El contable hindú (3 page)

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Authors: David Leavitt

BOOK: El contable hindú
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Le asalta un recuerdo. Hace años, cuando era pequeño, en su colegio se montaba un retablo, una «feria india», donde él hacía el papel de doncella revestida de joyas y envuelta en una versión escolar de sari. Un amigo suyo, Avery, era el
gurkha
[3]
que lo amenazaba blandiendo un cuchillo… Curioso que no haya pensado en esa cabalgata desde hace años cuando ahora, al recordarla, se da cuenta de que ese facsímil de bisutería y papeles de colores del exótico oriente, en el que intrépidos caballeros ingleses batallaban con nativos por la causa del imperio, es la imagen que le viene a la cabeza siempre que se le menciona la India. No lo puede negar: tiene una tremenda debilidad por las baratijas. Una mala novela decidió su carrera. Siguiendo el curso natural de las cosas, los Wykehamists (como se denomina a los hombres de Winchester) iban al New College de Oxford, con el que Winchester tenía vínculos estrechos. Pero entonces Hardy leyó
A Fellow of Trinity
, cuyo autor, «Alan St. Aubyn» (en realidad la señora Frances Marshall), describía la trayectoria de dos amigos, Flowers y Brown, ambos estudiantes del Trinity College de Cambridge. Juntos sufren un montón de tribulaciones, hasta que al final de su estancia el virtuoso Flowers consigue un cargo docente, mientras que al tarambana de Brown, habiendo sucumbido a la bebida y arruinado a sus padres, lo expulsan del colegio y se hace misionero. En el último capítulo, Flowers se recrea melancólicamente en la figura de Brown, imaginándoselo entre salvajes en aquellas tierras lejanas, mientras él bebe oporto y come nueces en la sala de profesores.

Fue ese momento en concreto (el oporto y las nueces) lo que Hardy paladeó. A pesar de que, mientras se decía a sí mismo que esperaba ser como Flowers, con el que soñaba (el que yacía a su lado en la cama en sus sueños) era Brown.

Y, por supuesto, ésa es la paradoja: que ahora que vive en Trinity, en el auténtico Trinity, un Trinity que no se parece nada a la fantasía de «Alan St. Aubyn», nunca se acerca después de cenar hasta la sala de profesores. Nunca toma oporto y nueces. Detesta el oporto y las nueces. Eso es mucho más de Littlewood. La realidad se encarga de borrar la idea que la imaginación se hace de un sitio antes de verlo: una verdad que entristece a Hardy, que sabe que si alguna vez viajase a Madrás, si se adentrara en el extraño caldo de cultivo que debe de ser el verdadero Madrás, aquel retablo de Cranleigh, engalanado con banderolas rosas y azules y primorosos dibujos infantiles de diosas con múltiples brazos ondulantes, se borraría completamente. Avery, pavoneándose con su cuchillo de papel, se borraría también. Así que de momento sólo le produce placer imaginarse a Ramanujan, vestido de una forma bastante parecida a la de Avery, anotando sus series infinitas entre esplendores orientales, aunque tiene la sospecha de que, en realidad, el joven pierde el tiempo seleccionando y sellando documentos, seguramente en un cuarto sin ventanas de un edificio cuya penumbra inglesa ni siquiera el brillante sol del este consigue disipar.

No le queda otra cosa que hacer. Tiene que consultar a Littlewood. Y esta vez no puede ser mediante una postal. No, irá a ver a Littlewood. Con el sobre en la mano, recorrerá la distancia (cuarenta pasos) que le separa de la escalera D en Nevile's Court y llamará a la puerta de Littlewood.

3

Cada rincón de Trinity tiene una historia que contar. La escalera D de Nevile's Court es donde en su día residió Lord Byron, y donde vivía su osito, Bruin, al que paseaba con una correa en protesta por la norma del colegio de no admitir perros.

Ahora Littlewood vive ahí (tal vez, Hardy no está seguro, en las mismas habitaciones en las que retozaba Bruin). Primer piso. Son las nueve de la noche (tras la cena: sopa, lenguado de Dover, faisán, queso y oporto) y Hardy está sentado en un canapé rígido delante de un fuego trémulo, viendo cómo Littlewood se aparta de su escritorio aprovechando las ruedas de su silla de madera y cómo se echa a rodar en ella por el suelo, sin levantar ni un momento la vista del manuscrito indio. ¿Va a chocar con la pared? No, se para cerca de la puerta principal y cruza los tobillos. Sólo lleva los calcetines, nada de zapatos. Tiene las gafas apoyadas en la punta de la nariz, de la que escapan algunos resoplidos, moviendo los pelos de un bigote que, en opinión de Hardy, le favorece poco. (
Little for Littlewod
). Pero nunca se lo diría incluso si él se lo preguntara, cosa que nunca va a hacer. Aunque ya llevan colaborando unos cuantos años, ésta es solamente la tercera vez que Hardy visita a Littlewood en sus aposentos.

—«He descubierto una función que representa exactamente el número de números primos menor que X» —lee Littlewood en voz alta—. Una pena que no la ponga.

—Yo creo que no la pone precisamente para engatusarme y que le conteste. Vamos, que es la zanahoria del burro.

—¿Y le vas a contestar?

—Me parece que sí.

—Yo le contestaría. —Littlewood deja la carta—. Al fin y al cabo, ¿qué te está pidiendo? Que le ayudes a publicar sus cosas. Bueno, pues si resulta que valen la pena, yo creo que podemos (y que debemos) ayudarle. Siempre que nos dé más detalles, claro.

—Y algunas demostraciones.

—¿Qué opinas de las series infinitas, por cierto?

—O se le ocurrieron en sueños o se guarda un teorema mucho más general en la manga.

Ayudándose con un pie enfundado en su respectivo calcetín, Littlewood vuelve rodando en su silla hasta el escritorio. Detrás de la ventana, susurran las ramas del olmo. Es esa hora en la que, hasta en un día relativamente apacible como éste, el invierno se reafirma mandando pequeñas ráfagas de viento por las esquinas, por las grietas de las tablillas del suelo, por las rendijas de las puertas. Hardy querría que Littlewood se levantara y atizara el fuego. Pero sigue leyendo. Tiene veintisiete años y, a pesar de que no es alto, da la impresión de ser un hombretón corpulento (prueba de los años que se ha pasado haciendo gimnasia). Hardy, en cambio, es delgado y de huesos largos; su aspecto atlético es más el de un enjuto jugador de críquet que el de un gimnasta ágil. Aunque muchas personas, tanto hombres como mujeres, le han dicho que es guapo, él se considera horroroso, y por eso en sus habitaciones no hay un solo espejo. Cuando se queda en algún hotel, cuenta a veces, tapa los espejos con telas.

A su manera, Littlewood es una figura byroniana, piensa Hardy, o al menos todo lo byroniana que puede ser la de un matemático. Por ejemplo, todas las mañanas templadas, cruza tranquilamente New Court con tan sólo una toalla envuelta a la cintura para bañarse en el Cam. Una costumbre que causó cierto revuelo en 1905, cuando tenía diecinueve años y acababa de llegar a Trinity. Enseguida se corrió la voz incluso en King's de que se paseaba semidesnudo, y en consecuencia Oscar Browning y Goldie Dickinson empezaron a acercarse hasta allí por las mañanas, aunque ninguno de los dos tenía fama de levantarse temprano. «¿No te encanta la primavera?», le preguntaba O. B. a Goldie mientras Littlewood les saludaba con la mano.

Evidentemente, tanto O. B. como Goldie son Apóstoles
[4]
. Igual que Russell y Lytton Strachey. Y John Maynard Keynes. Y el propio Hardy. Hoy en día esa sociedad secreta ya es como de chiste, gracias fundamentalmente a la reciente publicación de una historia bastante mal contada de sus años iniciales.

Ahora cualquiera que se moleste un poco sabe que en sus reuniones de los sábados por la noche, los
hermanos
(cada uno de los cuales tiene un número) comen «ballenas» (sardinas con tostadas), y que uno de ellos expone un ensayo filosófico mientras permanece de pie sobre una «esterilla» ceremonial, y que esos ensayos se guardan en un viejo baúl de cedro llamado el «Arca». También es
vox pópuli
que la mayoría de los miembros de «esa» sociedad son de «esa» forma. La cuestión es: ¿lo sabe Littlewood? Y, de ser así, ¿le preocupa?

Ahora se levanta de su silla y se acerca, andando de esa manera tan peculiar suya, hasta el fuego. Las llamas se elevan desde los carbones cuando las aviva. Hardy ha cogido frío, además siempre se siente a disgusto en esta habitación, con sus espejos y su piano Broadwood y ese olor que impregna el aire, a cigarrillos y papel secante y, sobre todo, a Littlewood: un olor a lencería limpia y humo de madera, y a otra cosa, algo humano, biológico, que Hardy no acaba de identificar. Ésta es una de las razones por las que se comunican mediante postales. Se puede hablar de la función zeta de Riemann en términos de «montañas» y «valles» donde sus valores, reflejados en un gráfico, suben y bajan; pero si empiezas a imaginarte de verdad la subida, paladeando el aire, buscando agua, te pierdes. Los olores (el de Littlewood, el de la carta del indio) dificultan la capacidad de navegar por el paisaje matemático, que es por lo que de repente Hardy se encuentra mal y con unas ganas enormes de regresar a la seguridad de sus propias habitaciones. De hecho, ya se ha levantado y está a punto de despedirse cuando Littlewood le pone una mano caliente en el hombro.

—No te vayas todavía —le dice, haciendo que Hardy se siente otra vez—. Quiero que escuches una cosa. —Y pone un disco en el gramófono.

Hardy hace lo que le dice. Comienza a salir ruido del gramófono. Para él no es más que eso. Puede distinguir ritmos y pautas, una sucesión de tercetos y una especie de anécdota, pero no le proporciona ningún placer. No escucha belleza. A lo mejor es culpa de algún defecto de su cerebro. La verdad es que le frustra esa incapacidad suya para apreciar un arte que a su amigo le entusiasma tanto. Le pasa como con los perros. Que los demás ensalcen sus espléndidas virtudes, su inteligencia y su lealtad. Para él huelen mal y son un fastidio. Por otro lado, a Littlewood le encantan los perros, igual que a Byron. Y le encanta la música. De hecho, mientras la aguja va haciendo su chirriante recorrido por el disco, parece que entra en una especie de trance ensimismado, alzando las manos y jugueteando con los dedos en el aire.

Por fin se acaba el disco.

—¿Sabes lo que era? —le pregunta Littlewood, levantando la aguja.

Hardy niega con la cabeza.

—Beethoven. El primer movimiento del «Claro de luna».

—Precioso.

—Estoy aprendiendo a tocar por mi cuenta, ¿sabes? Evidentemente no soy Mark Hambourg, ni nunca lo seré. —Se sienta de nuevo, esta vez al lado de Hardy—. Sabes quién fue el primero que me habló de Beethoven, ¿no? El bueno de O. B. Cuando era estudiante, siempre me estaba invitando a sus habitaciones. A lo mejor era por el glamour que me daba ser un
wrangler
[5]
; en matemáticas… Tenía una pianola y me tocaba la «Waldstein» en ella.

—Ya sabía que tenía dotes musicales.

—Una personalidad curiosa, la de O. B. ¿Sabes lo de la vez en que un grupo de señoras le sorprendieron después de bañarse? Lo único que llevaba era un pañuelo, pero en vez de taparse sus partes se tapó la cara. «Todo el mundo en Cambridge reconocería mi cara», dijo.

Hardy se echa a reír. A pesar de que ya ha oído esa historia cientos de veces no quiere quitarle a Littlewood el placer de creer que él es el primero que se la cuenta. Cambridge está lleno de historias sobre O. B. que empiezan de esa manera. «¿Sabes lo de la vez que O. B. cenó con el rey de Grecia?» «¿Sabes lo de la vez que O. B. fue a Bayreuth?» «¿Sabes lo de la vez en que O. B. coincidió en el pasillo de un tren con treinta chicos de Winchester?» (Aunque Hardy duda de que Littlewood sepa lo de esa última vez.)

—El caso es que desde entonces para mí sólo existen Beethoven, Bach y Mozart. Y en cuanto aprenda, serán los únicos compositores que tocaré.

Se vuelve a levantar, quita el disco del gramófono y lo mete en su funda.

«Dios mío, que saque otro disco y lo ponga en el gramófono. Tengo ganas de música, de horas y horas de música».

El truco funciona. Littlewood mira su reloj. Puede que quiera trabajar o escribirle a la señora Chase.

Hardy alarga la mano para coger la carta de Ramanujan, pero Littlewood le dice:

—¿Te importa que me la quede esta noche? Me gustaría revisarla con más atención.

—Quédatela.

—Entonces hablamos por la mañana. O te mando una nota. Me imagino que me quedaré levantado casi toda la noche.

—Como quieras.

—Hardy, lo digo completamente en serio, tal vez deberíamos plantearnos el traérnoslo. O por lo menos investigar un poco. A lo mejor te parece que me estoy precipitando.

—No, estaba pensando en lo mismo. Puedo escribir al Ministerio de la India, y ver si tienen dinero para estas cosas.

—Quizá sea el hombre que consiga demostrar la hipótesis de Riemann.

Hardy alza las cejas.

—¿Tú crees?

—Quién sabe. Es que, si ha hecho todo esto por su cuenta, a lo mejor es capaz de moverse en direcciones que ni se nos han ocurrido hasta ahora. En fin…, buenas noches, Hardy.

—Buenas noches.

Se dan la mano. Cerrando la puerta tras él, Hardy baja rápidamente los peldaños de la escalera D, cruza Nevile's Court y sube a sus aposentos. Cuarenta y tres pasos. Su asistente ha mantenido el fuego encendido; delante está Hermione enroscada sobre su otomana favorita, la azul de terciopelo con botones. «Capitoné», llamó Gaye (que sabía de esas cosas) al acolchado. Hasta mandó hacer una funda especial para la otomana, para que Hermione pudiera arañarla sin estropear el terciopelo. Gaye adoraba a Hermione; unos días antes de morirse, habló de encargar su retrato: una odalisca felina, sin más adornos que una inmensa esmeralda colgada del cuello con una cinta de satén. Ahora incluso la funda está hecha jirones.

«¿
Deberían
traerse al indio a Inglaterra?» Mientras le da vueltas a esa idea, a Hardy empieza a acelerársele el corazón. No puede negar que le excita la idea de rescatar a un joven genio de la pobreza y la oscuridad y verlo florecer… O puede que lo que le excite sea la imagen que se ha formado de Ramanujan, aun en contra de su voluntad: un joven
gurkha
blandiendo su cuchillo. Un joven jugador de críquet.

Al otro lado de la ventana se alza la luna. Enseguida vendrá el asistente con su whisky nocturno. Esta noche se lo tomará solo, leyendo un libro. Es curioso, la habitación le parece más vacía que nunca, ¿qué presencia echa de menos entonces? ¿La de Gaye? ¿La de Littlewood? Extraña sensación esta soledad que (que él sepa) no tiene objeto: al otro extremo de la cual no brilla el espejismo de ninguna cara, no le invoca ninguna voz. Y entonces se da cuenta de lo que echa de menos. Es la carta.

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