El pescado envuelto en papel se había convertido en un amasijo maloliente, pegajoso. A duras penas contuvo el impulso de vomitar en la pila.
De pronto Urmila se encontró temblando de indignación. Sabía que estaba a punto de explotar, como le sucedía a veces cuando trabajaba en sus artículos de investigación. Estaba tan enfadada que dejó de preocuparse de la hora, de la conferencia de prensa en el Gran Hotel Oriental, del redactor jefe de informativos e incluso del ministro de Comunicaciones de Delhi. Volvió a meter los trozos de pescado en la bolsa de plástico y se dirigió a la puerta. Al salir cogió las fotocopias, haciendo una pelota con ellas.
Su madre había salido de su habitación para ver qué pasaba. Se quedó con la boca abierta al ver a Urmila saliendo de casa con el sari cubierto de manchas, una pelota de papel y una bolsa de pescado.
—¿Adónde vas, Urmi? —exclamó.
—A devolver este pescado —se desfogó finalmente Urmila—. No podemos comernos esto: nos moriríamos. Fíjate en el asqueroso papel en que venía envuelto. Voy a devolvérselo al pescadero: he pagado más de cien rupias por este pescado. No voy a dejar que me estafen así.
La puerta del piso se abría a una estrecha galería que compartían otros tres apartamentos vecinos. Pero en la galería no había nadie. Miró a derecha e izquierda: ni rastro del joven con la cesta de pescado.
Urmila se quedó un momento indecisa y luego se dirigió al apartamento de al lado y tocó el timbre. Varios minutos después se abrió la puerta y un hombre de mediana edad en
pyjama
y camiseta asomó la cabeza con aire receloso.
—¿Sí? ¿Qué desea? —dijo.
Urmila no sabía qué decir: entre aquella familia y la suya había una larga historia de conflictos y desavenencias. Esbozando una sonrisa, preguntó:
—¿Ha llamado un pescadero a su puerta esta mañana? ¿Un joven con camiseta y un
lungi
a cuadros?
El vecino la miró de arriba abajo con aire de burla, pasando los ojos de la bolsa de plástico donde llevaba el pescado al sari arrugado y manchado de especias. Urmila se mantuvo firme.
—¿Le ha visto? —insistió.
—No —repuso el hombre—. Estábamos durmiendo hasta que usted llamó al timbre.
—¿Cómo? —exclamó Urmila—. ¿No ha pasado por aquí el pescadero? ¿Con una cesta…?
—¿Qué acabo de decirle? —soltó bruscamente el hombre—. ¿No le he dicho que estábamos durmiendo?
Le cerró la puerta en las narices.
Urmila subió corriendo al cuarto piso, el último de la casa. Todos los pisos eran exactamente iguales, con cuatro apartamentos idénticos cada uno, alineados a lo largo de una galería abierta. En el cuarto no había ni rastro del pescadero. Se dio la vuelta y bajó disparada, parándose en cada rellano a mirar a ambos lados de la larga galería. Que ella supiera, el pescadero no estaba en el edificio. Inspeccionó dos veces la galería de la planta baja y luego salió corriendo al puesto de
paan
que había en la acera, cerca de la entrada del edificio.
El dueño del puesto estaba sentado en el mostrador con las piernas cruzadas, rezando una oración antes de empezar la jornada. Urmila tuvo que esperar hasta que abrió un ojo.
—¿Qué ocurre? —preguntó sorprendido, mirándole el pelo alborotado y el arrugado sari de dormir—. ¿Por qué has salido en ese estado?
Urmila le preguntó por el pescadero y él negó con la cabeza.
—No, no he visto a nadie; como puedes ver, acabo de llegar.
Ella giró sobre los talones y echó a andar calle abajo.
—¿Adónde vas? —preguntó el
paan-wallah
a su espalda.
—No voy a permitir que ese individuo me robe a plena luz del día —repuso Urmila—. Voy a buscarlo para que me devuelva el dinero.
El
paan-wallah
soltó una carcajada burlona.
—Es inútil —advirtió—. Esos vendedores ambulantes son demasiado listos para gente como tú.
—¡Ya veremos! —gritó Urmila, volviendo la cabeza.
RashBehari rebosaba con su habitual muchedumbre matinal, unos apresurándose hacia Lansdowne y otros hacia Gariahat. La gente se volvía a mirar a Urmila, que caminaba con aire resuelto y agitando el puño. Hubo burlas y silbidos de algunos holgazanes apoyados en las barandillas de la acera o en cuclillas junto a la calzada. Urmila prosiguió la marcha, indiferente al sari manchado y a la pringosa bolsa de pescado.
Torció por un camino de tierra que salía de RashBehari, y casi sin darse cuenta llegó ante unas altas puertas de hierro forjado. Un corpulento
chowkidar
en uniforme caqui estaba de guardia junto a la verja. Sobre su cabeza había una placa de mármol esmeradamente labrada y empotrada en la pared. Llevaba el nombre de «Romen Haldar» escrito en historiados caracteres cursivos bengalíes.
El
chowkidar
la miró de hito en hito, con aire receloso.
—¿Qué viene a hacer aquí? —inquirió, situándose ante ella y golpeando la porra contra el muslo.
Urmila le apartó de un empujón, sin apenas cambiar el paso.
—A usted no le importan mis asuntos —le dijo—. Quédese donde está y ocúpese de los suyos.
Siguió su marcha por el camino de entrada hacia el porche cubierto que daba a la casa. El
chowkidar
la persiguió, agitando la porra y gritando:
—¡Alto! No puede pasar.
—Dígame una cosa —replicó Urmila, volviendo la cabeza—. ¿Ha venido hoy el pescadero?
—¿Qué pescadero? —preguntó el guarda—. Aquí no permitimos entrar a pescaderos. ¿Sabe de quién es esta casa?
—Sí.
Con súbita celeridad, el
chowkidar
la adelantó y se colocó ante ella, tratando de cortarle el paso. Pero Urmila estaba acostumbrada a abrirse camino frente a porteros y secretarios; no era contrincante para ella. Se desvió y pasó de largo sin inmutarse. El guarda la siguió, soltando imprecaciones.
Los gritos del
chowkidar
causaron un revuelo en la casa. En el porche apareció un hombre mayor, con una pluma en la mano, vestido con una
kurta
y un
dhoti
blancos y almidonados.
—¿Qué ocurre? —preguntó, mirando al camino con irritación.
Vio a Urmila y frunció el ceño.
—Sí, ¿qué hay? —inquirió, observándola con desdén—. ¿Qué quiere usted? Hoy no se recibe; se han cancelado todas las citas.
—Quiero ver al señor Romen Haldar —dijo Urmila, sin hacerle caso.
El secretario le lanzó una mirada furibunda por encima de las gafas.
—¿Qué asunto desea tratar con el señor Haldar?
—Quiero preguntarle por un pescadero que ha venido a mi casa esta mañana —contestó Urmila en tono desafiante.
—¿Un pescadero? —repitió el secretario, atónito—. ¿Qué pescadero?
—Un muchacho —repuso Urmila. Quiso describírselo pero lo único que recordaba de su aspecto era una descolorida camiseta y una amplia y desdentada sonrisa—. Suele venir a vender pescado a esta casa. Me ha dicho que ahora venía para acá.
Alzó la bolsa de pescado y se la mostró al secretario.
—Mire, esta mañana me ha vendido esto.
El secretario retrocedió.
—Aparte de mí esa porquería —exclamó, alzando el brazo cubierto con la inmaculada prenda de algodón—. ¿Qué disparate es éste? Hace años que ningún pescadero pone los pies en esta casa.
—Me ha dicho que vendía pescado al señor Haldar.
—Pues mentía —afirmó el secretario.
Urmila, sintiendo que le daba vueltas la cabeza, se le quedó mirando.
—Pero ese hombre me ha dicho…
—Basta —dijo el secretario con un gesto de impaciencia—. Ya se puede marchar.
—No —dijo Urmila, endureciendo el tono de voz—. No me iré hasta que hable con el señor Haldar.
—Entiendo —repuso el secretario. Alzando una mano, hizo una indicación al
chowkidar
, que estaba junto a la puerta—. Shyam Bahadur, acompañe a esta señora a la salida.
Urmila le señaló con el dedo, mirándole directamente a los ojos.
—Me parece que no sabe quién soy yo —le dijo en tono firme y frío—. Permítame decirle que me llamo Urmila Roy y soy reportera de
Calcutta
. Tal vez debiera meditar un poco antes de hacer nada.
El secretario arrugó aún más el ceño y empezó a soltar una diatriba cargada de amenazas. Urmila le escuchó en silencio; durante los últimos años se había acostumbrado a esas situaciones. A su modo, incluso había llegado a disfrutar de ellas. Esperó impávida hasta que el secretario se quedó sin aliento.
—Y ahora le ruego que me lleve ante el señor Haldar —dijo con voz suave—. Enseguida, si me hace el favor; no tengo mucho tiempo. Dentro de poco tengo que estar en el Gran Hotel Oriental para una conferencia de prensa del ministro de Comunicaciones.
—No lo entiende —empezó a balbucear el secretario, enjugándose la frente con la manga de su impecable
kurta
—. No puedo conducirla ante el señor Haldar porque no sé dónde está. Ha desaparecido. Ya ha faltado a dos citas.
Urmila lo miró fijamente, con la boca abierta.
—Pero si va a venir a cenar esta noche a casa —le explicó de forma incoherente—. Por eso voy a preparar pescado; por eso voy a llegar tarde a la conferencia de prensa.
Volvió a agitar la bolsa de pescado delante de las narices del secretario.
—Una de dos, o está loca o está soñando —dijo el secretario con una mueca de desprecio—. El señor Haldar tiene un billete para el avión de Bombay de esta noche; tiene que asistir a una reunión. No piensa ir a su casa ni a ninguna otra parte. —Con un gesto de despedida, se volvió hacia el
chowkidar
y añadió—: Llévesela. No voy a perder más tiempo con estas tonterías.
Urmila no opuso resistencia, pero al llegar al borde del porche se liberó súbitamente.
—¡Está mintiendo! —gritó, quitándose de encima la mano del
chowkidar
con una sacudida—. No le creo. No va a salirse con la suya, ya verá…
El
chowkidar
la contuvo cogiéndola del brazo. Tratando de zafarse, Urmila tropezó. Y entonces el camino de grava voló a su encuentro.
Cuando volvió a abrir los ojos, Urmila estaba tendida a la sombra del porche de columnas de la mansión de Haldar. Veía borroso y le daba vueltas la cabeza. Una silueta confusa se inclinaba sobre ella y más allá había como una docena de rostros nebulosos, mirándola con ansiedad. Una voz le gritaba al oído; no entendía lo que le decía, tenía un acento raro. Alguien la abanicaba con un periódico; otra persona le ofrecía un vaso de agua. El
chowkidar
estaba en un plano medio, gesticulando y discutiendo con alguien que no alcanzaba a ver.
Poco a poco, a medida que se le aclaraba la vista, percibió que la gran mancha que tenía delante era un rostro, la cara de un hombre, de barba corta y bien arreglada. Le resultaba un tanto familiar.
—¡Señorita
Calcutta
! —La sacudía del hombro—. Vamos, despierte. ¿De dónde ha sacado esto? Tengo que saberlo.
—¿El qué? —preguntó ella. El hombre agitaba algo ante sus narices, pero no veía lo que era.
—Estas hojas —dijo el desconocido con impaciencia—. Lo que ha traído; estos papeles.
Retirándole la mano con un gesto, Urmila se incorporó.
—¿Quién es usted? —preguntó—. ¿Por qué me grita así?
—¿No se acuerda de mí? —dijo el hombre, mirándola perplejo—. Nos conocimos ayer, en el teatro.
—¿Cómo que nos conocimos? —repuso ella—. No sé cómo se llama usted, ni quién es, ni a qué se dedica ni nada.
—Me llamo L. Murugan. Trabajo en Alerta Vital. —Murugan sacó la cartera y le entregó una tarjeta, añadiendo—: Yo sí sé quién es usted. No recuerdo exactamente su nombre, pero sé que trabaja en la revista
Calcutta
.
—Eso es lo único que necesita saber —replicó ella—. Y ahora le ruego que me explique qué está haciendo aquí.
—¿Yo? —dijo Murugan—. Quería pedir autorización al señor Haldar para visitar su casa de la calle Robinson, así que pensé en venir a presentarme.
—¿Y por qué me grita?
—Tengo que saber de dónde ha sacado esto. —Le mostró los arrugados fragmentos de las fotocopias que ella había encontrado en el envoltorio del pescado—. ¿Me lo puede decir?
—¿Cómo se atreve? —exclamó Urmila, abalanzándose sobre su mano y arrebatándole los papeles—. Son míos. Me pertenecen.
—No son suyos —objetó Murugan, cogiéndolos—. No tienen nada que ver con usted.
—Son míos y pienso conservarlos —insistió ella, haciendo con ellos una pelota y metiéndosela en la pechera de la blusa.
—Oiga —dijo Murugan, haciendo rechinar los dientes—. ¿Ha encontrado algo que podría ser la clave de uno de los misterios del siglo y lo único que quiere es librar una batalla por su custodia?
Urmila empezó a levantarse, despacio.
—¿Por qué le interesan tanto esos papeles? Sólo valen para la basura.
—Muy bien —dijo Murugan—. Le ahorraré la molestia de tirarlos por la taza del retrete. Devuélvamelos.
—No hay por qué excitarse —dijo ella en tono frío.
Logró ponerse en pie y lanzó una mirada inquisitiva a los rostros que la rodeaban.
—¿Dónde está mi pescado? —preguntó, sin dirigirse a nadie en particular.
Le devolvieron el húmedo envoltorio. Cogiéndolo con firmeza, echó a andar por el sendero hacia la puerta. Murugan corrió tras ella.
—Espere —dijo, tratando de serenarse—. Oiga, ¿qué es lo que quiere? ¿Dinero o algo así?
Ella le dirigió una mirada desdeñosa y siguió andando.
—Entonces, ¿qué?
—Quiero saber lo que hay en esos papeles.
Murugan la cogió del codo.
—Mire, ni siquiera me ha dicho su nombre —protestó Murugan en el tono más conciliador que pudo adoptar—. Lo único que sé es que trabaja en
Calcutta
.
—Mi nombre no le incumbe —replicó ella, librándose de su mano con una sacudida del brazo—. Y le ruego que no me toque.
—Ah, de manera que va a seguir en esa actitud —dijo Murugan, levantando la voz—. ¿Y cómo voy a llamarla, entonces, ya que no se me va a conceder el honor de que me la presenten? ¿Señorita
Calcutta
? ¿Quizá simplemente Calcuta, o sería eso demasiado íntimo? ¿Le parece demasiado afectuoso? Su marido podría sospechar algún acto dudoso, un comportamiento equívoco, una conducta indecorosa y secreta…
—No estoy casada —repuso fríamente Urmila.
—Ah, mejor que mejor: acaba de alegrarme la vida, Calcuta, voy a contar los segundos hasta que termine lo sospechoso y empiece lo equívoco, pero antes de que nos pongamos a gemir con nuestros actos indecorosos, déjeme decirle algo, Calcuta, permítame introducir algunas referencias en su base de datos; déjeme decirle de qué va esto, permítame poner sus prioridades un poco más en consonancia con el mundo real. Usted no tiene que hacerme preguntas a mí: ¿entiende lo que le digo? El doctor Morgan es quien decide lo que usted tiene derecho a saber y cuándo debe saberlo.