Authors: David Leavitt
—¿Ha disfrutado del viaje? —le pregunta. Ramanujan se limita a sonreír.
—El panorama era espléndido —dice; otra respuesta sacada de su gran almacén.
Una visita al excusado, seguida de una jarra de cerveza en un pub cercano, hace que Hardy recobre un poco el ánimo. Ahora se está poniendo el sol, y el grupo se dirige (esta vez a pie, gracias a Dios) hacia el palacete. Una gran superficie de césped se extiende desde la casa hacia una pista de tenis donde se ha levantado un escenario provisional, candilejas incluidas. Algunos miembros del público, la mayoría mujeres, están sentados en sillas plegables, mientras que otros meriendan en grupos; de hecho, y no le sorprende nada, Hardy descubre que Alice también se ha traído la merienda: una mezcolanza de sus horrores vegetarianos, que se dispone a colocar sobre un trozo de tela roja desteñida. Reparte muy decidida las viandas, pasándole una cosa rellena de otra al señor Allenby, que se queda mirándola con cara de pasmo. Le pasa otro plato a Hardy. Mientras examina su contenido, escucha como desde muy lejos retazos de charla sobre Shakespeare, sobre la obra benéfica de Alice, sobre las ventajas de los Vauxhall con respecto a los Jowetts y viceversa. Debe de costarles muchísimo todo ese esfuerzo por alejar la conversación del tema más candente, ¡como intentar sostener un imán lejos de un polo magnético! ¿Para qué se molestan? ¿Para qué han venido siquiera?
Está empezando a untar de mantequilla una rebanada de pan (el único bien comestible que puede tolerar de los presentes) cuando oye que dicen su nombre. Levanta la vista. Harry Norton se dirige a grandes zancadas hacia él, acompañado de Sheppard, Taylor, Keynes y, unos pasos detrás, el conde Békássy.
Hardy se levanta. De los pantalones se le caen migas de pan al suelo. Más tarde reflexionará amargamente sobre que hay algo inevitable en las coincidencias de ese tipo. Lejos de negar el azar, lo confirman. Así 331, 3331, 33331, 333331 Y 3333331 son primos, pero 33333331 no.
—Hola, Hardy —dice Norton—. ¿Qué demonios te trae por estos lares?
—Podría hacerte la misma pregunta.
—Hemos venido a ver a Bliss, claro. Ah, perdón si interrumpo…
—¿A Bliss?
—Sí, hombre. —Norton se inclina un poco—. El nuevo recluta. Hace de Calibán, y su hermano de Ferdinando. Hemos venido con Békássy a presenciar este momento de gloria de su chico. ¿Verdad, Feri?
Békássy, cuya espalda acaricia ahora Keynes, asiente con la cabeza.
—Pero no tenía ni idea de que salía Bliss en la obra —dice Hardy—. Hemos venido porque la señora Neville… Perdón. ¿Le puedo presentar al señor Norton, señora Neville?
¡Ay, el horror de las presentaciones! Mientras Hardy va desgranando los nombres, se entrecruzan los «¿cómo está usted?» como espadas; y al inevitable: «¿Quieren unirse a nosotros?», le sigue el inevitable: «No querríamos molestarles…» «Pero si hay comida de sobra.» «Bueno, si se empeña…» «Pues claro. Siéntense.»
Y entonces, antes de que Hardy sepa lo que está sucediendo, se les hace sitio y se despliega un segundo mantel, esta vez azul. Los cuadrantes que se tocan. Sheppard, dejando a un lado temerariamente cualquier apariencia de discreción, señala a Ramanujan y le susurra algo a Taylor, que se queda con la boca abierta. Su pelo aún parece más blanco que a la luz crepuscular que entra en sus habitaciones de King's. ¿Y qué opinará Ramanujan de estos tipos tan curiosos? ¿Interpretará que Sheppard lo señale como un signo de su propia celebridad («la Calculadora Hindú») o de su evidente apariencia extranjera? ¿De su piel morena? ¿De su nariz chata?
Se retiran los platos. Con ese horrible gusto suyo por los interrogatorios, Sheppard se sitúa furtivamente al lado de Ramanujan para hacerle las preguntas habituales: ¿se está adaptando bien?, ¿está contento en Trinity?; pero también las de un carácter decididamente más apostólico, como por ejemplo:
—Como hindú, ¿cree que en el Cielo caben los adoradores de sus dioses igual que los de nuestro Dios?
—Hay muchos cristianos en la India —dice Ramanujan—. Y musulmanes. En términos generales, los seguidores de una creencia respetan a los de las demás, aunque evidentemente siempre es inevitable algún conflicto.
(Una respuesta adquirida en Spencer's. Precio: una rupia.)
—Claro, claro. De todos modos, los hindúes deben de tener una sensación curiosa cuando, por ejemplo, ven entrar a los cristianos en una iglesia, o a los judíos en una sinagoga.
—Personalmente opino que, todas las religiones son, más o menos, verdaderas por igual.
—¿En serio? —dice Keynes—. Fascinante… Qué pena que no esté aquí McTaggart. —Él y Sheppard están observando ahora a Ramanujan con ojos inquisidores, como si fuera un embrión. ¿Lo es? ¿Está todo preparado? Y, en ese caso, ¿por qué no se ha informado a Hardy? ¿Y quién es el padre?
Cae la tarde. Se encienden las candilejas, la multitud se calla, comienza la obra. De la oscuridad trasera del escenario emerge el joven Bliss, curiosamente favorecido si cabe por la joroba que finge tener, los harapos y la pintura grasa de su cara. No es un mal Calibán en absoluto. Hardy cierra los ojos mientras Bliss declama unos versos que a Gaye le gustaban especialmente:
Cuando vos aquí llegasteis, me halagasteis y mimasteis; me disteis agua con bayas, me enseñasteis a nombrar la luz grande y la pequeña que iluminan día y noche; y yo os amé y os mostré las virtudes de la isla, frescas fuentes y marismas, parajes yermos o fértiles… ¡En mala hora lo hice! |
Hardy se vuelve para mirar a Békássy. Las lágrimas refulgen bajo esos párpados pesados de húsar. ¡Entonces es así, el verdadero amor o la camaradería, o lo que sea, entre hombres! Lo que Hardy creía haber conocido con Gaye, lo que a veces aún sueña con conocer. ¿Y volverá a conocerlo algún día? A lo mejor, como el mundo está tocando a su fin, aquel antiguo anhelo de amor, de pasión, se ha vuelto a despertar en él; lo busca ansioso a su alrededor, preguntándose si habrá alguno aquí esta noche, siquiera uno…
Entonces termina el primer acto. Norton se levanta para ir a fumar, y Hardy le sigue. Permanecen muy juntos de pie, donde los otros excursionistas no pueden oírles.
—Sinceramente, Harry —dice Hardy—, no tenía ni idea de lo de Bliss. Ha sido pura casualidad que hayamos venido.
—Muy típico de ti, esconder la luz debajo del celemín… —dice Norton—. Pero la verdad es que por lo menos deberías habérmelo presentado. A veces pienso que te olvidas de que soy matemático.
—Sólo porque tú también te olvidas.
—Sí, sí, ya sé. Es que con intentar sacar la licenciatura casi me volví tarumba.
—Desde luego parece que a Sheppard también le apetece conocerlo.
—Sheppard está condenado a ser un gran conversador… —Norton exhala el humo.
Se quedan callados un momento, y luego Norton dice:
—Una cosa bestial esta guerra, ¿verdad?
Hardy casi se echa a reír. Tras tantos esfuerzos por evitar el tema, ver cómo se alude a él tan directamente (y con tanta soltura) es un auténtico alivio.
—Me sorprende que Keynes se haya librado, ¿qué pasa con su trabajo en Hacienda?
—Ha sido por Békássy.
—¿Y eso?
—¿No te has enterado? Se vuelve a Hungría para unirse al ejército. Para luchar contra Rusia. Por lo visto entraremos en guerra con Hungría la semana que viene, así que, si no se va antes, lo encerrarán. Evidentemente, Keynes intentó disuadirlo con todas sus fuerzas, pero Feri no quería ni oír hablar del tema. Así que ahora Keynes ha accedido a pagarle el billete, porque los bancos están cerrados, y Feri no puede retirar su dinero. Pero está desesperado con toda esta historia. Bueno, lo estamos todos.
—¿Y Bliss?
—Dice que también se va a alistar. Siguiendo el ejemplo de Rupert Brooke. Muy romántico, ¿no te parece?, lo de dos amantes luchando en frentes contrarios… Nos hemos traído a Feri esta noche porque, la verdad, es la última oportunidad que tiene de ver a Bliss antes de marcharse.
Hardy mira hacia la casa, donde supuestamente los actores han montado sus camerinos. Békássy está saliendo por una puerta lateral.
—Qué cosa más noble —dice Norton.
—¿El qué? ¿Que vayan a morir?
—No, que se vayan a defender sus respectivas patrias.
—Yo desprecio la guerra. Y no creo que ningún ser humano medianamente inteligente no la desprecie.
—Bueno, por lo que me cuenta Keynes, Moore todavía no se ha decidido ni por una cosa ni por la otra. Y McTaggart ya se ha declarado un acérrimo antialemán.
—¿Eso el hombre que escribió «Violetas o azahar»?
—De todas formas, reconocerás que los hunos están demostrando ser bastante bestias. Una fría máquina militar. He leído que están matando niños a bayonetazos.
—Eso no es más que propaganda.
—Pues a mí no me sorprendería. Ya sabes: Nietzsche y todo ese asunto del
übermensch
. No todos los alemanes son como Goethe, Hardy.
—Están defendiendo sus intereses. Temen a Rusia, igual que nosotros los tememos a ellos. La temida marina alemana. Todo el mundo tiene miedo, todo el mundo está actuando para adelantarse a otro que está actuando para adelantarse a otro que está actuando para adelantarse a otro…
—Como en la regresión al infinito de Russell.
—Exacto.
Las candilejas parpadean, indicando el final del intermedio.
—Deberíamos volver a sentamos —dice Norton—. Ah, ¿y te vas a quedar a pasar la noche?
Hardy asiente.
—Los Neville se quedan con la prima de ella. Los demás nos alojaremos en un hostal. De Knighton, creo. —Echa el humo—. ¿Y tú?
—Con un amigo del verborreico. Por lo menos es adonde nos mandan a Sheppard, a Keynes, al verborreico y a mí. Al final voy a poder echarles un vistazo a los tres… Quién sabe, igual es como en Tristán e Isolda. —Norton baja los párpados—. No es una pena que no podamos…, bueno…
Pero el segundo acto está a punto de comenzar. Apagan sus cigarrillos y luego regresan al césped para ver el resto de la función. Que dura. Y dura. En conjunto, es la peor representación de
La tempestad
a la que han obligado a asistir a Hardy en su vida. Cuando por fin se acaba, se le han quedado las piernas dormidas. Entonces mira su reloj y ve que sólo han pasado dos horas. De hecho, la representación ha ido bastante deprisa.
Y después empiezan las despedidas, que puede que aún le angustien más que las presentaciones. Probablemente Ramanujan podría sacarse de la manga una ecuación para calcular
T
, o la cantidad de tiempo que lleva que todo el mundo se vaya de verdad, basada en
P
, el número de personas presentes, e
I
, la variable de la interrupción, que evidentemente multiplica la cantidad de tiempo requerida para cada despedida por una cantidad indeterminada. ¡Ah, y las palabras…! «Un auténtico placer…» «Tenemos que volver a vernos…» «Qué maravilla lo de su club de automovilismo…» Palabras y más palabras antes de que por fin Norton le dé un beso en la mejilla a Alice, y Littlewood le dé la mano a Keynes, y Békássy salga disparado hacia la casa en busca de Bliss, con quien seguro que se escabullirá pronto entre las sombras de la noche veraniega, en ese bosque con su oscuro dosel.
Al fin se ha terminado todo. Hardy se sube en ese coche bestial de Allenby, que les lleva a él y a Littlewood hasta Knighton, al George and Dragon, donde resulta que se ha producido una equivocación; en vez de reservar cinco habitaciones, como pidió Alice, el hospedero sólo ha reservado dos. De hecho, ¡la posada ni siquiera tiene cinco habitaciones! Una de las habitaciones es de matrimonio; Eddie Neville y Allenby deciden compartirla muy contentos. Y en cuanto a la otra:
—Tiene dos camas grandes, señor —le dice el hospedero a Hardy—. Desde luego, lo suficiente como para tres caballeros.
—A mí me da igual —dice Littlewood.
¡Ya, claro! Pero ¿a Ramanujan? Tiene una expresión inescrutable. A lo mejor no le preocupa. Allá en su casa de la India, ¿no dormían todos como se terciaba, esparcidos por el suelo?
Así que el hospedero les lleva alumbrándose con una vela hasta la habitación, que está en el ático, y es espartana y huele a humedad; las dos camas están una frente a la otra, una contra la pared norte y otra contra la pared sur. No hay luz eléctrica. Aunque la vela que el hospedero deja en la repisa de la chimenea le presta a la habitación su resplandor cálido y parpadeante.
Littlewood estira los brazos.
—Bueno, pues ha sido todo muy divertido pero muy agotador —dice mientras se quita el chaleco—. No sé vosotros, compañeros, pero yo estoy muerto.
Tras lo cual, con su ya famosa despreocupación, se quita bruscamente la ropa, abre de un tirón una de las camas y se acuesta. Por lo visto no tiene pensado lavarse antes.
—Buenas noches —dice, y enseguida se pone a roncar.
Hardy y Ramanujan se quedan solos, a todos los efectos.
Se miran el uno al otro.
—Creo que el cuarto de baño está abajo —dice Hardy.
—Gracias —responde Ramanujan. Abre su pequeña maleta y saca de ella un neceser y un pijama. Llevándolos consigo, abre la puerta y sale de puntillas.
Hardy suspira aliviado. Ahora tendrá tiempo de visitar el retrete y ponerse (rápidamente y a escondidas) su propio pijama. Cuando ya lo ha hecho, examina las dos camas, una muy pulcra, y la otra toda revuelta por la figura despatarrada y desnuda de Littlewood. Littlewood ha dejado la sábana justo por debajo de su ombligo. Por un momento, Hardy se queda mirando la dilatación y el encogimiento de su diafragma, y se fija en el escaso vello de su pecho… Pero ¿en qué cama se va a meter? Si se mete en la de Littlewood, no va a pegar ojo. Pero, si se acuesta en la vacía, no hará más que pasarle la pelota a Ramanujan. ¿Y qué va a hacer Ramanujan?
Entonces oye el ruido de una puerta al abrirse (la puerta del cuarto de baño de abajo, seguramente), seguido de unas pisadas en la escalera.
Casi sin pensarlo, toma una decisión. Se mete en la cama vacía.
Pasan cinco minutos. Los cuenta. La puerta de la habitación se abre y se cierra de nuevo. Siente cómo crujen las tablas del entarimado bajo unos pies descalzos. Luego hay un momento de silencio, antes de que Ramanujan pegue un soplido (bastante fuerte) y Hardy oiga y huela a la vez la extinción de la llama de la vela. La oscuridad inunda la habitación. Siente el peso de otro cuerpo aplastando el colchón, un cuerpo que bascula hacia el otro lado. Las sábanas y las mantas se le ciñen a la caja torácica. Huele a lana y a aire libre; y entonces se da cuenta de lo que ha pasado. Ramanujan no se ha metido realmente en la cama; sólo se ha subido a ella. Está durmiendo sobre la colcha, la sábana y la manta, con el abrigo echado por encima del torso.