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Authors: James Dashner

Tags: #Fantasía, #Ciencia ficción

El corredor del laberinto (37 page)

BOOK: El corredor del laberinto
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Minho vio un lacerador que desaparecía por una esquina delante de ellos y no volvía. Treinta minutos más tarde, Thomas vio otro haciendo exactamente lo mismo. Una hora después, otro atravesó el Laberinto y pasó a su lado sin ni siquiera detenerse. Thomas casi se desplomó por la repentina oleada de terror.

Minho y él continuaron.

—Creo que están jugando con nosotros —dijo Minho un rato más tarde. Thomas se dio cuenta de que había dejado de buscar en las paredes y caminaba de vuelta al Claro, alicaído.

—¿A qué te refieres? —preguntó Thomas.

El guardián suspiró.

—Me parece que los creadores quieren que sepamos que no hay salida. Las paredes ya ni siquiera se mueven. Es como si esto sólo hubiese sido un estúpido juego y hubiera llegado el momento de terminarlo. Quieren que regresemos y se lo digamos a los demás clarianos. ¿Cuánto te apuestas a que, cuando volvamos, otro lacerador se habrá llevado a alguien, como ayer por la noche? Creo que Gally tenía razón: van a seguir matándonos.

Thomas no respondió y sintió la verdad de lo que Minho acababa de decir. Cualquier esperanza que hubiera albergado al salir se había desvanecido hacía mucho rato.

—Vámonos a casa —dijo Minho con voz cansada.

Thomas odiaba admitir la derrota, pero asintió para dar su consentimiento. El código parecía ser su única esperanza, y decidió concentrarse en eso.

Minho y él regresaron en silencio al Claro. No vieron un solo lacerador en todo el camino.

Capítulo 45

Según el reloj de Thomas, era media mañana cuando Minho y él cruzaron la Puerta Oeste de regreso al Claro. Thomas estaba tan cansado que quería tumbarse allí mismo a echar una siesta. Llevaban en el Laberinto unas veinticuatro horas.

Sorprendentemente, a pesar de la luz mortecina y de que todo estaba desbaratándose, el día en el Claro parecía desarrollarse como era habitual: se trabajaba en los campos, en los huertos, y se limpiaba. No pasó mucho tiempo hasta que algunos chicos notaron su presencia. Avisaron a Newt y este enseguida fue hasta allí corriendo.

—Sois los primeros en volver —dijo mientras se acercaba—. ¿Qué ha pasado? —la expresión de esperanza infantil en su rostro le rompió a Thomas el corazón. Sin duda, creía que habían encontrado algo importante—. Decidme que tenéis buenas noticias.

Minho tenía los ojos apagados, clavados en algún punto de la distancia gris.

—Nada —respondió—. El Laberinto es una puta broma.

Newt miró a Thomas, confundido.

—¿Qué dice este?

—Está desanimado —contestó Thomas, y encogió sus cansados hombros—. No hemos encontrado nada diferente. Las paredes no se han movido, no hay salidas, nada. ¿Vinieron los laceradores ayer por la noche?

Newt hizo una pausa y una sombra le atravesó el rostro. Al final, hizo un gesto de asentimiento.

—Sí. Se llevaron a Adam.

Thomas no reconoció aquel nombre y se sintió culpable por no sentir nada.

«Sólo uno otra vez —pensó—. Quizá Gally tenía razón».

Newt estaba a punto de decir algo más cuando Minho perdió el control, asustando a Thomas:

—¡Estoy harto de todo esto! —escupió en la hiedra y las venas se le hincharon en el cuello—. ¡Estoy harto! ¡Se acabó! —se quitó la mochila y la tiró al suelo—. No hay salida; nunca la ha habido y nunca la habrá. Estamos todos fucados.

Con la garganta seca, Thomas observó cómo Minho se marchaba pisando fuerte hacia la Hacienda. Se preocupó. Si Minho se rendía, todos tendrían grandes problemas.

Newt no dijo ni una palabra y, llevado por su propio aturdimiento, dejó a Thomas allí plantado. La desesperación flotaba en el ambiente como el humo de la Sala de Mapas, espesa y ácida.

Los otros corredores regresaron al cabo de una hora y, por lo que Thomas oyó, ninguno había encontrado nada, al final se habían rendido igualmente. Por todas partes en el Claro había rostros apesadumbrados; la mayoría de los trabajadores había abandonado sus tareas diarias.

Thomas sabía que el código del Laberinto era ahora su única esperanza. Tenía que desvelar algo. Tenía que hacerlo. Y, después de deambular por el Claro oyendo las historias de los demás corredores, se quitó el miedo de encima.

¿Teresa?
—dijo en su cabeza, cerrando los ojos como si así fuera a conseguirlo—.
¿Dónde estás? ¿Has averiguado algo?

Tras una larga pausa, casi se había rendido, pues creía que no había funcionado.

¿Eh? Tom, ¿has dicho algo?


—contestó, entusiasmado por haber contactado con ella otra vez—.
¿Me oyes? ¿Estoy haciéndolo bien?

A veces se corta, pero funciona. Es raro, ¿eh?

Thomas se quedó pensando. Lo cierto era que se estaba acostumbrando a aquello.

No está tan mal. ¿Todavía estáis en el sótano? Antes he visto a Newt, pero ha vuelto a desaparecer.

Seguimos aquí. Newt ha traído a tres o cuatro clarianos para que nos ayuden a calcar los mapas. Creo que ya tenemos todo el código.

A Thomas le saltó el corazón a la garganta.

¿En serio?

Baja aquí.

Voy.

Ya se estaba moviendo cuando lo dijo; de repente, había dejado de estar tan cansado.

• • •

Newt le dejó entrar.

—Minho aún no ha aparecido —comentó mientras bajaban las escaleras hacia el sótano—. A veces se le va la olla.

A Thomas le sorprendió que Newt perdiera el tiempo enfurruñándose, sobre todo con las posibilidades que ofrecía el código. Apartó aquella idea al entrar en la habitación. Varios clarianos que no conocía estaban reunidos alrededor de la mesa, de pie; parecían agotados, tenían los ojos hundidos. Había montones de mapas esparcidos por todos lados, incluido el suelo. Parecía que un tornado hubiera aterrizado en medio del sótano.

Teresa estaba apoyada en unas estanterías, leyendo una hoja de papel. Alzó la vista cuando entró el chico, pero luego volvió a concentrarse en lo que fuese que estuviera sosteniendo. Aquello le entristeció un poco; esperaba que se alegrara al verle, pero luego se sintió estúpido por habérsele ocurrido que ella reaccionaría de forma distinta. Sin duda, estaba ocupada intentando descifrar el código.

Tienes que verlo
—dijo Teresa justo cuando Newt dio permiso a sus ayudantes para que se marcharan.

Los muchachos subieron torpemente las escaleras, un par de ellos refunfuñando por haber hecho todo aquel trabajo para nada. Thomas se sobresaltó, preocupado durante un instante por que Newt supiera lo que estaba sucediendo.

No me hables mentalmente mientras Newt esté cerca de mí. No quiero que sepa lo de nuestro… don.

—Venid a ver esto —ordenó Teresa en voz alta, sin apenas ocultar la sonrisita de complicidad que le atravesó el rostro.

—Me arrodillaré para besar tus malditos pies si has averiguado algo —respondió Newt.

Thomas se acercó a Teresa, impaciente por ver adonde habían llegado. Ella les mostró el papel, con las cejas arqueadas.

—No cabe duda de que es correcto —dijo—, pero no tengo ni idea de lo que significa.

Thomas cogió el papel y lo examinó rápidamente. Había círculos numerados del uno al seis en todo el margen izquierdo. Al lado de cada uno, había una palabra escrita en letras mayúsculas:

EMERGE

ATRAPA

SANGRA

MUERTE

DIFÍCIL

PULSA

Eso era todo. Seis palabras.

A Thomas le envolvió la decepción. Había estado seguro de que el propósito de aquel código sería evidente en cuanto lo descifraran. Levantó la vista hacia Teresa con el corazón en un puño.

—¿Eso es todo? ¿Estáis seguros de que están en el orden correcto?

La joven volvió a coger el papel.

—El Laberinto lleva meses repitiendo esas palabras. Lo dejamos cuando estuvo bien claro. Cada vez, después de la palabra PULSA, viene una semana entera sin aparecer ninguna letra y luego empieza con EMERGE de nuevo. Así que nos imaginamos que esa era la primera palabra y que ese era el orden.

Thomas cruzó los brazos y se apoyó en las estanterías, al lado de Teresa. Sin pensarlo, memorizó las seis palabras, grabándolas en su mente. Emerge. Atrapa. Sangra. Muerte. Difícil. Pulsa. No sonaba muy bien.

—Alentador, ¿no crees? —dijo Newt, reflejando exactamente lo que estaba pensando.

—Sí —contestó Thomas con un gruñido de frustración—. Tenemos que hacer que Minho baje aquí. A lo mejor él sabe algo que nosotros no sabemos. Si tuviésemos más pistas… —se quedó inmóvil, azotado por un mareo que le habría hecho caerse al suelo si no hubiese tenido unas estanterías en las que apoyarse. Se le acababa de ocurrir una idea. Una idea horrible, terrible, espantosa. La peor idea de la historia de las ideas horribles, terribles y espantosas.

Pero el instinto le decía que tenía razón. Que era algo que debía hacer.

—¿Tommy? —le llamó Newt, y se acercó a él con una mirada de preocupación que le hizo arrugar la frente—. ¿Qué te pasa? Te has puesto blanco como un fantasma.

Thomas negó con la cabeza y recuperó la compostura.

—Ah…, nada, perdona. Me duelen los ojos, creo que necesito dormir —se frotó las sienes para darle más efecto.

¿Estás bien?
—le preguntó Teresa en su mente.

Thomas advirtió que estaba igual de preocupada que Newt, lo que le gustó.

Sí. Estoy cansado, en serio. Sólo me hace falta descansar un poco.

—Bueno —dijo Newt, que extendió la mano para apretar el hombro de Thomas—, has estado toda la maldita noche en el Laberinto. Ve a echarte un rato.

Thomas miró a Teresa y luego a Newt. Quería contarles su idea, pero decidió hacer lo contrario. Se limitó a asentir y se dirigió hacia las escaleras. De todos modos, Thomas ahora tenía un plan. Aunque fuese malo, al menos era un plan.

Necesitaban más pistas sobre el código. Necesitaban recuerdos. Así que iba a hacer que le picara un lacerador. Iba a pasar por el Cambio. Adrede.

Capítulo 46

Thomas se negó a hablar con nadie el resto del día.

Teresa lo intentó varias veces, pero él no dejaba de repetir que no se encontraba bien, que le apetecía estar solo, dormir en su rincón detrás del bosque y, tal vez, pasar un tiempo reflexionando para intentar descubrir un lugar secreto en su mente que les ayudara a saber cómo actuar. Pero la verdad era que estaba mentalizándose para lo que había planeado realizar aquella noche, convenciéndose de que era lo correcto. Lo único que podía hacer. Además, estaba aterrorizado y no quería que los otros se dieran cuenta.

Al final, cuando su reloj señaló que ya había llegado el atardecer, fue a la Hacienda con todos los demás. Apenas notó que tenía hambre hasta que vio la comida que Fritanga había preparado a toda prisa: galletas y sopa de tomate. Había llegado el momento de otra noche sin dormir.

Los constructores habían cerrado con tablas los agujeros que habían dejado los monstruos que se llevaron a Gally y a Adam. El resultado final a Thomas se le antojaba como si una cuadrilla de borrachos hubiera hecho el trabajo, pero al menos era lo bastante resistente. Newt y Alby, que ya se encontraba bien para estar por ahí, aunque con la cabeza llena de vendas, insistieron en que se debían hacer turnos para dormir.

Thomas acabó en el gran salón de la planta baja de la Hacienda con las mismas personas con las que había dormido las dos noches anteriores. Enseguida, el silencio reinó en la habitación, aunque no sabía si era porque todos se habían dormido o porque estaban asustados, esperando en silencio, contra toda esperanza, que los laceradores no volvieran. A diferencia de las dos noches anteriores, permitieron a Teresa quedarse en el edificio con el resto de clarianos. Estaba junto a él, acurrucada en dos mantas. De algún modo, podía percibir que estaba durmiendo. Durmiendo de verdad.

Thomas no podía dormir, aunque sabía que su cuerpo lo necesitaba desesperadamente. Lo intentó, intentó con todas sus fuerzas mantener los ojos cerrados y se obligó a relajarse, pero no hubo suerte. La noche se le hacía interminable y la pesada sensación de saber lo que iba a ocurrir le aplastaba el pecho.

Entonces, tal y como todos habían esperado, se oyeron los inquietantes sonidos metálicos de los laceradores en el exterior. Había llegado el momento.

Todo el mundo se apiñó contra la pared más apartada de las ventanas y se esforzó por mantener el silencio. Thomas estaba acurrucado en un rincón al lado de Teresa, abrazándose las rodillas, con los ojos clavados en la ventana. La realidad de la terrible decisión que había tomado le golpeó como si una mano le estrujara el corazón. Pero sabía que todo dependía de aquello.

La tensión en la habitación aumentaba a un ritmo constante. Los clarianos estaban callados; no se movía ni un alma. El lejano sonido del metal arañando la madera retumbó en la casa. A Thomas le sonó como si un lacerador estuviese subiendo por la parte trasera de la Hacienda, al otro lado de donde ellos se hallaban. Unos segundos más tarde, se oyeron más ruidos; venían de todas partes, y el más cercano procedía de su propia ventana. El aire del salón pareció congelarse hasta convertirse en hielo, y Thomas apretó los puños contra sus ojos, con la expectativa del ataque poniéndole de los nervios.

Una explosión retumbó cuando arrancaron la madera y rompieron el cristal en algún sitio de la planta superior, lo que sacudió toda la casa. Thomas se quedó petrificado cuando se oyeron varios chillidos, seguidos por las pisadas apresuradas de gente huyendo. Unos fuertes crujidos anunciaron que toda una horda de clarianos corría hacia la primera planta.

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