Authors: David Leavitt
No es la primera vez que Hardy recibe una carta de algún desconocido. Gracias a lo alejadas que están del mundo corriente, las matemáticas puras ejercen una misteriosa atracción sobre excéntricos de todo pelaje. Algunos hombres de los que le han escrito a Hardy son auténticos chiflados que alardean de poseer las fórmulas que servirían para localizar el continente perdido de la Atlántida, o de haber descubierto criptogramas en las obras de Shakespeare que apuntan a una conspiración judía para estafar a Inglaterra. La mayoría, sin embargo, son meros aficionados a los que las matemáticas les han llevado tontamente a creer que han descubierto la solución de los problemas sin resolver más famosos. «He completado la demostración que lleva tanto tiempo buscándose de la Conjetura de Goldbach…, en la que se afirma simplemente que cualquier número par mayor que dos puede ser expresado como la suma de dos primos. Ni que decir tiene que me resisto a enviar mi verdadera demostración, no vaya a caer en manos de alguien que pretenda publicarla como propia…» Por experiencia diría que el tal Ramanujan pertenece a esta segunda categoría. «Como soy pobre» (¡como si las matemáticas hubieran hecho a alguien rico!), «no he incluido exactamente mis investigaciones ni las demostraciones concretas», ¡como si todos los catedráticos de Cambridge estuvieran esperando recibirlas con el corazón en un puño!
Nueve densas páginas de matemáticas acompañan la carta. Tras volver a sentarse, Hardy se pone a examinarlas. A simple vista, la compleja serie de números, letras y símbolos indica una relativa familiaridad (si no una auténtica fluidez) con el lenguaje de su disciplina. Aunque hay algo fuera de lugar en la manera que tiene el indio
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de emplear ese lenguaje. Lo que está leyendo, piensa Hardy, es el equivalente del inglés hablado por un extranjero que ha aprendido esa lengua él solo.
Mira el reloj. Las nueve y cuarto. Ya lleva un cuarto de hora de retraso. Así que deja la carta, responde a otra (una de su amigo Harald Bohr en Copenhague), lee el último número de
Cricket
, resuelve todos los acertijos de la página de «Perplejidades» del
Strand
(eso le lleva, según sus cálculos, cuatro minutos), trabaja en el borrador de un artículo que está escribiendo con Littlewood y, exactamente a la una, se pone su toga azul y se acerca andando hasta el Hall para comer. Tal como esperaba, Dios ha hecho caso omiso de sus oraciones. Hace un sol espléndido, que le templa la cara aun cuando tenga que llevar las manos metidas en los bolsillos. (¡Cómo le gustan los días fríos muy soleados!) Luego entra en el Hall, y la penumbra atenúa el sol tan completamente que a sus ojos no les da tiempo a adaptarse. Subidos a una tarima, y por encima del estruendo de doscientos estudiantes a los que contemplan los retratos de Byron, Newton y otros ilustres antiguos alumnos de Trinity, una veintena de catedráticos están sentados a una mesa de honor, cuchicheando entre sí. Planea un olor a vino picado y carne rancia.
Hay un sitio vacío a la izquierda de Bertrand Russell, y Hardy lo ocupa mientras Russell le hace una seña con la cabeza a modo de saludo. Entonces se lee una oración en latín; chirrían los bancos, los camareros sirven vino, los estudiantes empiezan a comer con muchas ganas. Littlewood, que está enfrente de él, cinco puestos a su izquierda, ha entablado conversación con Jackson, un catedrático mayor de lenguas clásicas; una pena, porque Hardy quiere contarle lo de la carta. Pero puede que sea mejor así. Si se concede algo más de tiempo para pensar, tal vez llegue a la conclusión de que no es más que una tontería y se ahorre quedar como un verdadero idiota.
A pesar de que el menú de Trinity está escrito en francés, la comida es típicamente inglesa: rodaballo cocido, seguido de una chuleta de cordero con nabos y coliflor, y un pudin al vapor con una especie de salsa de natillas cortadas. Hardy come poco. Tiene unos gustos muy particulares en materia de comida, y sobre todo detesta la carne de cordero asada, algo que se remonta a su época de Winchester, cuando parecía que no existía otra cosa en el menú. Y el rodaballo, en su opinión, es el cordero asado de los pescados.
Por lo visto, Russell no tiene ningún problema con el rodaballo. Aunque son buenos amigos, no se caen demasiado bien; una característica de la amistad que a Hardy le parece mucho más habitual de lo que normalmente se supone. Durante los primeros años en que lo conoció, Russell llevaba un bigote frondoso que, tal como señaló Littlewood, le proporcionaba a su rostro una expresión engañosamente apagada y apacible. Luego se lo afeitó, y su cara, sin más adornos, daba la medida de su personalidad. Ahora unas cejas espesas, más oscuras que su cabello, ensombrecen unos ojos que, al mismo tiempo que reflejan una gran concentración, están totalmente extraviados. La boca es fina y parece un poco peligrosa, como si te fuera a morder. Las mujeres le adoran (además de esposa tiene un montón de amantes), cosa que extraña a Hardy, dado que otro de los rasgos distintivos de Russell es una acusada halitosis. El aliento de su intelecto, y su ímpetu (su empeño no sólo en ser el experto en lógica más importante de su tiempo, sino en diagnosticar la naturaleza humana, escribir filosofía y meterse en política), impresionan y también irritan a Hardy, porque la voracidad de una mente así puede parecer a veces una veleidad. Por ejemplo, en los dos últimos años, además del tercer volumen de sus colosales
Principia Mathematica
, ha publicado una monografía titulada
Los problemas de la filosofía
. Y, sin embargo, hoy no está hablando ni de principios matemáticos ni de problemas filosóficos. En lugar de eso, se divierte (aunque a Hardy no le divierta nada) exponiendo —hasta con diagramas bosquejados en un bloc— su traducción del simbolismo lógico de la Ley de la Hermana de la Esposa Fallecida, que legitima el matrimonio de un viudo con su cuñada, mientras Hardy se pasa el rato apartando la cara para no tener que respirar su aliento acre. Cuando Russell termina (¡por fin!), Hardy cambia de tema y se pone a hablar de críquet: de lanzadores diestros y posiciones de los jugadores en el campo, de formas de batear, de estrategias imprudentes que, en su opinión, le costaron a Oxford su último partido contra Cambridge. Russell, a quien le aburre tanto el críquet como a Hardy la Ley de la Hermana de la Esposa Fallecida, se sirve otra chuleta. Pregunta si hay algún nuevo jugador en la universidad al que Hardy admire, y Hardy menciona a un indio, Chatterjee, del Corpus Christi. El verano pasado, Hardy lo vio jugar en el equipo de los novatos y le pareció muy bueno. (Y también muy guapo, aunque eso no lo comenta.) Russell come su
gáteau avec creme anglaise
. Es un gran alivio que por fin el bedel dé la bendición final, permitiendo a Hardy escapar del simbolismo lógico y acercarse andando hasta Grange Road para jugar su partido diario de tenis cubierto. Da la casualidad de que su contrincante de esta tarde es un especialista en genética llamado Punnett, con el que a veces también juega al críquet. ¿Y qué opina Punnett de Chatterjee?, le pregunta.
—Me parece estupendo —dice Punnett—. Allí se toman el críquet muy en serio, ¿sabe? Cuando estuve en Calcuta, me pasaba horas en la explanada. Veíamos jugar a los jóvenes y comíamos una cosa muy rara: una especie de arroz inflado con una salsa pegajosa por encima.
Los recuerdos de Calcuta distraen a Punnett, y Hardy le gana fácilmente. Se estrechan la mano, y él regresa a sus habitaciones, preguntándose si será la manera de jugar de Chatterjee o su atractivo físico (una belleza muy europea que el contraste de su piel oscura sólo hace aún más sorprendente) lo que le ha llamado realmente la atención. Mientras tanto, Hermione se ha puesto a gemir. La señora de la limpieza se ha olvidado de darle de comer. Así que mezcla unas sardinas de lata con arroz hervido frío y un poco de leche en un plato, mientras ella se frota un lado de la cara contra su pierna. Al echarle un vistazo a la mesita de palo de rosa, ve que el asistente le ha dejado otra postal de Littlewood, a la que no le hace caso igual que a la anterior, no porque no le apetezca leerla, sino porque uno de los principios que rigen su colaboración es que ninguno de los dos debe sentirse obligado a posponer asuntos más urgentes para responder la correspondencia del otro. Ateniéndose fielmente a esta regla, y a otras semejantes, han conseguido cimentar una de las pocas colaboraciones afortunadas de la historia de su solitaria disciplina. De ahí la ocurrencia de Bohr: «Hoy en día Inglaterra puede jactarse de tener tres grandes matemáticos: Hardy, Littlewood y Hardy-Littlewood.»
En cuanto a la carta, ahí sigue donde la dejó, sobre la mesa que está junto a su desvencijado sillón de caña. Hardy la coge. ¿Pierde el tiempo? Quizá sería mejor arrojarla al fuego. Seguro que otros lo han hecho. Probablemente su nombre es uno más de la lista (¿ordenada alfabéticamente?) de matemáticos ingleses famosos a los que el indio ha enviado su carta, uno tras otro. Y si los demás han tirado la carta al fuego, ¿por qué no va a hacerla él? Es un hombre ocupado. G. H. Ardí apenas (
Hardy hardly
)
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tiene tiempo para examinar las notas de un oscuro empleado indio…, tal como está haciendo ahora, un poco en contra de su voluntad. O eso cree.
Ningún detalle. Ninguna demostración. Sólo fórmulas y apuntes. La mayoría le dejan completamente desorientado; es decir, si están mal, no tiene ni idea de cómo averiguarlo. No se parecen nada a las matemáticas que ha visto toda la vida. Por ejemplo, ¿qué se supone que hay que hacer con esto?
Un enunciado así es una auténtica locura. Y sin embargo en algunos sitios, entre esas ecuaciones incomprensibles y esos teoremas disparatados sin demostración, también hay fragmentos que tienen sentido (los suficientes para que siga leyendo). Por ejemplo, algunas de las series infinitas que reconoce. Bauer publicó la primera, famosa por su simplicidad y belleza, en 1859.
Pero el empleado sin estudios que dice ser Ramanujan ¿cómo iba a haberse topado con esa serie? ¿Es posible que la haya descubierto por su cuenta? Y luego viene una serie que Hardy no ha visto en su vida. Es como una especie de poema.
¿Qué clase de imaginación habría que tener para que se te ocurriera eso? Y lo más milagroso de todo (Hardy la comprueba en su pizarra, hasta donde puede comprobarla), parece que es correcta.
Hardy enciende su pipa y empieza a pasearse por la habitación. En cuestión de segundos, su irritación ha dado paso al asombro, y el asombro al entusiasmo. ¿Qué milagro le ha traído hoy el correo? Algo que jamás había soñado ver. ¿La genialidad en estado puro? Una forma un poco burda de expresado. Y sin embargo…
Hardy reconoce que él mismo ha tenido mucha suerte. Y le encanta contarle a todo el mundo que es de origen humilde. Uno de sus abuelos era un obrero que trabajaba en una fundición, y el otro era el carcelero de la prisión del condado de Northampton (vivía en Fetter Street). Más tarde, este abuelo, el materno, fue aprendiz de panadero. Y Hardy (de verdad que le encanta contárselo a cualquiera) habría sido también panadero algún día, si sus padres no hubieran tomado la sabia decisión de hacerse maestros. Más o menos cuando él nació, Isaac Hardy fue nombrado tesorero de la Cranleigh School de Surrey, y allí fue donde mandaron a estudiar a Hardy. De Cranleigh pasó a Winchester, y de Winchester a Trinity, atravesando puertas que normalmente habrían estado cerradas para él porque hombres y mujeres como sus padres eran los amos de las llaves. Después de eso, nada impidió su ascenso hasta exactamente la posición que había soñado ocupar años atrás, y que de hecho se merece ocupar, porque tiene talento y ha trabajado muy duro. Y ahora resulta que aparece este joven que vive en las profundidades de una ciudad cuya inmundicia y cuyo barullo Hardy apenas se puede imaginar, y que por lo visto ha fomentado su talento por su cuenta y riesgo, a falta de escolarización o de estímulo. Hardy ya ha conocido genios. Littlewood lo es, cree, y también Bohr. Pero en ambos casos se les proporcionó la disciplina y los conocimientos desde muy temprano, dándole una forma reconocible a esa genialidad. Ramanujan es descabellado e incoherente, como una rosa trepadora que debería haber sido adiestrada a enredarse en una pérgola pero que, en cambio, crece descontrolada.