Authors: David Leavitt
—¡No me digas! No tienes ni idea.
—Claro que la tengo. Últimamente no es que me pase el tiempo recibiendo gente a la hora del té. No voy a Londres por gusto, ¿entiendes? Llevo dos secretariados, y luego está la Sociedad Matemática, y la Royal Society. Y mis clases en Cambridge, y el asunto ese de Russell…
—Pero al menos puedes evadirte. No te pasas en Cranleigh una semana tras otra.
—No, donde me paso una semana tras otra es en Cambridge.
—¿Tienes la menor idea de cuánto tiempo hace que no puedo salir de aquí, aunque sólo sea para cosas normales: comer en un restaurante, acercarme a alguna tienda…?
Hardy no dice nada. Se lleva los dedos al puente de la nariz.
—Te enfadas conmigo porque te hago venir y parece que ella está perfectamente. A pesar de que el médico dijera que se estaba muriendo. ¿Qué se supone que debo hacer: decirte que no te molestes? Y luego, si se muere…
—Te entiendo.
—Y si tengo que salir a comprarme ropa interior… Lo siento, pero una mujer necesita…
—Ya lo sé. Está bien, mañana me quedo yo…, o por lo menos algunas horas. Si pudieras volver sobre las tres…
—Nunca me has preguntado por qué le dije a Alice Neville que podía usar mi habitación del piso. Pues fue porque ya no tengo ni puñetera ocasión de acercarme hasta allí…
—Ya, Gertrude.
—Es que es verdad. —Se suena la nariz—. Lo siento. Últimamente estoy algo irascible.
—No hace falta que te disculpes. Yo también. Las cosas van fatal en Trinity. Y ahora voy a tener que volver a meterme en líos porque, a una muchacha del Newnham, ese mierda llamado Ridgway no quiere admitirla en su clase porque es miembro de la UCD. Se ha aprovechado de que a las mujeres no se las aliste oficialmente, y así las puede echar de clase sin ningún motivo. No podría hacer lo mismo con un estudiante.
—Te estás volviendo muy feminista, ¿verdad? —dice Gertrude, pero él no capta la ironía de su voz.
—No se trata de eso. Ridgway dice que, si pudiera, tampoco admitiría a los estudiantes masculinos si pertenecieran a la UCD. Pura táctica. Lo cierto es que está castigando a la chica porque dijo algo en el Newnham Hall que se interpretó como una declaración a favor de Russell. Estoy trabajando en un artículo sobre eso. Probablemente un panfleto. Ya hemos renunciado a que readmitan a Russell…, después de la guerra, ¿sabes?
—Es realmente admirable el trabajo que te tomas por ayudar a la gente.
—Hago lo que puedo.
—No lo dudo.
Él carraspea y se levanta:
—Bueno, estoy un poco cansado —dice—. Creo que me voy a acostar ya, si no te importa.
—¿Por qué iba a importarme?
—¿Y tú? ¿No te vas a la cama?
—Pues no; sólo son las seis y media.
—Ya, pero ya te he dicho que el viaje… —Se inclina hacia ella, con las palmas de las manos sobre la mesa—. Gertrude, en cuanto a lo de mañana…, la cita esta que tengo es bastante importante, así que, si no te importa, ¿podrías acercarte hasta el centro a primera hora, para que yo pueda irme sobre las dos? Así mamá sólo se quedará sola con Maisie… un par de horas, ¿no?
Ella no le contesta: «Sí que me importa.» No es su estilo. El suyo es concentrar su amargura, dejarla girar en la centrifugadora de su espíritu hasta que sólo quede su esencia, inefable e indeleble.
—Como quieras, Harold.
—Y si algo va mal, si…, siempre me puedes llamar por teléfono y cogeré el primer tren.
—Como quieras.
Él se da la vuelta. Ella no se levanta. A través de la puerta de la cocina, Hardy oye a Daisy saltando, olisqueando…
—Es verdad, perrita, buenas noches —dice, lo que hace que Gertrude esboce una sonrisa. Sabe que enseguida tendrá que levantarse de la silla, apilar los platos en la encimera para que los lave Maisie por la mañana: otra cosa que a su hermano jamás se le ocurriría hacer. Pero eso puede esperar. Últimamente sus momentos de soledad son tan raros que ha aprendido a disfrutarlos. Se limita a quedarse sentada escuchando el silencio, mirando a la oscuridad.
—Perdone, señor, pero pregunta por usted.
Él se despierta con el olor del café mezclado con achicoria y la visión de un rostro en la puerta: juvenil, pálido, redondo.
—¿Quién?
—Su madre.
—Ah, claro. —Se incorpora sobre la cama. Ésta debe de ser Maisie.
—No estaba usted aquí el verano pasado, ¿verdad?
—No, señor, empecé justo después de navidades. —Se oye un grito en el piso de abajo—. Perdone, señor, pero, como ya le he dicho, pregunta por usted. Lleva quejándose toda la mañana.
—No se preocupe, bajo enseguida.
—Muy bien, señor.
—¡Y cierre la puerta!
—Perdone, señor. —La puerta se cierra con un chasquido.
Una casa de mujeres. Sale de la cama, se viste, y está acabando de peinarse cuando oye la misma voz:
—Señor Hardy…
—¿Sí?
—Lo siento mucho, señor, pero está de muy mal humor. No quiere tomarse el desayuno, quiere que baje usted.
—Está bien, ya bajo, mamá —grita, y baja las escaleras rápidamente, con la camisa a medio abrochar. Su madre moribunda. ¿Por qué parece todo como una comedia?
En la cama que han llevado hasta el salón para que su madre se muera en ella, la señora Hardy yace boca arriba, mirando al techo. Tiene el pelo gris recogido con un lazo. Maisie se sienta a su lado, y levanta una cuchara desde un tazón.
—Bueno, mamá, ya estoy aquí —dice.
—Harold —dice ella débilmente—. Siéntate. Siéntate junto a mí.
Maisie se levanta cortésmente. Le pasa el tazón y la cuchara.
—A ver si consigue que coma —le dice, y luego sale de allí, con la energía vivaz de la juventud, hacia la cocina.
Su madre le sonríe. Él le devuelve la sonrisa.
—Bueno —dice él—, ¿y qué tal si desayunas un poco?
—Querido Harold. Ayer estuve hablando de ti con tu padre.
—¿Ah, sí?
—Acababa de llegar para cenar… de donde… los muchachos estaban…
—¿De dónde, mamá?
—Y después estuvimos pelando guisantes.
—¿Pero qué pasaba con papá?
—No se moleste en preguntar —dice Maisie, que ha regresado con una taza de café para él—. Nunca completa las frases. —Y Maisie tiene razón. La conversación de la señora Hardy, si se puede llamarla así, está compuesta enteramente por frases que se enrollan y serpentean y luego se vienen abajo: regresiones infinitas, como el barbero de Russell. Cosas que él conoce de su pasado se mezclan con referencias a gente de la que jamás ha oído hablar, como si ella se hubiese colado en la vida de otra persona.
—¿No me vas a frotar las piernas?
—¿Las piernas?
—Es que me duelen mucho.
—Voy a llamar a Maisie —dice, pero antes de que pueda levantarse, ella lo coge por la muñeca. Tiene más fuerza de la que habría imaginado.
—No, la chica no —dice—. Tú.
—Mamá, yo… ¡Maisie!
Viene la muchacha, secándose las manos en el mandil.
—Maisie, ¿hace usted el favor de frotarle las piernas?
—No se las voy a frotar, la última vez que lo intenté por poco me arranca las manos de un mordisco. Sólo se lo permite a la señorita Hardy.
—Frótame las piernas, Harold.
—Será mejor que lo haga, señor. Yo le digo cómo. Tranquila, señora Hardy, no la voy a tocar, sólo estoy levantando las mantas…
—Mamá, tal vez deberías esperar a que…
—Ya está. —Las mantas ya están dobladas del revés, dejando al descubierto el frágil tronco de su madre con su camisón, los pies enfundados en sus medias. Él recuerda a Lawrence describiendo, con horror y deleite a la vez, la visión de Keynes con su pijama de rayas.
—Ahora voy a retirarle un poco el camisón.
—¡De eso nada!
—Está bien, señora Hardy, ¡tranquila! —Maisie se aparta—. Hágalo usted —le dice a Hardy—. Venga.
Sin mucha convicción, Hardy se inclina hacia su madre; pone las manos en el borde del camisón.
—¿Hasta dónde?
—Hasta la mitad, por encima de las rodillas.
¿Pero hasta la mitad de qué? ¿Hasta la mitad entre las rodillas y qué más?
Tira de él con mucho cuidado; ella levanta las piernas gustosamente; no le da miedo que él la toque. Sonríe de una forma casi coqueta, hasta que el camisón está retirado a medias, dejando ver la piel arrugada y llena de manchas, las rodillas puntiagudas, las pantorrillas cubiertas de moratones.
—Maisie, ¿cómo se ha hecho esos moratones?
—Le salen con mucha facilidad, señor.
—Pero, mamá, a lo mejor te hago daño si…
—Por favor, frótame las piernas.
—Ya voy. —y le toca la piel, que está caliente, y tiene la consistencia del papel. Desliza las manos arriba y abajo—. ¿Está bien así?
Ella cierra los ojos.
—Bueno, entonces me vuelvo a la cocina —dice Maisie.
—¿Sabías que este edificio fue en tiempos una escuela?
—¿Ah, sí?
—Las maestras se enfadaban muchísimo. Las niñas se echaban a llorar. El otro día en el centro me encontré con…, me encontré con… Florence Turtle y llevaba… unas violetas preciosas… —Parece que jadea tanto en busca de aire como de ese recuerdo—. Eso es lo que le da ese ambiente —concluye.
—Oye, mamá, ¿y qué te parece la nueva perra de Gertrude?
—La perra parió fuera de la cocina… Tuvimos que ahogar a los cachorros… Las niñas…, Margaret dijo que no debían mirar, pero yo… y la escuela. —De repente, levanta la vista hacia él—. Deberías casarte. Me tienes preocupada, cariño.
Él aparta la vista.
—Mamá…
—Ya sé que te preocupa el ojo. Pero puedes ser discreta. Con que no te vea nunca sin él…
—Ya. —Él sigue masajeando, más fuerte ahora, de modo que siente los huesos a través de la piel reseca. Le choca que en sus delirios (¿de qué otra manera se podría llamarlos?) siempre surja el mismo tema. Habla de la escuela. ¿Y por qué no? Se ha pasado la vida metida en escuelas. Tanto ella como su padre. Desde el punto de vista de Ramanujan, debe de haber poca diferencia entre él y Littlewood, o entre él y Russell. Para él, todos son hijos de la opulencia. ¿Y cómo se puede pretender que se dé cuenta de lo que distingue a Hardy de los demás? Porque Littlewood proviene de una familia de Cambridge, y Russell es un aristócrata. Mientras que Hardy es simplemente hijo de maestros. No nació, al contrario que Russell, con nada garantizado. Nada de ingresos personales. A Russell le resulta muy fácil proclamar que, si no lo quieren en Trinity, se limitará a dar clases particulares en Londres. Puede permitírselo. Pero Hardy depende de Trinity, lo mismo que su padre dependía de Cranleigh, su madre de la Escuela Normal, y su hermana de St. Catherine's. La única diferencia estriba en el prestigio. Sin el respaldo de instituciones muníficas, todos estarían perdidos. Él se parece más a Mercer que a Littlewood.
Después de que ella se haya quedado dormida, y él le haya remetido las mantas, se va al cuarto de estar. Quiere hablar un poco con Gertrude (aunque no está muy seguro de qué), pero, evidentemente, su idea es irse antes de que Gertrude regrese. Y si quiere llegar a tiempo a su cita (ante cuya perspectiva se pone colorado de placer con cierta repugnancia; pensar que esas manos, que acaban de masajear las piernas de su madre, pronto estarán acariciando las de Thayer; las unas, viejas; las otras, lesionadas), si quiere llegar a tiempo, tendrá que marcharse enseguida.
Así que se va. Se encuentra con Thayer. Y pasa la noche en Londres, en el piso. Pero el domingo regresa a Cranleigh. Parece que a Gertrude no le sorprende mucho verle.
—¿Qué tal te fue en el centro? —le pregunta.
—Más o menos bien —responde ella—. Me permití el lujo de tomarme un té en el Fortnum's. Una cosa bastante discreta, dado el racionamiento.
—También ha llegado a Cambridge. En Trinity hay pescado y patatas, pero no carne, los martes y los viernes; y carne sin patatas el resto de la semana. Y de verduras, nada de nada.
—Me pregunto cómo puede sobrevivir Ramanujan.
—Es verdad. —Aparta la vista de ella y la dirige hacia el fuego, cerca de donde duerme Daisy. Luego dice—: Gertrude, quiero hablar de mamá contigo.
—¿Y eso?
—Se ha vuelto muy caprichosa. Cuando te fuiste se empeñó en que me sentara con ella y le frotara las piernas.
—Sí, por lo visto la alivia.
—Me da la impresión de que la mimas demasiado. Y claro, como tú le frotas las piernas, yo también tengo que frotárselas o se hundirá el mundo.
—Curioso —dice ella—. Dado lo poco que vienes por aquí, no creo que haya sido mucho problema hasta ahora.
—Ya, pero si estoy aquí… en verano y eso…
—Entonces, ¿tengo que negarle a nuestra madre moribunda el capricho de que le masajeen las piernas para que tú, en las raras ocasiones que apareces por aquí, no te agobies?
—No, no es eso lo que quiero decir. Lo que quiero decir… es que no puede ser bueno para ella.
—Claro, no debemos mimar demasiado a la niña, no vaya a ser que la malcriemos…
—Por el amor de Dios, Gertrude… Mira, sólo porque tú estés dispuesta a renunciar a todo…
—Sí, he elegido esto. Podría haber elegido otra cosa. Podría haberme largado, y entonces te habría tocado a ti.
—¿Y hay que castigarme por llevar la vida que llevo?
Se sienta; apoya la barbilla en la mano. ¡Qué pinta de desvalido! Tanta como para disipar su ira, piensa Gertrude. Como para inspirar ternura. ¡Y pensar que se cree feminista!
Le tienta ponerle la mano en el hombro. Ayudarle a salir del hoyo donde él mismo se ha metido. Sacarlo de ahí. Casi se siente así de cariñosa. Pero no tanto. No tanto.
Es un agobio saber el destino de un hombre que no conoce su propio destino.
En el crepúsculo de la estancia donde la Sociedad Matemática celebra sus reuniones, Hardy observa a Neville, que tiene las gafas apoyadas en la punta de la nariz. Se está mirando las manos, mientras enrolla lo que parece un trozo de cordel a su dedo anular derecho, así que se le hincha la carne. Hardy puede apreciar ese detalle incluso desde lejos, porque, al contrario que Neville, tiene una vista excelente ya de nacimiento, así como una habilidad intuitiva para distinguir las triviales artimañas de la ansiedad. Hacer crujir los nudillos, limpiar las gafas repetidamente, retorcer un botón casi suelto hasta que se cae… Y, sin embargo, le gustaría poder acercarse a Neville ahora mismo y proporcionarle el alivio que anhela, decirle: «Te han renovado el cargo.» Pero lo triste del caso es que no se lo han renovado, y Hardy ya lo sabe, y Neville no, aunque debe de contar con ello. Así que Hardy no dice nada. El rostro de Neville refleja preocupación entreverada de una débil esperanza. Esperanza contra toda esperanza. Neville levanta la vista, y por un momento sus ojos se encuentran. Él le hace un gesto con la cabeza. Hardy se lo devuelve. Pero sin intención de dejar traslucir nada. Al menos no quiere que le reprochen dar falsas esperanzas.