atención; pero el nombre de Willi en el registro del hotel era doctor Wilhelm Karl Gottlieb, ex Berlín, 1939. Sólo esto. La señora James, que regentaba el hotel, le reverenciaba. Se cuidó de hacerle saber que su madre era condesa, cosa que era verdad. Ella creía que era médico, y él no se había tomado la molestia de explicarle lo que la palabra doctor significaba en Europa.
—No es culpa mía que sea estúpida —decía Willi cuando se lo criticábamos.
Le aconsejaba gratis en asuntos legales, la protegía, era descortés cuando no le daban lo que pedía y, en suma, la tenía siempre correteando a su alrededor «como un perrito asustado», según decía él mismo. Era viuda de un minero que había muerto en un derrumbamiento en el Rand, tenía cincuenta años y era obesa, agobiada, sudorosa e incompetente. Nos alimentaba de estofados, calabaza y patatas. Los criados africanos le sisaban. Hasta que Willi no le explicó cómo llevar el negocio, lo que hizo sin que se lo pidieran al cabo de una semana de estar allí, perdía dinero; después, ganó mucho. Cuando Willi se fue del hotel, era una mujer adinerada, con inversiones escogidas por él en propiedades esparcidas por toda la ciudad.
Yo ocupaba el cuarto vecino al de Willi. Comíamos en la misma mesa. Los amigos nos visitaban día y noche. Para nosotros, aquel comedor feo y enorme que se cerraba definitivamente a las ocho (la cena de siete a ocho) estaba abierto hasta después de medianoche. También nos hacíamos té en la cocina y a veces la señora James tenía que bajar en bata a pedirnos, con una sonrisa de buenos amigos, que no gritáramos tanto. Iba contra las reglas tener gente en las habitaciones después de las nueve de la noche; sin embargo, nosotros celebrábamos seminarios en nuestros cuartos hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, varias noches a la semana. Hacíamos lo que queríamos, mientras la señora James se iba enriqueciendo y Willi le decía que era una mema sin la menor idea de los negocios.
Ella le contestaba:- «Sí, señor Rodde», y se reía, sentándose coquetamente sobre la cama de su cuarto para fumar un cigarrillo. Como una colegiala. Recuerdo que Paul dijo en cierta ocasión:
—O sea que tú crees que es correcto que un socialista consiga lo que quiera, tomando el pelo a una mujer.
—Le hago ganar mucho dinero —contestó Willi.
—Me refería al sexo.
—No sé a qué te refieres —concluyó Willi.
Y era verdad. Los hombres tienen mucha menos conciencia que las mujeres de usar el sexo de esta forma; mucho menos honestos.
Así que el hotel Gainsborough nos servía como prolongación del Club de Izquierdas y del grupo del Partido; y, para nosotros, estaba asociado con trabajo duro.
Al hotel Mashopi fuimos llevados por un impulso. Nos encaminó hacia él Paul. Había estado volando por aquella región, tuvo que aterrizar a causa de una tormenta súbita, y regresó con el instructor en coche, parándose en el hotel Mashopi para almorzar. Aquella noche acudió al Gainsborough muy contento, deseando compartir su buen humor con nosotros.
—No os lo hubierais imaginado nunca... Abandonado en medio del matorral, rodeado por todas partes de montículos, salvajes y exotismo; eso es el hotel Mashopi. Tiene un bar con un blanco para lanzar dardos y un tablero para jugar al tejo, sirven empanada de carne y riñón con un termómetro que marca noventa, y además de todo esto, el señor y la señora Boothby son el retrato clavado de los Gatsby, ¿os acordáis? La pareja que regentaba aquella taberna de Aylesbury. Es como si los Boothby no hubieran sacado nunca el pie de Inglaterra. Y me juego algo a que él es un ex sargento mayor. No puede ser de otro modo.
—Entonces ella es una ex chica de taberna —dijo Jimmy—. Y tienen una gentil hija a la que quieren casar. ¿Te acuerdas, Paul de aquella pobre chica que no te quitaba los ojos de encima, en Aylesbury?
—Claro que los coloniales no podrán apreciar la exquisita incongruencia de todo ello—comentó Ted.
En bromas de este tipo, Willi y yo éramos considerados como coloniales.
—Ex sargentos mayores que parece que no han salido jamás de Inglaterra llevan la mitad de los hoteles y bares del país —repliqué yo - Ya lo sabríais si fueseis capaces de despegaros del Gainsborough.
Para las bromas de este tipo se consideraba que Ted, Jimmy y Paul despreciaban hasta tal punto la Colonia, que lo ignoraban todo acerca de ella. En realidad, estaban muy bien informados.
Eran casi las siete de la tarde y se acercaba la hora de cenar en el Gainsborough. Calabaza frita, carne estofada y fruta hervida.
—Vamos a echarle una ojeada —dijo Ted—. Ahora. Podemos tomar una pinta y volver a tiempo de coger el autobús para el campamento. —Hizo la sugerencia con su entusiasmo usual, como si el hotel Mashopi tuviera ciertamente que resultar la experiencia más hermosa e insólita de toda nuestra vida.
Miramos a Willi. Aquella noche había una reunión, organizada por el Club de Izquierdas, entonces en su apogeo. Contaban con la presencia de todos nosotros. Sin embargo, Willi estuvo de acuerdo, con toda naturalidad, como si no hubiera nada extraño en ello:
—No hay inconveniente. Por esta noche, la calabaza de la señora James se la puede comer otro.
Willi tenía un coche barato, de quinta mano. Los cinco nos metimos en él y fuimos hasta Mashopi, a unos noventa y cinco kilómetros. Recuerdo que era una noche clara, pero opresiva; las estrellas, gruesas y bajas, con una luminosidad espesa, tenían el aspecto característico de cuando se avecina tempestad. Fuimos por entre
kopjes
que eran montones de guijarros de granito, lo típico de aquella parte del país. Las piedras estaban cargadas de calor y electricidad, de modo que al pasar por enfrente nos venían a la cara ráfagas de aire caliente, como suaves puñetazos.
Llegamos al hotel Mashopi a las ocho y media y nos encontramos con que el bar estaba intensamente iluminado y repleto de granjeros de la vecindad. Era un recinto pequeño y reluciente, con un mostrador de madera pulida y lustrosa, y el suelo de cemento negro, brillante. Tal como Paul nos dijera, había un blanco para los dardos y un juego de tejo. Y detrás del mostrador estaba el señor Boothby, de dos metros de estatura, corpulento, con un estómago protuberante, la espalda recta como una pared y el rostro pesado, surcado por una red de venas hinchadas por el alcohol y dominado por un par de ojos prominentes, de expresión tranquila y maliciosa. Recordó a Paul de aquel mediodía y se interesó por los progresos realizados en la reparación del avión. El aparato no había sufrido ninguna avería, pero Paul empezó a contar una larga historia de cómo un ala había sido alcanzada por un rayo y él había descendido sobre las copas de los árboles en paracaídas, con el instructor agarrado a su brazo... Era una historia tan claramente fabricada, que el señor Boothby mostró malestar desde la primera palabra. Y, no obstante, Paul lo contaba con mucha gracia, pero en serio y con deferencia. Al final dijo:
—Mi función no es buscar las causas, mi función es volar y morir —al tiempo que simulaba no poder reprimir una lágrima de gallardía.
El señor Boothby soltó a regañadientes una breve risotada y le pidió si quería beber algo. Paul había supuesto que aquella bebida iría a cuenta de la casa, como un premio al héroe; pero el señor Boothby alargó la mano con una mirada fija y prolongada, como si dijera: «Sí, ya sé que no es broma, y que tú tratarías de tomarme el pelo si pudieras». Paul pagó de buen talante y continuó la conversación.
Unos minutos después vino a donde estábamos nosotros, sonriente y diciéndonos que el señor Boothby había sido sargento de la policía colonial, que se había casado con su actual mujer durante un permiso en Inglaterra, donde ella había trabajado en una taberna, que tenían una hija de dieciocho años, y que regentaban aquel hotel desde once años antes.
—Y con mucho tino, si me permite que se lo diga —oímos decir a Paul—. El almuerzo de esta mañana ha sido magnífico. Pero son las nueve—recordó Paul—; van a cerrar el comedor y mi anfitrión no nos ha invitado a cenar. Así que he fracasado. Nos vamos a morir de hambre. Perdonadme por el fracaso.
—Voy a ver si lo arreglo —dijo Willi.
Se dirigió a donde estaba el señor Boothby, pidió whisky, y al cabo de cinco minutos ya había conseguido que abrieran el comedor especialmente para nosotros. No sé cómo lo hizo. Para empezar, resultaba un tipo tan raro en aquel bar lleno de granjeros con sus modestas esposas, que los ojos de todo el mundo se habían vuelto hacia él repetidas veces desde que entramos. Llevaba un elegante traje crema de shantung, su negro pelo relucía bajo todas aquellas luces estridentes, y mostraba en su pálido rostro una expresión de urbanidad. Dijo, con su inglés tan supercorrecto, tan claramente alemán, que él y sus amigos habían acudido desde la ciudad para probar la comida de Mashopi, de la que tanto habían oído hablar, y que estaba seguro de que el señor Boothby no les iba a decepcionar. Habló con la misma velada crueldad arrogante de Paul al contar la historia del descenso en paracaídas. El señor Boothby se quedó silencioso, mirando fríamente a Willi, con las manos enormes y rojas inmóviles sobre el mostrador. Entonces Willi se sacó con calma la cartera del pecho y mostró un billete de una libra. Yo supongo que hacía años que nadie se había atrevido a dar una propina al señor Boothby, quien, de momento, no replicó. Luego, giró la cabeza despacio, con un gesto deliberado, y con los ojos salidos un poco más de las órbitas, aguzó la vista considerando las posibilidades monetarias de Paul, Ted y Jimmy, los tres con su respectivo bock en la mano. Entonces dijo:
—Voy a ver qué opina mi mujer.
Y salió del bar, dejando el billete de Willi sobre el mostrador. La idea era que Willi lo recogiera, pero éste no lo tocó; se acercó a nosotros y anunció:
—No hay dificultad.
Paul ya había atraído la atención de la hija de un granjero. Era una muchacha de unos dieciséis años, bonita y regordeta, que lucía un vestido de volantes de muselina floreada. Paul estaba de pie frente a ella, sosteniendo su bock con la mano alzada y observando, con aquella voz suya, fluida y agradable:
—Desde que he entrado quería decirle que no había visto un vestido como el suyo desde hace tres años, en Ascot.
La niña parecía hipnotizada. Se había ruborizado. Pero me parece que pronto se hubiera dado cuenta de la insolencia de Paul. Willi agarró por el brazo a Paul y le dijo:
—Vamos. Deja esto para luego.
Salimos a la terraza. Al otro lado de la carretera había eucaliptos, cuyas hojas brillaban a la luz de la luna. Un tren estaba parado en la vía, despidiendo vapor y agua en su resoplar. Ted dijo en voz baja y acalorada:
—Paul, eres la razón más poderosa que conozco para fusilar a toda la clase alta y acabar con la gente como tú.
Yo, inmediatamente, le di la razón. No era la primera vez que ocurría eso. Hacía cosa de una semana, la arrogancia de Paul enojó de tal manera a Ted que éste se marchó, pálido y descompuesto, diciendo que no iba a volver a dirigirle la palabra.
—Ni a Willi; los dos sois iguales —añadió.
Necesitamos horas, Maryrose y yo, para persuadirle de que volviera al redil. A pesar de ello, Paul respondió frívolamente:
—En su vida ha oído hablar de Ascot, y cuando se entere de lo que es va a sentirse adulada.
Como respuesta a estas palabras, todo lo que Ted dijo después de un largo silencio fue:
—No, no se sentirá adulada. No es verdad.
Y luego hubo una pausa, mientras contemplábamos el brillo de las hojas plateadas, antes de que Ted añadiese:
—¡Bah! Jamás llegaréis a comprenderlo, ninguno de los dos. Y me es igual.
Aquel
me es igual
lo dijo en un tono desconocido para mí en Ted, un tono casi frívolo. Y se rió. Nunca le había oído reírse así. Me sentí mal, desconcertada, porque Ted y yo siempre fuimos aliados en esta batalla, y ahora me sentía abandonada.
El ala principal del hotel daba directamente a la carretera, y consistía en el bar y el comedor, con las cocinas detrás. A lo largo de la fachada había una terraza cimentada sobre unas columnas de madera por las que subían varias enredaderas. Estábamos sentados en los bancos, silenciosos y aburridos; de repente nos sentimos soñolientos y con hambre. La señora Boothby, llamada por su marido, había acudido de su casa y no tardó en hacernos pasar al comedor, volviendo a cerrar la puerta para que no entraran otros viajeros a pedir comida. Aquella carretera era una de las principales de la Colonia, y estaba siempre llena de coches. La señora Boothby era una mujer de cuerpo grande y lleno, muy poco atractiva, con la cara de un color vivo y el pelo muy rizado y sin color. Iba muy encorsetada. Las caderas le sobresalían abruptamente y llevaba los senos muy altos, como un anaquel. Era agradable, amable, de trato servicial, pero digno. Se disculpó de que, por ser tan tarde, no pudiera servirnos una comida completa, pero nos aseguró que haría lo posible para no defraudarnos. Luego, con una inclinación de cabeza y un «buenas noches», nos dejó con el camarero, quien ponía mala cara por haber sido retenido tanto después de la hora acostumbrada. Comimos gruesas tajadas de una carne asada, muy buena, patatas al horno y zanahorias. Para terminar, tarta de manzana con crema de leche y queso de la región. Era una comida de taberna inglesa, cocinada con esmero. En el comedor, grande y silencioso, todas las mesas estaban ya puestas para el desayuno del día siguiente. En las ventanas y puertas había gruesos cortinajes de flores estampadas. Los faros de los coches que pasaban por la carretera iluminaban los cortinajes continuamente, borrando el dibujo y haciendo que los tonos rojos y azules de las flores brillaran con fuerza una vez pasado el deslumbramiento de la luz, que se alejaba ya carretera arriba, hacia la ciudad. Teníamos sueño y pocas ganas de hablar, pero yo me sentí mejor al cabo de un rato, cuando Paul y Willi, como siempre, comenzaron a tratar al camarero como a un criado, haciéndole ir de un lado a otro y exigiéndole cosas. Ted se animó súbitamente y empezó a hablar a aquel hombre como a un ser humano, e incluso con mayor simpatía que de costumbre, por lo que me di cuenta de que se avergonzaba de aquel momento suyo en la terraza. Mientras Ted le hacía preguntas al camarero sobre su familia, su trabajo o su vida, y le ofrecía información sobre sí mismo, Paul y Willi continuaban comiendo sin hacer el menor caso, como siempre en ocasiones parecidas. Hacía ya tiempo que habían puesto las cartas boca arriba sobre aquella cuestión.