El Cuaderno Dorado (11 page)

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Authors: Doris Lessing

BOOK: El Cuaderno Dorado
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—¿Las volviste a pasar a máquina?

—Sí. Y a ponerlas una junto a la otra. Parecían escritas por la misma persona.
¿Es que no te das cuenta?

—No. ¿Qué estás intentando demostrar?

—Pues, lo lógico: ¿a qué estereotipo pertenezco yo?

—¿Ah, tú crees? Yo no lo veo así.

Lo que Molly estaba diciendo era: «Si tú quieres reducirte a una nadería, muy bien, pero no me pongas la etiqueta a mí».

Decepcionada, porque este descubrimiento y las ideas que le habían seguido era lo que más esperó discutir con Molly, Anna dijo apresuradamente:

—¡Ah, bueno! A mí me pareció interesante. Y esto es casi todo... Hubo un período que podría describirse como de confusión, y algunos salieron del Partido. O digamos que
todos
salieron del Partido, quiero decir aquellos a quienes se les había agotado el tiempo psicológico. Entonces, un día de la misma semana, y esto es lo más fantástico de todo, Molly... —A pesar suyo, Anna volvía a recurrir a Molly—, la misma semana recibí otras tres cartas, purgadas de dudas, firmes y llenas de resolución. Fue la semana después de Hungría. En otras palabras, el látigo había vuelto a chasquear y los tres indecisos habían vuelto a formar en las filas. Las tres cartas eran también idénticas... No me refiero a las palabras en sí, claro —puntualizó Anna, con impaciencia, al poner Molly una expresión escéptica—. Me refiero al estilo, las expresiones, la manera en que se ligaban las palabras. Y aquellas cartas del período intermedio, aquellas cartas histéricas de humillación, era como si no las hubieran escrito nunca. De hecho, estoy convencida de que Tom, Len y Bob las han suprimido de su memoria.

—Pero ¿tú las has conservado?

—No tengo la intención de usarlas en ningún tribunal, si es a eso a lo que te refieres.

Molly estuvo secando vasos lentamente, con un trapo de rayas rosas y moradas, y mirándolos a contraluz antes de colocarlos en su sitio.

—Pues yo estoy tan harta de todo esto, que me parece que no voy a interesarme por ello nunca más.

—Pero, Molly, eso es imposible. Durante años fuimos comunistas, casi comunistas o como quieras llamarlo. No podemos, un buen día, decir: «En fin, me aburre».

—Lo curioso es que me aburre. Sí, ya sé que es raro. Hace dos o tres años me sentía culpable si no pasaba todo el tiempo libre organizando algo. Ahora, no me siento nada culpable si me limito a hacer mi trabajo y dedico el resto del tiempo a holgazanear por ahí. Me importa un bledo, Anna. Francamente, un bledo.

—No se trata de sentirse culpable. Es cuestión de reflexionar sobre lo que todo esto significa.

Molly no respondió, por lo que Anna se apresuró a añadir:

—¿Quieres noticias de la Colonia?

La Colonia era el nombre que daban a un grupo de americanos que vivían en Londres por razones políticas.

—¡Por Dios, no! También estoy harta de ellos. No. Me gustaría saber qué ha sido de Nelson; le tengo cariño.

—Está escribiendo la obra maestra americana. Abandonó a su mujer porque ella era una neurótica. Encontró a una chica muy simpática, pero decidió que también era neurótica y volvió junto a su mujer. Luego decidió otra vez que era neurótica y la abandonó de nuevo. Finalmente, ha encontrado a otra chica, que por ahora no se ha vuelto neurótica.

—¿Y los demás?

—De una manera u otra, ídem.

—En fin, pasémoslos. Conocí a la colonia americana en Roma. Son unos tipos lamentables.

—Sí. ¿Quién más?

—Tu amigo, el señor Mathlong... Ya sabes, el africano.

—Claro que lo sé. Pues de momento está en la cárcel, o sea que supongo que dentro de un año va a ser primer ministro.

Molly se rió.

—Queda tu amigo de Silva.


Era
mi amigo —dijo Molly volviendo a reír, aunque defendiéndose del tono crítico de Anna.

—Pues los hechos son como sigue: regresó a Ceilán, con su mujer... ¿Te acuerdas? Ella no quería irse. Bien; él me escribió porque se había dirigido a ti y no obtuvo respuesta. Decía que Ceilán es maravilloso, muy poético, y que su esposa esperaba otro niño.

—¡Pero si ella no quería tener más niños!

De repente, Anna y Molly se echaron a reír juntas; volvían a estar en armonía.

—Luego me escribió diciendo que echaba de menos Londres y su libertad cultural.

—Entonces, esperemos que aparezca en cualquier momento...

—Volvió. Hace un par de meses. Al parecer, ha abandonado a su mujer. Es demasiado buena para él, dice, derramando gruesas lágrimas..., aunque no muy gruesas porque, al fin y al cabo, se encuentra en Ceilán sin poder salir, con dos niños y sin dinero. Así que no teme nada.

—¿Le has visto?

—Sí. —Pero Anna descubrió que era incapaz de contarle a Molly lo ocurrido.

¿De qué hubiera servido? Acabarían como ella se había jurado que no ocurriría, pasando la tarde con una de aquellas conversaciones mordaces y resentidas, tan naturales entre ellas dos.

—¿Y qué cuentas de ti misma, Anna?

Por primera vez, Molly formulaba la pregunta de una manera a la que Anna podía contestar. Así, pues, se apresuró a responder:

—Michael vino a verme. Hará cosa de un mes.

Había vivido cinco años con Michael. La unión se había roto tres años antes, en contra de la voluntad de ella.

—¿Y cómo fue?

—Pues, en algunos aspectos, como si no hubiera pasado nada.

—Claro, como os conocéis tan bien...

—Pero se comportaba... No sé cómo decirlo. Yo era una amiga de toda la vida, ¿te lo imaginas? Me llevó en coche a un sitio adonde yo quería ir. Hablaba de un colega suyo. «¿Te acuerdas de Dick?», me preguntó. Curioso, ¿no crees? No se acordaba de que yo recordaba perfectamente a Dick, puesto que en aquella época le veíamos a menudo... «Dick ha conseguido un destino en Ghana —dijo—. Se llevó a su mujer. Su amante también quería ir, ¿sabes? —Y seguidamente añadió, echándose a reír—: Te ponen en un aprieto estas amantes...» Pronunció esta última frase con toda naturalidad, como una nota cordial. Esto era lo penoso. Luego se azoró, porque recordó que yo había sido su amante, se puso rojo y adoptó un aire culpable.

Molly no dijo nada. Observaba de cerca a Anna.

—Eso es todo, imagino.

—Son una pandilla de cerdos —dijo Molly alegremente, pulsando deliberadamente la nota que haría reír a Anna.

—¡Molly! —exclamó Anna con pena, en tono de súplica.

—¿Cómo? ¿De qué sirve seguir pensando en ello, eh?

—Pues he reflexionado... Es posible que hayamos cometido una equivocación.

—¿Qué? ¿Sólo una?

Pero Anna no se reía.

—No. Va en serio. Las dos estamos convencidas de que somos fuertes... No, escúchame. Hablo en serio. Quiero decir: un matrimonio se va al agua; bien, decimos que nuestro matrimonio ha sido un fracaso y que peor para él. Un hombre nos deja plantadas; bien, qué le vamos a hacer, no importa. Sacamos a los niños adelante; sin un hombre, y nos decimos que no cuesta nada, que somos muy capaces de hacerlo. Pasamos años en el Partido comunista y luego suspiramos: «¡Vaya, vaya! Cometimos un error. ¿Qué le vamos a hacer?...»

—¿Qué intentas decir? —le interrumpió Molly, con cautela y a una gran distancia de Anna.

—¿No te parece que podría ser, por lo menos podría ser, que las cosas nos fueran tan mal que ni pudiéramos recobrarnos? Porque yo, cuando de verdad me enfrento con ello, no creo que haya podido olvidar a Michael. Creo que a mí me ha ido mal. Sí, ya sé que lo que he de decir es: «¡Vaya, vaya! Me ha plantado... Después de todo, ¿qué son cinco años? Adelante, y a otra cosa».

—Pero es como debe ser: adelante, y a otra cosa.

—¿Por qué será que la gente como nosotras nunca reconoce un fracaso?

Nunca. Tal vez valdría más que lo reconociéramos. Y no se trata sólo de amor y de hombres. ¿Por qué no podemos decir algo como...? Somos gente que, a causa de nuestra situación en la historia, nos entregamos con gran energía..., aunque sólo en nuestra imaginación —y de ahí viene todo...— al gran sueño; y ahora tenemos que reconocer que el gran sueño se ha desvanecido y que la verdad es otra, que nosotros ya no servimos para nada. Al fin y al cabo Molly, no es una gran pérdida un puñado de personas, un puñado de personas de un tipo determinado que dicen están acabadas, que no hay nada que hacer. ¿Por qué no? Es casi arrogancia no ser capaces de decir eso.

—¡Oh, Ana! Todo esto es simplemente a causa de Michael. Y acaso un día de éstos vuelva y reanudéis lo vuestro. Y si no vuelve, ¿de qué te quejas? Tú tienes tus libros.

—¡Por Dios! —murmuró Ana—. ¡Por Dios...! —Después, al cabo de un momento, hizo un esfuerzo y volvió a sacar la voz de inmunidad—: Sí, es muy extraño todo... Bueno, me tengo que ir a casa.

—Creí que habías dicho que Janet se había ido a casa de una amiga.

—Sí, pero tengo trabajo.

Se besaron con rapidez. El hecho de que no habían podido realmente encontrarse, se lo comunicaron con un pequeño apretón de manos, un apretón tierno, casi en broma. Anna salió a la calle y se dispuso a andar hasta su casa; estaba sólo a unos minutos de allí, en Earls Court. Antes de entrar en la calle donde vivía, la suprimió automáticamente de su campo visual. No habitaba en la calle, ni siquiera en el edificio, sino en el piso; y no permitiría que la vista volviera a sus ojos hasta que no hubiera entrado y cerrado la puerta.

Las habitaciones ocupaban dos pisos en lo alto de la casa. Eran cinco cuartos grandes, dos abajo y tres arriba. Michael había persuadido a Anna, cuatro años antes, para que cogiera un piso ella sola. No le convenía, le dijo, vivir en la casa de Molly, siempre al amparo de la hermana mayor. Al quejarse ella de que no se lo podía permitir económicamente, él le aconsejó que alquilara una habitación. Así lo hizo, imaginando que él compartiría aquella vida con ella; pero poco después la abandonaba. Durante un tiempo, ella continuó viviendo según el ritmo que él le impusiera. Había dos estudiantes en una habitación grande, su hija en la otra, y el dormitorio y el cuarto de estar organizados como para dos personas, ella y Michael.

Uno de los estudiantes se fue, pero ella no se preocupó de reemplazarlo. Le invadió una gran repugnancia por su dormitorio, pensado para compartirlo con Michael, y se trasladó al cuarto de estar, donde dormía y se dedicaba a sus cuadernos. Arriba continuaba el otro estudiante, un joven de Gales. A veces, Anna pensaba que podría decirse que compartía el piso con un joven; pero él era homosexual y no se producía la menor tensión. Apenas se veían. Anna se ocupaba de sus cosas mientras Janet permanecía en el colegio, dos manzanas más abajo; y cuando Janet estaba en casa, se dedicaba a ella. Una mujer de edad acudía una vez por semana a limpiar el piso. El dinero le llegaba poco a poco, y con irregularidad, de su única novela,
Las fronteras de
la guerra
, que había sido un best-seller capaz de proporcionarle todavía dinero suficiente para vivir. El piso era bonito, todo pintado de blanco y con el suelo brillante. La balaustrada y la barandilla de la escalera perfilaban un dibujo blanco contra el rojo del papel.

Éste era el marco de la vida de Anna. Pero sólo cuando se encontraba sola, en el cuarto grande, era ella de verdad. Se trataba de una habitación rectangular, con un nicho que albergaba una cama estrecha. Alrededor de la cama se amontonaban libros, papeles y un teléfono, mientras que en la pared exterior había tres ventanas altas. En un extremo de la habitación, cerca de la chimenea, aparecía un escritorio con una máquina de escribir que utilizaba para contestar las cartas, hacer las recensiones de libros y, con decreciente frecuencia, escribir artículos. En el extremo opuesto había una mesa de caballete, pintada de negro, en uno de cuyos cajones guardaba cuatro cuadernos. Esta mesa siempre estaba despejada. Las paredes y el techo del cuarto eran blancos, pero sucios a causa del aire negro de Londres. El suelo estaba pintado de negro. La cama tenía un cobertor negro. Las largas cortinas eran de un rojo apagado.

Anna iba, despacio, de una ventana a la otra, examinando la débil y desteñida luz del sol, que no lograba alcanzar los fragmentos de acera que constituían el suelo de la hendedura entre las altas casas victorianas. Cubrió las ventanas, escuchando con placer el íntimo sonido que producían las anillas de las cortinas al deslizarse por la honda ranura de la barra, y el suave crujido del roce y de los pliegues de la espesa seda. Encendió la luz que había sobre la mesa de caballete, de modo que se iluminó la brillante superficie negra, en la cual, a su vez, se reflejó el destello rojizo de la cortina más próxima. Finalmente, extendió los cuadernos, cuatro, disponiéndolos uno al lado del otro.

Para sentarse usaba un anticuado taburete de música. Lo hizo girar hasta ponerlo a su altura máxima, que alcanzaba casi tanto como la mesa, y luego se acomodó en él, mirando desde allá arriba los cuatro cuadernos. Parecía un general que, en la cima de una montaña, observara a su ejército desplegarse en el valle, a sus pies.

LOS CUADERNOS

[Los cuatro cuadernos eran idénticos, de unos cuarenta y cinco centímetros cuadrados y con tapas brillantes, que hacían aguas como una tela de seda barata. Lo que los distinguía era el color: negro, rojo, amarillo y azul. Cuando se abría cualquiera de ellos, en las primeras cuatro páginas parecía que no existía ningún orden: una o dos páginas mostraban garabatos a medio hacer y frases inacabadas, y luego aparecía un título, como si Anna se hubiera dividido en cuatro casi automáticamente, y según la naturaleza de lo que había escrito, hubiera dado un nombre a cada parte. Así había ocurrido, ciertamente. El primer tomo, el cuaderno negro, empezaba con unas rayas y unos símbolos musicales esparcidos, claves de sol que se convertían en el signo de la £ y viceversa; luego, un complicado dibujo de círculos sobrepuestos y las palabras:]

  negro

    oscuro, está tan oscuro

      está oscuro

        hay una especie de oscuridad aquí

[Y a continuación, en una letra distinta y desigual:]

Cada vez que me siento a la mesa para escribir y dejo correr mi mente, aparece en ella la frase. Está tan oscuro o algo relacionado con la oscuridad. Terror. El terror de esta ciudad. Miedo de estar sola. Una cosa, nada más, me impide dar un salto y ponerme a gritar o correr al teléfono para llamar a alguien, y es hacer un esfuerzo para volverme a imaginar dentro de aquel resplandor caliente...: luz blanca, luz, ojos cerrados, la luz roja, cálida, sobre el globo de los ojos. El calor vibrante y áspero de un guijarro de granito. La palma de la mano aplastada encima de él, moviéndose por encima del liquen. El grano del liquen. Diminuto, como orejas de pequeñísimos animales, como una seda cálida y áspera contra la palma de la mano, rozando con insistencia los poros de la piel. Y ardiente. El olor del sol contra la roca caliente. Seco y ardiente, y el polvo sedoso contra la mejilla, oliendo a sol, al sol. Las cartas del agente acerca de la novela. Cada vez que llega una, me entran ganas de reír... La risa de la repugnancia. Una risa mala, la risa del desamparo, una expiación. Cartas fantasmagóricas, cuando pienso en un declive de granito ardiente y poroso, las mejillas contra la roca ardiente, la luz roja sobre los párpados. Almuerzo con el agente. Irreal... La novela es cada vez más una especie de ser con vida propia.
Las
fronteras de la guerra
ya no tiene nada que ver conmigo; es propiedad ajena. El agente dice que debería hacerse un film. He dicho que no. Él se ha cargado de paciencia...; es su oficio.

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