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Authors: Almudena Grandes

Tags: #narrativa

El corazón helado (8 page)

BOOK: El corazón helado
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—Gracias, Lisette, pero he comido en la facultad, antes de salir.

—¡Ah! —parecía decepcionada—. ¿Y no vas a probar un tocino de cielo, ni siquiera, con el trabajo que me ha costado aprender a hacerlos?

—Bueno —sonreí por fin, pese a todo—. Eso sí.

Lisette era pequeña y concentrada, azucarada y brillante, densa y dulce como el postre que me ofrecía. Tenía cara de muñeca exótica, los ojos rasgados, maquillados con sabiduría, los labios gruesos, rojizos, un cuerpo compacto, menudo y esbelto, con las curvas justas, muy acentuadas, y la piel lujosa, mullida, del color que tienen los caramelos de café con leche. ¿Has visto a la muchacha nueva de mamá, esa que se ha traído de Santo Domingo?, me había preguntado Julio en el cumpleaños de uno de sus hijos, y cuando le contesté que no, se sujetó la cabeza con las manos, ¡joder, no veas qué polvo tiene la tía!, y me pasó un brazo por los hombros antes de concluir, ay, qué verano más malo vamos a pasar, Alvarito...

En ese momento me eché a reír, pero no di demasiado crédito a su profecía, porque mi hermano era tan mujeriego que se tropezaba con un polvo de muerte, o dos, todos los días, aunque sólo saliera de casa a pasear al perro. Sin embargo, cuando vi a Lisette tuve que admitir que, por encima de los indiscriminados y facilones criterios que guiaban su afición, esta vez no había exagerado. Oye, le dije la siguiente vez que nos vimos, cuando mi padre todavía tenía ganas de llevarnos a todos a comer a un restaurante los domingos, que sí, ¿sí de qué?, me preguntó él, de eso que me dijiste del Caribe, le respondí, aunque estábamos solos con Rafa en la barra y ninguna de las mujeres podía oírnos, ¿a que sí?, parecía entusiasmado, yo asentí con la cabeza, la hostia, añadí, ya te lo advertí, replicó él, pero increíble, insistí, acojonante, remachó, ¿queréis dejar de decir gilipolleces?, terció Rafa, al que, según Julio, las mujeres siempre le habían interesado lo justo, o sea, poquísimo, parecéis un par de colegiales salidos, colegiales no, Julio se echó a reír, pero salidos..., y yo me reí con él.

A mí me gustaban las mujeres mucho más que a Rafa, pero me preocupaban mucho menos que a Julio. No las buscaba, no corría detrás de ellas, no las invitaba en los bares ni las perseguía de semáforo en semáforo. Siempre me habían parecido una especie de don, un bien extraordinario que flotaba muy por encima de mi cabeza y de vez en cuando se derramaba sobre mí sin que yo hubiera hecho nada para merecerlo. Jamás he creído merecer la predilección que algunas de ellas han mostrado por mí, aunque sólo sea porque siempre me ha parecido también que, aparte de hermosas, divertidas, suaves, dulces y excitantes, las mujeres son muy raras. Nunca he perdido el tiempo en desentrañar el misterioso mecanismo de sus razonamientos, ni he dudado jamás de que son ellas las que eligen, así que me he limitado a verlas venir, sin lamentarme por las que no están a mi alcance ni considerar que su disposición es un valor en sí mismo, aceptando su existencia como un regalo, con gratitud y sin hacer preguntas. Además, a mí me gustaba mi mujer.

Mai y yo llevábamos nueve años juntos y ninguno de los dos había dado todavía señales de desánimo. Ella seguía siendo alegre, tranquila y paciente, no se metía demasiado en los aspectos de mi vida que no la concernían, y preservaba la independencia de la suya. Yo agradecía su falta de exigencia y celebraba que no echara de menos la exasperación aguda y dolorosa de otros amores, como los que mantenían postradas a algunas de sus amigas antes de propulsarlas hasta el vértice de una montaña rusa que desembocaba sin remedio en una sucesiva postración, su vida entera una tormenta a punto de estallar, el mismo rayo acertando de pleno en el mismo pararrayos para hacer temblar un edificio habituado a sacudirse una y otra vez desde sus cimientos, sin derrumbarse jamás.

—Esto es el colmo, es que es una imbécil, no te vas a creer lo que ha hecho esta vez... —me advertía antes aún de colgar el teléfono, indignada por aquellos excesos que a mí sólo me divertían, porque me parecían increíbles, inverosímiles de puro exagerados.

Luego se recostaba en el sofá del salón para que le acariciara el pelo mientras me ponía al día de cualquiera de aquellas pasiones interminables, celos, broncas, sospechas, súplicas, reconciliaciones, sexo salvaje, viajes de negocios, celos, broncas, sospechas otra vez, y yo dudaba de que ella no sintiera a veces una punzada de extrañeza profunda, más allá de la razonable incomprensión de los mecanismos que anulan la razón y la experiencia a favor de una felicidad incierta, mítica, escurridiza e incorpórea como el humo. O no. Quizás no.

Yo no lo sabía porque nunca había tenido acceso a esa clase de dolor, o de alegría, y por eso, algunas noches, al escuchar a Mai, me preguntaba si ella no tendría las mismas dudas que yo, si nunca se habría interrogado por el balance de nuestra propia vida, qué nos estábamos perdiendo a cambio de ganar la imagen de pareja ideal, serena, estable, equilibrada, con la que los dos parecíamos igual de conformes. Pero jamás descubrí en mi mujer el menor indicio de insatisfacción, ni siquiera en el plano hipotético, teórico, imaginario, en el que se situaban mis tímidas conjeturas, esa estúpida debilidad mía que cesaba en el instante en que era consciente de ella. Bastaba sólo un instante para hacerme recordar que quería mucho a Mai, que me gustaba, y que éramos felices juntos. Eso siempre había sido suficiente en las situaciones de riesgo, y aunque en algunos momentos raros, aislados, había cedido a la tentación, sólo le había sido infiel lejos de casa y con mujeres casuales que no me gustaban demasiado, o al menos, no lo suficiente como para poner en duda el carácter deportivo y excepcional de una noche tonta. Cuando presentía que cualquier mujer podía llegar a gustarme más que eso, me armaba hasta las cejas.

Por eso no sufrí el primer verano que Lisette pasó en casa de mis padres, y mantenía con ella desde entonces una relación peculiar, un coqueteo inocuo, intermitente y moderadamente placentero que no me inquietaba en absoluto. Era un experto en esa clase de juegos, y ellas, las mujeres que más me gustaban, Lisette, la secretaria del museo, alguna compañera del departamento, se daban cuenta. A veces, sobre todo cuando eran muy jóvenes, mi falta de ambición las ofendía, pero en general nos divertíamos.

—Muy bueno —reconocí al terminar el tocino de cielo—. Cada día te salen mejor.

—Gracias —sonrió—. Y tu madre..., ¿cómo está?

—Mal. Ella dice lo contrario, pero... De todas formas, le viene bien estar en casa de Clara. Se pasa la vida organizándoselo todo, la despensa, los armarios, el trastero —Lisette volvió a sonreír—. Mi hermana debe de estar desesperada, pero ella se entretiene.

—Tú crees que va a volver, ¿verdad?

—¡Pues claro que va a volver! —exageré el tono de mi respuesta porque había detectado cierta angustia en su voz, y me di cuenta de que temía por su puesto de trabajo—. Parece mentira, Lisette, ni que no la conocieras... Se lleva con Curro tan mal como siempre, y antes o después, se aburrirá de pasarse el día ordenando lo que ya ha ordenado el día anterior. Clara sale de cuentas el mes que viene y mamá esperará a que nazca la niña, desde luego, pero a mediados de junio, en cuanto empiece a hacer calor, se vendrá para acá, eso seguro. Ya sabes que le encanta traerse a los nietos en verano.

—Yo podría ir con ella, para ayudarla y eso —frunció los labios en una mueca extrañada y dolida al mismo tiempo—. Se lo digo siempre, pero no quiere.

—Claro que no. Porque va a volver. Y necesita que estés tú aquí pendiente de todo, de pagar al jardinero, a la asistenta... Por cierto, te he traído dinero —busqué en mi cartera media docena de sobres cerrados, que mi madre había reunido con una goma después de identificarlos con su caligrafía picuda y elegante, de trazos largos, antiguos—. ¿Y el correo?

—Está en el despacho de tu padre —improvisó a destiempo un gesto de disculpa—. Siempre lo dejaba allí. Si quieres, te lo traigo...

—No. Voy contigo.

No sabía cómo se habían sentido mis hermanos pero sabía que yo iba a sentirme muy mal, y sin embargo no había previsto la clase de tristeza que respiraba en los objetos, que latía en los techos, en las paredes, que enrarecía el aire e impregnaba el espacio de aquella casa con una pátina invisible y anacrónica, como de antigua, imposible novedad. Cada paso que daba, cada puerta que abría, cada cosa que tocaba, eran pasos, puertas, cosas que existían en una realidad a la que mi padre ya no pertenecía, y que afirmaban su ausencia en la inevitable familiaridad de mi mirada, de mis manos, de mis pies, mientras recorría un camino que habría podido completar con los ojos vendados.

La materia no tiene espíritu y sin embargo, mi cuerpo sin alma se dolió de la implacable memoria de una habitación, un escritorio antiguo, de madera, un sillón de cuero color vino, una alfombra persa de colores pálidos, dos butacas y un sofá al fondo, ante una mesa baja, dando la espalda a una gran librería de madera con puertas de cristal. El despacho olía a mi padre, conservaba el tacto de sus dedos, el sonido de su voz, la costumbre de los ojos que lo habían recorrido sin sorpresa día tras día, año tras año, descuidados del momento en el que unos dedos temblorosos y amantes los esconderían para siempre bajo el consuelo estéril de los párpados. En esa habitación habían ocurrido también episodios importantes de mi vida. Allí me escondía cuando era un adolescente para hablar por teléfono con mis novias o para leer libros prohibidos, allí declaré mis intenciones de no estudiar Arquitectura y anuncié que me habían dado una beca para hacer otro doctorado en una universidad norteamericana, allí le conté a mi padre que me iba a casar con Mai y que iba a tener un hijo, pero nada de eso tenía valor ahora, mientras la brutalidad del brillo de los muebles, el suelo recién encerado, la matemática precisión de los ángulos que trazaban la mesa y el sillón, la grapadora y el abrecartas, la agenda y el estuche de las plumas, afirmaban la definitiva desaparición del hombre que nunca volvería a usarlos. Atrapado en la imagen imposible, cadavérica, de aquella habitación ordenada y reluciente como la sala de un museo, volví a sucumbir a la certeza de lo definitivo y me pregunté cuántas veces más sucedería, cuándo podría empezar a recordar a mi padre por mi propia voluntad, libre de la presión de los ritos y de los objetos, de la bienintencionada hostilidad de las palabras y las ceremonias, los paisajes y el calendario.

Yo quería a mi padre. Lo admiraba, lo necesitaba, lo echaba de menos, y sabía que sería así toda la vida, pero aún no había aprendido a conjugar los verbos en pasado. No era fácil. La muerte iguala a los mortales, les da nombre y naturaleza, pero su mísera magnanimidad democrática se estrella contra la despojada conciencia de los supervivientes. Todos los muertos son iguales, decimos, pero no es verdad, no en la memoria de cada uno. Mi padre era un hombre mucho más extraordinario de lo que hemos llegado a ser sus hijos, y su fuerza, su energía, su entereza se reflejaban en nosotros para mantenernos enteros, unidos, con más eficacia que las amorosas estrategias de mi madre. Yo era el que mejor lo sabía, porque era también el que más se había alejado de él, el único que no se había esforzado en parecérsele. Por encima del abismo que separaba mis propias convicciones de las suyas, ahora lamentaba esa distancia, y la seguridad de que era insalvable no me consolaba. Él siempre había sabido que le quería, que le admiraba, que le necesitaba, pero tampoco eso bastaba para desalojar la insistente sospecha de mi culpa, la de haber acabado siendo el hijo que él nunca habría querido tener. En eso tampoco me parecía a mis hermanos y eso era lo que me atormentaba más que a ellos.

No era fácil ser hijo de un hombre como mi padre, una máquina de seducir, un conquistador innato, un mago, un hipnotizador, un genio de la lámpara de su propio encanto. Nunca había conocido a nadie a quien no le cayera bien, nadie que no le quisiera, que no se le rindiera, que no codiciara con ansia su presencia, su compañía. Nadie excepto, quizás, yo algunas veces, cuando me miraba en él como en un espejo y me sentía abrumado por la diferencia, disminuido por su superioridad, receloso de su suerte. Ni siquiera llegué a ser más alto que él, y los dos centímetros que no crecí para igualar su estatura se agigantaron en mi conciencia adolescente como una metáfora de mi incapacidad para estar a su altura.

Algunas veces me he sentido orgulloso de mí mismo, pero nunca he logrado que mi padre se sintiera orgulloso de mí. Y sin embargo, y a pesar de que yo era el único de sus hijos que cuestionaba su modelo, el cúmulo de virtudes que representaba, él fue siempre más generoso conmigo de lo que yo era con él, como si hubiera adivinado que mis disidencias no eran un capricho, sino una necesidad que surgía de mi inferioridad, la opción tal vez cobarde, pero también sensata, que me llevó a intentar ser un hombre distinto, en lugar de seguir el ejemplo de Rafa, el ejemplo de Julio, para convertirme en la tercera réplica defectuosa de nuestro padre. No era fácil ser hijo de un hombre como él, no lo había sido para mí, al menos, y esa dificultad casi olvidada, enterrada en la arena de los días que se habían sucedido sin pausa y sin dolor desde los tiempos en los que era la persona más importante de mi vida, volvía a brotar en cada segundo que dedicaba a recordarle. La muerte es atroz, es salvaje e impía, insensible, cínica y mentirosa, también mentirosa. Pero saberlo no me servía de nada.

—¿Esto es todo lo que hay? —Lisette me lo confirmó con la cabeza mientras recogía el mazo de cartas que descansaba en una esquina de la mesa, como un desafío de la actualidad, la realidad objetiva de los calendarios y los relojes, en aquella habitación donde el tiempo nunca volvería a pasar como antes—. Me lo llevo al salón.

No quería sentarme en su sillón, no quería apoyar las manos en su mesa, tocar sus cosas, pero al salir no pude dejar de ver los huecos de la pared.

—¿Y las fotos que había aquí? —preguntaba por tres retratos enmarcados, uno de mi padre, con uniforme del ejército alemán, posando al lado de un avión, otro en el que mi madre y él se miraban de perfil, sonriéndose el uno al otro, ella casi una niña, él un hombre ya, el apellido y la dirección de un fotógrafo de la Gran Vía en el ángulo inferior derecho, y una instantánea quemada por los bordes en la que mi padre aparecía entre mis dos hermanos mayores, vestidos con el uniforme del equipo de fútbol del colegio.

—Se las ha llevado Rafa —Lisette me dedicó una expresión cautelosa, que se convirtió en sonrisa cuando me vio sonreír—. Julio se ha llevado la foto de tu madre que estaba encima de la mesa, en un marco de plata, no sé si te acuerdas... Las niñas no han venido todavía. ¿Tú no te vas a llevar nada?

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