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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

El corazón helado (2 page)

BOOK: El corazón helado
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Al otro lado estaba su familia, los elegantes frutos de su prosperidad, su viuda, sus hijos, sus nietos, algunos de sus socios y las viudas de otros, unos pocos amigos escogidos, habitantes de mi ciudad, de mi país, del mundo al que yo pertenecía. No éramos muchos. Mi madre nos había pedido por favor que no avisáramos a nadie. Al fin y al cabo, Torrelodones no es Madrid, nos dijo, a mucha gente no le vendrá bien desplazarse... Todos entendimos que prefería enfrentarse a los conocidos en el funeral, y todos habíamos respetado sus deseos, así que no éramos muchos, yo no había avisado a mis suegros ni a los hermanos de mi mujer, ni siquiera a Fernando Cisneros, que era mi mejor amigo desde que los dos empezamos la carrera juntos. No éramos muchos, pero no esperábamos a nadie más.

A mí no me gustan los entierros, ellos lo saben. No me gusta el gesto indiferente de los sepultureros que adoptan una expresión de condolencia artificial y previsible, tan humana, cuando su mirada se tropieza con la de los deudos. No me gusta el ruido de las palas, ni la brutalidad del ataúd rozando las paredes de la fosa, ni la silenciosa docilidad de las sogas al deslizarse, ni la liturgia de los puñados de tierra y las rosas solitarias, ni esa sintaxis pomposa, fraudulenta, de los responsos. No me gusta el ritual macabro de esa ceremonia que siempre acaba siendo tan breve, tan trivial, tan inconcebiblemente soportable, todos lo saben. Por eso estaba solo, lejos, con Mai al lado, separado de los míos y de los otros, tan lejos de los abrigos de pieles como de las chaquetas de lana y casi a salvo del ronroneo del cura que mi familia se había traído de Madrid, el padre Aizpuru, del que mi madre decía que había llevado a sus hijos por el buen camino, al que mis hermanos mayores seguían tratando con la misma reverencia ñoña e infantil que él mismo cultivaba cuando arbitraba los partidos de fútbol en el patio del colegio, y que a mí nunca me había caído bien, porque también había sido mi tutor en el último curso del bachillerato y me había obligado a hacer gimnasia en el patio, desnudo de cintura para arriba, en las mañanas más frías del invierno.

¿Qué sois, hombres o niñas? Otra imagen de España, él llevaba la sotana cerrada hasta el último botón y yo tiritaba como un cordero recién esquilado mientras caía una lluvia que parecía nieve, millones de gotas mínimas, ingrávidas, ignorantes de las recompensas de la virilidad humana, que desarrollaban una pauta peculiar al estrellarse contra mi cuerpo, y primero helaban, y luego me quemaban la piel enrojecida al ritmo de sus palmadas. ¿Qué sois, hombres o niñas? Yo nunca contestaba con entusiasmo a esa pregunta, ¡hombres!, porque en mi cabeza sólo cabía una idea, una frase, tres palabras, serás cabrón, Aizpuru, serás cabrón, y me vengaba como el tonto más ingenuo que jamás ha cumplido dieciséis años, quedándome callado en la misa de los viernes, sin rezar, sin cantar, sin arrodillarme, jódete, Aizpuru, que por tu culpa he perdido la fe. Hasta que él llamó a mi madre, la citó en el colegio después de clase, habló mucho tiempo con ella, le pidió que me vigilara. Alvarito no es como sus hermanos, le dijo, es más sensible, más conflictivo, más débil. Un buen chaval, estudioso, responsable, sí, inteligente, hasta demasiado inteligente para su edad, por eso me preocupa. Los chicos como él pueden torcerse, por eso creo que conviene que le vigilen, que le estimulen un poco. Y aquella noche, mamá se sentó en el borde de mi cama, me peinó con los dedos, y sin mirarme a los ojos, me dijo, Álvaro, hijo, a ti te gustan las chicas, ¿verdad? Sí, mamá, le contesté, me gustan mucho. Ella suspiró, me besó, salió de la habitación, nunca volvió a interrogarme sobre mis gustos y jamás le contó a mi padre una palabra de su conversación con mi tutor. Yo acabé el curso con buenas notas y una imperturbable sintonía en la cabeza, serás cabrón, Aizpuru, serás cabrón, sin sospechar que muchos años después comprendería que era él, y no yo, quien tenía razón.

Álvaro, hijo, ya que no te ha dado la gana de ponerte un traje y una corbata, sé cariñoso por lo menos con el padre Aizpuru, te lo pido por favor... Eso era lo único que me había pedido mi madre aquella mañana, y yo me había adelantado a darle la mano antes que nadie para que la frialdad de mi bienvenida fuera compensada de inmediato por los aspavientos de mi hermano Rafa, de mi hermano Julio, hombres y no niñas que se abandonaron en los brazos de aquel anciano gordo que les acariciaba la cabeza, y les besaba en las mejillas, y les arrugaba las solapas, babeando todos, llorando a la vez. Fraternidad marista, amor filial, yo tengo dos mamás, una en la tierra y otra en el cielo. Una mariconada, bien pensado. Intenté comentárselo a mi mujer y me pegó un pisotón. Mi madre de la tierra, que me dirigió la última mirada de alarma en el vestíbulo de su casa, debía de haber hablado con ella, y mi padre acababa de morir, íbamos a enterrarlo, todos teníamos bastante y su viuda más que ninguno, así que hice todo lo que se suponía que tenía que hacer, todo excepto acercarme a la fosa.

El padre Aizpuru tenía razón, yo no era como mis hermanos, y sin embargo era un buen chico, siempre lo he sido, y he creado menos problemas, menos conflictos que cualquiera de ellos dos. En el mundo anumérico, acientífico, en el que me crié, mi capacidad para el cálculo abstracto, superior desde luego al de la media de la población, cimentó la leyenda de una inteligencia que tampoco creo poseer. Soy físico teórico, eso sí, y esta definición enarca las cejas y redondea de asombro los labios de quienes la escuchan por primera vez, hasta que se paran a pensar en su significado, mi sueldo de profesor en la universidad, mis posibilidades de llegar a ser lo que ellos consideran rico o importante. Entonces comprenden la verdad, que soy un hombre corriente, razonable, incluso vulgar, o al menos lo fui hasta aquella mañana, cuando mi única extravagancia, una aversión morbosa a los entierros, precipitó mi ánimo desde la tristeza honda y universal de los supervivientes a un misterioso estado de alerta sensorial, cuya responsable debió de ser en parte la pastilla que Angélica se empeñó en que me tomara con el desayuno. Tú no has llorado, Álvaro, me dijo, tómate esto, que te vendrá bien. Era verdad que no había llorado, yo lloro poco, muy poco, casi nunca. No le pregunté a mi hermana lo que era y tampoco estoy seguro de que no fuera mi propio dolor el que se interrumpió a sí mismo, cesando de repente a favor de lo que después sólo podría explicarme como un súbito exceso de conciencia, una mirada concentrada y distante al mismo tiempo que se dejó capturar por las rodillas anchas, abultadas y pulposas de las mujeres del pueblo de mi padre, antes de diseccionar con el mismo imprevisto bisturí los rostros y los cuerpos de mi propia familia.

Estaban allí, y de repente podía mirarles como si no los conociera. El padre Aizpuru no se callaba nunca, y a su lado mi madre miraba al horizonte con sus ojos acuáticos, esa mirada azul de mujer extranjera que seguía siendo joven en un rostro de anciana, la piel transparente, tan fina que parecía a punto de romperse, cansada de arrugarse, de doblarse sobre sí misma en abanicos concéntricos de infinitesimales pliegues. Las arrugas de mi madre no tenían carácter, sus ojos sí, porque parecían dulces pero sabían ser duros, y eran astutos con la ventaja de su color inocente, y al reír eran bellos, pero la cólera los iluminaba desde dentro con una luz más pura, aún más azul. Todavía era una mujer guapa, mi madre, lo había sido tanto, tan rubia, tan blanca, tan exótica, Angélica Otero Fernández, sueca imaginaria, toda una rareza. Tu familia debe de ser de Soria, le decía mi padre, de sangre íbera, los íberos eran rubios, de ojos claros... Mi padre era gallego, Julio, respondía ella siempre, de un pueblo de Lugo, y mi madre de Madrid, lo sabes de sobra. Bueno, pero yo digo antes, en origen, o si no, tu padre sería celta, insistía él, que no encontraba otra manera de explicarse la feroz supremacía de los genes de su mujer sobre los suyos, esa cosecha de niños de ojos claros, tan rubios, tan blancos, tan exóticos, que sólo se interrumpió una vez, en el instante de mi nacimiento.

Gitano, gitanito, me llamaban mis hermanos, y él les mandaba callar, y luego venía hacia mí, y me abrazaba. No les hagas caso, Álvaro, tú eres como yo, ¿no lo ves? Con el tiempo, aquello había acabado siendo más cierto que nunca. El padre Aizpuru tenía razón, yo no soy como mis hermanos, ni siquiera me parezco a ellos. Rafa, el mayor, cuarenta y siete años, siete más que yo, seguía siendo rubio incluso después de quedarse calvo. Al lado de mi madre, serio, casi rígido, imbuido de la solemnidad de la ceremonia, era un hombre alto y avejentado, con los hombros estrechos en relación con su estatura y una barriga impropia de su delgadez. Julio, el tercero, tenía tres años menos y un aspecto casi idéntico, aunque los signos de la edad avanzaban mucho más despacio a través de su rostro, de su cuerpo. Entre ellos había nacido Angélica, la doctora Carrión, que tenía unos ojos distintos, casi verdes, y envidiaba mi pelo, el suyo fino, frágil, quebradizo. La misteriosa sangre de los Otero, de los Fernández, había dado mejores resultados en las mujeres que en los hombres. Mis hermanos no eran demasiado atractivos, pero mis hermanas eran muy guapas, Clara, la pequeña, muy rubia también aunque tuviera los ojos de color miel, hasta espectacular. Y luego estaba yo, tan corriente en la calle, en el parque, en el colegio, pero tan extraño en mi casa como si viniera de otro planeta, tan parecido a mi padre sin embargo. Cuatro años después de que naciera Julio, cinco años antes de que naciera Clara, aparecí yo, con el pelo negro, y los ojos negros, y la piel oscura, y los hombros anchos, y las piernas peludas, y las manos grandes, y el vientre liso, Carrión perdido, más bajo que mis hermanos, apenas tan alto como mis hermanas, diferente.

El día del entierro de mi padre, en el cementerio de Torrelodones, aún no sabía hasta qué punto aquella diferencia llegaría a ser dolorosa. Aizpuru no se callaba nunca, y no se callaba el viento, que estremecía todas las cosas excepto las nubes que a lo lejos seguían deshilachándose despacio, sin llegar a filtrar el brillo líquido de las últimas nieves. Tendrías que haber estado en Rusia, en Polonia, me habría dicho él, porque hacía frío, yo tenía frío, a pesar de la bufanda, de los guantes, de las botas, llevaba las manos en los bolsillos y todos los botones abrochados, aunque no fuera rubio, aunque no fuera pálido, aunque no me pareciera a mis hermanos. Ellos también tenían frío, pero disimulaban, los hombros erguidos en una posición casi marcial y las manos unidas, sujetándose entre sí por encima del abrigo. Mi padre habría adoptado la misma postura en el último entierro al que hubiera acudido, y su aspecto habría sido parecido, parecidos sus guantes, sus gestos, tan distintos de la paciente resignación que fortificaba la mirada de Anselmo, de Encarnita, unos ojos que no tenían prisa porque no esperaban ya que nada les sorprendiera, que se humillaban sólo frente al tiempo y extraían arrogancia de su inmenso cansancio para mirar sin ganas el mundo de los otros. Ésa era la condición que mi padre había perdido, pensé entonces, porque él había vivido otra vida, había tenido más suerte, y el dinero no compra la felicidad, pero sí la curiosidad, y la vida en las ciudades no es sana, pero tampoco es aburrida, y el poder envilece, pero también ejercita la sutileza, y él había tenido mucho dinero, mucho poder, y había muerto sin conocer la condición vegetal, mineral quizás, en la que la vida había precipitado a aquellos niños que jugaron con él y ahora, en el instante de su definitiva desaparición, habían venido a reconocerle como a uno de los suyos.

No lo era. Ya no lo era. Por eso me impresionó tanto verlos allí, agrupados a un lado de la fosa, sin mezclarse con la otra mitad del duelo, estudiando a la viuda, a los hijos de Julito Carrión con la misma neutral sagacidad que yo invertía en sus rostros, en sus gestos. Si no me hubiera fijado en ellos, si no hubiera aceptado el desafío pacífico de sus rodillas desnudas y sus chaquetas de lana, quizás no habría llegado a ver nada después. Pero seguía mirándoles sin preguntarme por qué, mientras me preguntaba si ellos también se habrían dado cuenta de que yo no me parezco a mis hermanos, cuando el padre Aizpuru por fin dejó de hablar, y buscándome con los ojos, pronunció aquella frase temible, aproxímense los familiares.

Hasta aquel instante no había sido consciente del silencio, pero distinguí el ruido de un motor desde muy lejos y celebré su estrépito, el ronquido que enmascaraba el eco sucio de esas palas que removían la tierra como si pretendieran insultarme con su aspereza, castigar mis oídos de hijo cobarde, de alumno rebelde del padre Aizpuru. Aproxímense los familiares, había dicho, y yo no me moví, se lo había anunciado a mi madre, a mis hermanos, a mi mujer, no me gustan los entierros, todos lo sabían. Mai me miró, me apretó la mano, yo negué con la cabeza, y se fue con ellos. Sólo entonces fui consciente del silencio, y con él, de la naturaleza del único sonido, agudo, feo, metálico, que enturbiaba la limpieza de aquella mañana fría y sin pájaros. Luego vendrán las sogas, calculé, los resoplidos de los hombres esforzándose y la humillación brutal de la madera que golpea las paredes de la fosa, pero no escucharía ningún otro sonido, porque llegó aquel coche, distinguí el profano, reconfortante ruido de su motor desde muy lejos, lo oí crecer, acercarse, cesar de golpe un instante después de que las palas terminaran su trabajo.

No éramos muchos pero no esperábamos a nadie más, y sin embargo, alguien llegaba ahora, a destiempo.

—¿Tú que quieres, mamá?

—Nada, hijo.

—Mamá, tienes que comer...

—Ahora no, Julio.

—Pues yo creo que voy a pedir fabada, y de segundo...

—¡Clara!

—¿Qué pasa? Estoy embarazada. Tengo hambre.

—Dejadla que coma lo que quiera. Hoy no es un día normal, cada uno tiene que hacer el duelo a su manera.

—¿Sí? Pues yo quiero angulas.

—¡Ni hablar!

—¡Pero papá! La tía Angélica acaba de decir...

—Me da igual lo que haya dicho la tía Angélica. Tú no pides angulas y se acabó.

—Vale, pues bogavante.

—¿Tú qué quieres, llevarte un bofetón?

—Y yo lo mismo que Guille...

—O sea, para Enrique otro bofetón.

—Bueno, ¿habéis decidido o no?

—Sí, chuletas de cordero para todos los niños —mis dos sobrinos bufaron a la vez, pero ninguno se atrevió a protestar—. De las entradas me encargo yo, y mamá que se tome una sopa, por lo menos.

—Que no quiero, Rafa.

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