Authors: David Leavitt
¿Acaso tiene sentido preocuparse? Ya se sabe que nunca sirvió de nada… |
—No tiene por qué asustarse, es Littlewood. Hemos estado en la reunión de la Sociedad Matemática. Y le hacía falta darse un baño, así que le he dicho…
—Ah, claro. —Cuelga el abrigo—. Si lo prefieren, me puedo marchar.
—No, no hace falta. En cuanto termine Littlewood nos vamos.
Los dos se quedan mirando el canapé, en el que reposa el diario abierto. Si Alice se percata de que está un poco más esquinado hacia la derecha de lo que estaba, no dice nada al respecto. Y, en cualquier caso, ambos están demasiado preocupados por las convenciones, por el problema de cuál de ellos se debe considerar, en esta noche de jueves del invierno de 1917, el legítimo ocupante del apartamento, y por tanto el responsable de pedirle al otro que se siente, como para pensar en el diario.
Al final los dos se sientan al mismo tiempo.
—¿Y cómo está su madre, señor Hardy? —pregunta Alice—. Deduzco que no anda muy bien.
—No, no anda bien. De hecho, me vuelvo allí esta noche.
—Entiendo. ¿Y el señor Littlewood?
—Parece que le va estupendamente.
Y en ese momento sale Littlewood del baño, abrochándose los puños de la chaqueta de su uniforme y con un aspecto bastante húmedo.
—Hola, señora Neville.
Ella se levanta.
—Señor Littlewood…
—Hemos visto a su marido en la reunión —dice Hardy.
—Sí, me dijo que se iba a acercar.
—Una pena que no pudiera quedarse.
—Sus clases… —Alice se vuelve a sentar—. Y yo he visto a su amiga, la señora Chase, esta tarde.
—¿A Anne? No me diga. ¿Dónde?
—En casa de los Buxton. Viene una vez a la semana, más o menos, a traer sus traducciones.
—Ah, comprendo.
—Parece que está muy bien desde que nació la niña.
—Me alegro. —Littlewood se pone el sombrero—. Bueno, me temo que me tengo que ir. Debo regresar a la base. Encantado de verla, señora Neville.
—Lo mismo digo.
—Yo te acompaño —dice Hardy.
Alice va con ellos hasta la puerta. Bajan en silencio las escaleras hasta que salen a la oscuridad ahumada de St. George's Square.
—¿Hacia dónde vas?
—Waterloo.
—Yo también. ¿Cogemos un taxi?
—¿Por qué no?
Paran uno y se suben. En el trayecto, Hardy contempla la vastedad de Londres, la selva de calles y lugares y callejuelas a través de la cual los lleva el taxista, quien debe memorizarla en toda su complejidad. Es su propio
tripos
.
—El Conocimiento le llaman —le dice a Littlewood.
—¿Qué?
—Lo que los taxistas tienen que aprender antes de sacarse el permiso.
Las calles de Londres. Le llaman El Conocimiento.
—Ah, sí. —Pero Littlewood está lejos del panorama que va contemplando, fachadas de piedra y de ladrillo, cubiertas de moho, mojadas por la niebla y la lluvia. Hardy puede adivinar lo que está pensando. Se pregunta si Alice ha sido deliberadamente cruel (probablemente sí) y desearía poder decir algo para consolar a su amigo. Aunque le resulta tan difícil hablar con Littlewood como con Neville, y eso es lo fastidioso. No tiene El Conocimiento. Ni la menor idea de por dónde empezar.
—¿Está ocupado este sitio? —pregunta Alice.
Una mujer con cara de pequinés levanta la vista de su calceta. Mueve la boca, y las manos continúan calcetando de la misma manera en la que patalea a veces un animal tras su muerte. Pero no dice nada. ¿Estará enferma? ¿O será extranjera?
—¿Está ocupado este sitio?
Ahora la mujer abre más los ojos. Parece que retrocede contra la pared del compartimento, como buscando refugio. Mientras tanto, el hombre que iba sentado enfrente se ha levantado. Lleva un bigote que a Alice le recuerda el de su abuelo, y se le acerca con un aire de autoridad protectora.
—Me temo que la señora no habla su idioma —dice—. ¿Pero cuál es el problema?
Casi se echa a reír. ¡Así que lo ha preguntado en alemán! La señora Buxton ya le había advertido que podría ocurrirle: uno de los peligros de ser traductor, de pasarse la vida en los disputados territorios fronterizos que separan los distintos idiomas. A veces las palabras emigran de un lado a otro. En la tienda de ropa, preguntas si pueden
ausganchar
una falda. O caminando por St. George's Square le dices a una vecina que su terrier escocés es un perrito muy
jolie
.
—Lo siento muchísimo —dice Alice en perfecto inglés—. Sólo me preguntaba si el sitio estaba ocupado, porque como hay un bolso…
—No, es mío —dice la mujer, y lo retira rápidamente.
—Gracias. —Alice se sienta. El hombre de enfrente, con el ceño fruncido por la desazón y el rechazo, también. ¿Qué pensarán de ella, que habla alemán? ¿Una espía? ¿Una fugada de un campo de concentración? Cuando Alice abre su propio bolso, la mujer de la cara apretada se retrae. El tren sale de la estación. Alice hace un esfuerzo para no echarse a reír. Es un viernes por la tarde y va de regreso a Cambridge, a Eric, a Chesterton Road. Una perspectiva deprimente. Aun así, tiene que hacerlo, no tanto por Eric como porque forma parte de su acuerdo con Gertrude. Aunque tampoco es que Hardy venga mucho, ahora que su madre está tan enferma.
Saca la Cambridge Review. Pero no puede concentrarse, al menos hoy, porque es demasiado consciente de lo que le espera al final de ese corto trayecto. Eric en el cuarto de estar, radiante de felicidad ante su regreso; Ethel en la cocina, donde sin duda habrá preparado alguna cena especial. A pesar del racionamiento, consigue hacer milagros los viernes por la noche. Pero jamás un curry, o una oca vegetariana. Tampoco se menciona el nombre de Ramanujan. ¿Así que lo han adivinado? Eric probablemente no podría. Pero Ethel sí.
Aún le sorprende lo mucho que le gusta su vida londinense. Si fuera un personaje de novela, estaría teniendo una aventura allí. No la tiene, claro. De lo que disfruta es de su soledad. Al llegar al piso los domingos por la noche, aspira con fruición el perfume a humedad y a bolas de alcanfor. Sigue deleitándose los lunes por la mañana con la estrechez de la cama de soltera de Gertrude. Y por la noche siente una ligera melancolía, es cierto, aunque incluso esa melancolía le resulta interesante, porque es totalmente nueva; nunca había tenido tiempo de recrearse en ella. Los miércoles la soledad ya se ha convertido en su condición natural. Los jueves empieza a temer la vuelta a Cambridge. Los viernes se le encoge el estómago; se encuentra mal. Y ahora, en el tren, a esa ansiedad cotidiana se suma esta extraña sensación de ser tomada por alguien que no es. Se le acelera el corazón. Debe hacer un esfuerzo para evitar echarse a reír. Así que cierra los ojos; trata de rememorar, como suele hacer cuando necesita tranquilizarse, una conversación que tuvo con Eric al principio de su matrimonio, antes de que él renunciara a intentar explicarle matemáticas. Esa vez intentaba explicarle el concepto de infinito, y recurrió a la analogía con un tren. Imagínate un tren, le dijo, con un número infinito de asientos, numerados del 1 al infinito. Entonces la pequeña Alice se sube al tren (así era como la llamaba en esa época: la pequeña Alice) y no tiene sitio donde sentarse. Todos los asientos del 1 al infinito están ocupados. ¿Qué puede hacer la pequeña Alice? Pero, un momento, es un tren infinito, así que no hay que preocuparse. Lo único que hay que hacer es poner al pasajero del asiento 1 en el 2, al del asiento 2 en el 3, al del 3 en el 4, y así sucesivamente. Y, quién nos lo iba a decir, el asiento número 1 ha quedado libre. ¿Pero cómo es posible? Todos los asientos del 1 al infinito están ocupados. >Ahí está la cosa precisamente. Es un tren infinito. Y en realidad puedes hacerle sitio a un número infinito de nuevos pasajeros, porque si pones al pasajero del asiento 1 en el 2, y al del asiento 2 en el 4, y al del 3 en el 6, y así sucesivamente, todos los asientos con numeración impar quedarán libres. ¿Pero cómo es posible? Todos los asientos del 1 al infinito están ocupados. Es un tren infinito.
Aparece el revisor. Alice le da el billete. Se pregunta si la mujer con cara de pequinés o el hombre de enfrente irán a decirle algo. Que la denunciasen como espía alemana sería divertido. Nadie dice nada, sin embargo, y el revisor se va.
¿Está ocupado este sitio?
El del asiento 1 en el 2, el del 2 en el 4…
El otro día Anne y ella se pusieron a hablar del tren infinito, cuando estaban comiendo en la cocina de la señora Buxton. Anne había venido desde Treen a recoger algunos artículos para traducirlos, y había dejado a la niña con la niñera.
—Jack me contó lo mismo —dijo—, sólo que en su versión era un hotel de infinitas habitaciones, al que llega un cliente que quiere una.
—Yo no acabo de entenderlo. No consigo imaginármelo. Seguramente soy tonta.
—Es que no se trata de entenderlo. Es una paradoja. Todas las matemáticas se basan en paradojas. Ésa es la mayor paradoja de todas: tanto orden, y en el fondo, lo imposible. Pura contradicción. El cielo construido sobre los cimientos del infierno.
Alice le pegó un bocado a su sándwich. Admiraba a Anne, igual que en otro momento de su vida había admirado a una niña mayor del colegio, con más experiencia. A Gertrude, en cambio, la miraba ahora con cierto desprecio, como desde que había logrado convencerla para que le enseñara el ojo. Porque, una vez Gertrude se había sacado el ojo, ya no superaba en nada a Alice, mientras que Anne tenía autoridad sobre Alice puesto que, a diferencia de la pobre y esquelética Gertrude, ella también era (a su manera) la mujer de un matemático. Era
saftig
. Fértil. Y sabía cosas sobre el sexo.
—Eric quiere que tenga un niño —dijo Alice.
—Bueno, ¿y por qué no? —le preguntó Anne.
—Porque entonces tendría que volver a Cambridge y no ser más que una esposa.
—Pues tampoco me parece tan mal —dijo Anne.
Alice esperaba que no mencionara, como solía hacer su madre, lo de la botella medio llena y medio vacía. «Imagínate una botella de agua infinita…» Sí, era verdad, en tiempos había adorado a Eric. ¿Pero qué había ocurrido?
—Yo he tenido que transigir. Hace un año que no veo a Ramanujan ni hablo con él.
—¿Y cuando acabe la guerra?
—Se volverá a la India, supongo.
—Con su mujer.
—Sí. Curioso, casi no la conoce. No es más que una niña.
—¿Y tú? ¿Qué vas a hacer?
—Ni idea. Supongo que ya no habrá más «Notas de Prensa Extranjera», ¿verdad?
—Ni siquiera una Cambridge Magazine.
—Entonces supongo…, supongo que me volveré a Cambridge, reanudaré mis labores de esposa, y tendré un niño. Qué remedio me queda… —La rabia de su propia voz la sorprendió.
—A lo mejor descubres que eso lo cambia todo —dijo Anne. Y sacando un bloc de notas del bolso, anotó algo—. Es que se me ha ocurrido cómo traducir una cosa.
¡Curioso que se comportara con tanta seguridad en sí misma! Porque su vida, si te parabas a pensar en ella, estaba prendida con alfileres: un marido al que no amaba pero al que no quería dejar, hijos de distintos padres, Littlewood apesadumbrado en Woolwich… Aun así, Anne permanecía serena, como si el sufrimiento de Littlewood fuera meramente algo que había que soportar hasta que él «entrara en razón»; hablaba de él como una madre hablaría de un niño enfurruñado que ha vuelto la cabeza hacia la pared y se niega a darse la vuelta hasta que ella le dé un caramelo. No se puede ceder. Ya se le pasará. Y como Alice adoraba y temía a Anne, no le decía que ella comprendía a Jack Littlewood, comprendía su sufrimiento, aquella necesidad de legitimar su matrimonio (¿qué otra cosa iba a ser?), de legitimar su paternidad. Pero no, no se atrevería a decírselo a Anne.
La voz del revisor le hace abrir los ojos. El tren está entrando en la estación de Cambridge. La mujer con cara de pequinés recoge su abrigo y su labor de calceta. «¿Pero un tren infinito no necesitaría una vía infinita?» Bueno, no le queda más que levantarse, bajarse, parar un taxi, y salir de la estación por Magdalene Street, dejando atrás Thompson's Lane. Cuando llega a casa, tiene el corazón en un puño. Abre la puerta, preparándose para el asalto de Eric, para su grito de «¡Cariño!» y sus prisas por cogerle la bolsa de viaje. Todas las semanas es lo mismo. Experimenta esa sacudida al principio. ¡Y luego se adapta rápidamente! Al fin y al cabo, ésta es su casa. Los muebles Voysey y el piano y la mesa en la que Ramanujan hizo su puzzle. Y por supuesto el sillón en el que Eric lee, contento simplemente por tenerla ahí, no exigiéndole nada más que su cercanía. Y Ethel, moviéndose torpemente por allí con tazas y platillos; prueba de que el espíritu humano es mucho más maleable de lo que la mayoría pensamos. Porque el hijo de Ethel lleva meses en Francia, y sin embargo parece que ella ha pasado del terror a una especie de euforia de la incertidumbre. Sí, ha aprendido el truco gracias al que muchos consiguen subsistir: la desdicha puede ser maravillosamente cómoda. Uno se puede repantigar en ella como en una poltrona. De hecho, eso le está sucediendo a Alice ahora, cuando se para en el vestíbulo y se quita el abrigo. La siente, esa atracción de la poltrona. Y todos los fines de semana es igual. El domingo, ya lo sabe, hasta le entrarán ciertas ganas de quedarse. La botella medio llena…
Lo raro de esta noche es que nadie sale a recibirla, aunque huele a comida.
—¿Ethel? —grita—. ¿Eric?
No hay respuesta. Entra en el cuarto de estar y encuentra a Eric en su sillón habitual. Las luces están apagadas. Tiene la vista fija en las sombras congregadas en torno al piano.
—¿Eric? ¿Estás bien?
Él se vuelve ligeramente.
—Ah, hola, Nice.
—¿Dónde está Ethel?
—Haciendo la cena, supongo.
—Eric, ¿ha pasado algo malo?
Él no dice nada. Ella se acerca, se arrodilla junto a él y ve que tiene lágrimas en los ojos.
—Eric, ¿qué ha pasado?
—Me han echado.
—¿De dónde?
—De Trinity. No me van a renovar el contrato.
Alice se tambalea. Intenta mantener la compostura. Se dice a sí misma: no te traumatices. Sabías que esto podía pasar. Que era más que probable, seguramente. Y aun así se ha quedado traumatizada (por puro egoísmo), porque si Eric tiene que irse de Cambridge, ¿qué va a ser de ellos? ¿Qué va a ser de su vida en Londres? Y luego, el problema de siempre, obviado desde hace más de un año: ¿volverá a ver a Ramanujan alguna vez?