El Consuelo (26 page)

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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

BOOK: El Consuelo
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—No —respondía ella, con un gesto de impaciencia—, eso no es más que una broma de pésimo gusto que se ha inventado la gente del campo para asustar a los parisinos. Además es una tontería como una casa... Nosotros no le tenemos miedo a nada, ¿verdad?
¿Dónde se desarrollaba esa conversación? En el coche, seguramente. Era en el coche donde más tonterías decía Anouk...

 

Como todos los niños éramos espantosamente sádicos y, con el pretexto de repasar nuestras clases de ciencias naturales, siempre buscábamos arrastrarla a la faceta más
gore
de su profesión. Nos gustaban las llagas, el pus y las amputaciones; las descripciones detalladas de la lepra, el cólera y la rabia; las babas, las crisis de tétanos y los trozos de dedos que se desprendían y se quedaban encajados en las manoplas. ¿Acaso no se daba cuenta de que no era más que un pretexto? Pues claro que sí. Sabía que éramos muy retorcidos y de vez en cuando exageraba y, cuando veía que ya lo sabíamos todo del tema, dejaba caer, como quien no quiere la cosa:
—No, pero... el dolor está bien, ¿sabéis...? Menos mal que existe... El dolor es la supervivencia, niños... ¡Sí, sí! Si no existiera, dejaríamos las manos en el fuego, y si aún conservamos los diez dedos de las manos ¡es porque soltamos un taco cuando fallamos con el martillo y nos damos en el dedo en lugar de en el clavo! Todo esto os lo cuento porque... ¿Y a éste qué le pasa, por qué me da las largas? ¡Adelántame, idiota, adelántame! Esto... ¿por dónde iba?
—Los clavos —suspiró Alexis.
—¡Ah, sí! Todo esto os lo cuento porque lo del bricolaje, la barbacoa, vale, lo habéis pillado... pero, más tarde, ya lo veréis, habrá cosas que os harán daño. Digo «cosas» pero en realidad tendría que decir «personas»... Personas, situaciones, sentimientos y...
En el asiento de atrás, Alexis me hacía gestos para indicarme que Anouk divagaba por completo.
—Si puedo ver a un tipo que me da las largas, puedo verte a ti también, tontorrón. ¡Vamos! ¡Es importante lo que os estoy diciendo! Huid de lo que os haga daño en la vida, tesoros míos. Huid corriendo. Huid lo más rápido posible. ¿Me lo prometéis?
—Vale, vale, que sí... Tú tranquila, haremos como los patos...
—¿Charles?
—¿Sí?
—¿Cómo haces para aguantarlo?
Yo sonreía. Me lo pasaba muy bien con ellos.
—¿Charles?
—¿Sí?
—¿Has entendido lo que he dicho?
—Sí.
—A ver, ¿qué he dicho?
—Que el dolor es bueno porque asegura nuestra supervivencia pero que hay que huir de él aunque ya no tengamos cabeza...
—Mira que eres empollón... —había suspirado mi amigo.

 

¿Con qué te has destrozado tú, Anouk Le Men?
¿Con un martillo muy grande?

 

13

 

Sylvie vivía en el distrito XIX, cerca del hospital Robert-Debré. Charles llegó con más de una hora de antelación. Paseó por el bulevar de los Maréchaux acordándose de ese señor muy tieso que lo había construido en la década de 1980: Pierre Riboulet, su profesor de composición urbana en la facultad de Ingeniería.
Era un hombre muy tieso, muy guapo y muy inteligente. Hablaba poco, pero tan bien. Le pareció el más accesible de todos sus profesores, pero aun así nunca se atrevió a abordarlo. Había nacido en la otra orilla, en un edificio insalubre sin aire ni sol, y no lo había olvidado nunca. Solía repetir que la belleza tenía «una utilidad social evidente». Los animaba a despreciar los concursos y a recuperar el sano ambiente de los talleres. Les había hecho descubrir las Variaciones Goldberg, la Oda a Charles Fourier, los textos de Friedrich Engels y, sobre todo, sobre todo, al escritor Henri Calet. Construía a escala humana, a escala del alma, hospitales, universidades, bibliotecas y viviendas más dignas sobre los escombros de bloques de apartamentos de protección oficial. Y había muerto hacía poco, a los setenta y cinco años, dejando tras de sí numerosas obras sin terminar.
Exactamente el tipo de trayectoria que le habría encantado a Anouk...
Charles dio media vuelta y buscó la calle Haxo.
Pasó por delante del número donde vivía Sylvie, abrió la puerta de un bareto haciendo una mueca, se pidió un café que no tenía intención de tomar y se dirigió hacia el fondo de la sala. Volvía a tener la tripa suelta.
Se apretó el cinturón. Había llegado al último agujero.
Se sobresaltó ante el espejo. El tipo de al lado tenía un careto de espant... Pero si eres tú, desgraciado. Eres tú.
No había probado bocado desde hacía dos días, se había quedado en el estudio, había abierto «la camilla del trabajo ingente», es decir una especie de butaca de goma espuma que olía a tabaco frío, había dormido poco y no se había afeitado.
Tenía el pelo (jajá) largo, las ojeras de un marrón negruzco y la voz burlona.
—Vamos, Jesús... es la última estación... Dentro de dos horas habrá terminado todo.
Dejó una moneda en el mostrador y volvió sobre sus pasos.

 

* * *
Ella estaba tan nerviosa como él, no sabía qué hacer con las manos, lo hizo pasar a una habitación impoluta disculpándose por el desorden y le ofreció algo de beber.
—¿Tiene Coca-Cola?
—Oh, había previsto todo tipo de bebidas, pero ésa no me la esperaba... Un momento, vamos a ver...
Volvió al pasillo y abrió un armario que olía a zapatillas de deporte viejas.
—Tiene usted suerte... Me parece que los niños no se la han bebido toda...
Charles no se atrevió a pedir hielo y se tomó su medicina tibia preguntándole con un tono casi afable cuántos nietos tenía.
Oyó la respuesta, no escuchó el número y le aseguró que era fantástico.

 

No la habría reconocido de habérsela encontrado por la calle. Recordaba a una morena bajita más bien regordeta y siempre alegre.
Recordaba su culo, gran tema de conversación en aquella época, y también que les había regalado el single de
Le Bal des Laze
. Una canción que volvía loca a Anouk y que Alexis y él terminaron por detestar.
—Callaos, callaos. Escuchad qué bonita es esta canción...
—¡Joder, pero ¿todavía no han ahorcado al tío este?! ¡Pues ya va siendo hora! Ya no aguantamos más, mamá, ya no aguantamos más...
Qué extraño archivo, la memoria... Jane, Anouk y el novio de ambas... Acababa de recordarlo en ese preciso momento.

 

Ahora Sylvie tenía el pelo de un color rarísimo, llevaba unas gafas de montura muy barroca, y a Charles le pareció que iba muy maquillada. El pote le había dejado como una línea divisoria bajo la barbilla, y se había pintado las cejas con lápiz de ojos. En ese momento tenía la tripa demasiado suelta para darse cuenta de nada, pero más tarde, al pensar de nuevo en aquella mañana, y Dios sabe que habría de volver a pensar en ella, lo comprendería. Una mujer inquieta, coqueta y que espera la visita de un hombre que lleva treinta años sin verla no podía hacer menos. Sinceramente.
Se acomodó en un sofá de cuero tan resbaladizo como si la tapicería fuera de hule y dejó el vaso sobre el posavasos previsto para tal efecto, entre un cuadernillo de sudokus y un enorme mando a distancia.
Se miraron. Se sonrieron. Charles, que era el hombre más educado del mundo, buscó algún cumplido que hacerle, algo amable que decirle, una frasecita sin consecuencias para aligerar el peso de todos aquellos tapetitos de croché, pero no se le ocurrió nada. En ese preciso momento era pedirle demasiado.
Sylvie bajó la cabeza, les dio vueltas a todas sus sortijas, una después de otra, y preguntó:
—Entonces ¿eres arquitecto?
Charles se incorporó, abrió la boca, hizo ademán de responder que... y de pronto soltó:
—Cuénteme lo que pasó.
Ella pareció aliviada. Le traía sin cuidado que fuera arquitecto o charcutero, y ya no aguantaba más sin compartir con nadie todo lo que estaba a punto de contarle. De hecho, era el motivo por el que se había permitido insistirle a esa secretaria tan creída... Encontrar a alguien que la hubiera conocido, contarlo todo, soltar el lastre, vaciar el agua de la bañera, pasarle a otro su paquete de tristeza, y a otra cosa, mariposa.

 

—Lo que pasó ¿a partir de cuándo?
Charles reflexionó un momento.
—La última vez que la vi fue a principios de los años noventa-Normalmente suelo ser más preciso, pero... —meneó la cabeza sonriendo—, creo que me he esforzado mucho por no serlo ya más... Como todos los años, me había invitado a comer por mi cumpleaños y...
Su anfitriona lo animó a seguir. Un gestito de asentimiento con la cabeza, un gestito amable y tan cruel a la vez. Un gestito que decía: no te preocupes, tómate tu tiempo, ya no hay ninguna prisa, ¿sabes...? No,
ahora
ya no hay ninguna prisa.
—... fue el más triste de todos... Anouk había envejecido mucho en un año. Tenía la cara como más gruesa, le temblaban las manos... No quiso que pidiera vino y fumaba un cigarrillo tras otro para aguantar el tirón. Me hacía preguntas pero le traían sin cuidado mis respuestas. Mentía, decía que Alexis estaba muy bien y que me mandaba recuerdos, cuando yo sabía de sobra que no era verdad. Y ella sabía que yo lo sabía... Llevaba un jersey lleno de manchas y que olía a... no sé... a tristeza... a una mezcla de ceniza fría y de colonia... El único momento en que se le animó la mirada fue cuando le propuse acompañarla un día a la tumba de Nounou, donde no había vuelto nunca más. ¡Oh, sí! ¡Qué buena idea!, exclamó, alegre. ¿Te acuerdas de él? ¿Te acuerdas de lo bueno que era? ¿Te acuer...? Y entonces unos lagrimones lo ahogaron todo.
»Tenía la mano helada. Al tomarla entre las mías caí de pronto en la cuenta de que ese anciano que podía haber sido su padre y al que no le gustaban las mujeres había sido su única historia de amor...
«Insistió en que le hablara de él, en que le contara recuerdos, una y otra vez, incluso aquellos que conocía de memoria. Yo me esforzaba, pero aquella tarde tenía una cita importante y hacía lo imposible por vigilar mi reloj sin que se diera cuenta. Y, además, no me apetecía mucho recordar nada... O, si acaso, no con ella. No delante de ese rostro devastado que lo estropeaba todo...
Silencio.
—No le ofrecí tomar postre. ¿Para qué? De todas maneras no había comido nada... Pedí dos cafés y volví a llamar al camarero para recordarle que trajera a la vez la cuenta, luego la acompañé al metro y...

 

Sylvie debió de notar que había llegado el momento de echarle una manita.
—¿Y?
—No la llevé nunca a Normandía, a la tumba de Nounou. No la llamé nunca. Por cobardía. Para no seguir viendo cómo se destrozaba, para conservarla en el museo de mis recuerdos y para impedir que me creara mala conciencia. Porque era demasiado... Pero los remordimientos me pesaban de todas maneras, y cada año me los sacudía un poco de encima en el momento de mandar las tarjetas de felicitación navideñas. Tarjetas de felicitación del estudio, por supuesto... Impersonales, comerciales, horribles, y en las cuales, como hombre educado que era, yo añadía un par de líneas manuscritas y un «muchos besos» para concluir. A partir de aquel día la llamé dos o tres veces, una de las cuales, lo recuerdo muy bien, porque mi sobrina se había tragado no sé qué pastillas... Y un buen día mis padres, que hacía tiempo que no la veían, me dijeron que se había mudado y se había marchado lejos... A Bretaña, creo...
—No.
—¿Cómo?
—No estaba en Bretaña.
—¿Ah, no?
—No estaba muy lejos de aquí...
—¿Dónde?
—En una ciudad dormitorio, cerca de Bobigny...
Charles cerró los ojos.
—Pero ¿cómo? —murmuró—. Quiero decir, ¿por qué? Era su única certeza, recuerdo, la única promesa que se había hecho a sí misma... No hacer nunca algo... ¿Cómo es posible? ¿Qué pasó?
Sylvie levantó la cabeza, lo miró a los ojos, deslizó el brazo sobre el sillón y quitó el tapón de la presa.
—Principios de los años noventa... Bueno, puede ser... No recuerdo bien las fechas... Debes de ser la única persona con la que quedó para comer en aquella época... ¿Por dónde empiezo? Estoy un poco perdida... Empezaré por Alexis, supongo... ya que él fue la causa de que todo se fuera al traste... Hacía años que apenas tenía noticias suyas... Creo recordar que tú eras uno de los únicos vínculos que aún los unían, ¿no?
Charles asintió.
—Era doloroso para ella... Por eso se mataba a trabajar, acumulaba guardias y horas extra, nunca se tomaba vacaciones y sólo vivía por y para el hospital. Creo que por aquel entonces ya bebía mucho, pero bueno... Ello no le impidió ascender a enfermera jefe y estar siempre en los servicios más difíciles... Después de trabajar en inmunología, pasó a neurología, y fue entonces cuando volví a coincidir con ella... Era mala enfermera jefe, de hecho... Prefería cuidar a los enfermos que organizar los horarios de las demás enfermeras... Recuerdo que les prohibía a los pacientes que se murieran... Les echaba la bronca, les hacía llorar y también reír... Todo lo que estaba prohibido, vamos...
Sonrisa.
—Pero era intocable porque era la mejor. Lo que le faltaba en materia de conocimientos médicos, lo compensaba con lo muchísimo que cuidaba de la gente.
»No sólo era siempre la primera en percibir los más mínimos cambios, los síntomas más ligeros, sino que además tenía un instinto extraordinario... Un olfato... No te lo puedes ni imaginar... Los médicos se dieron cuenta enseguida y se las apañaban siempre para organizar sus visitas a los pacientes en función del horario de Anouk... Por supuesto, escuchaban lo que decían los enfermos, pero cuando ella añadía algo, puedes creerme, no perdían ripio, no. Siempre he pensado que si su infancia hubiese sido distinta, si hubiese podido estudiar, habría sido una médico fuera de serie. De esas que honran su servicio sin perder jamás de vista el nombre, el apellido, la cara y las angustias de los pacientes-Suspiro.
—Era fantástica, y supongo que porque ella misma no tenía vida, por eso les daba tanto a los pacientes... No se ocupaba sólo de los enfermos, sino también de sus familias... Y de las enfermeras más jóvenes, las auxiliares que entraban en algunas habitaciones como haciendo un esfuerzo, y les costaba tanto deslizar una cuña bajo esos cuerpos tan... Anouk tocaba a la gente, la abrazaba, la acariciaba, volvía cuando ya había terminado su turno, sin bata y un poco maquillada para suplir a las visitas que esos pacientes no tenían o habían dejado de tener. Les contaba historias, y recuerdo que hablaba mucho de ti... Decía que eras el chico más inteligente del mundo... Estaba tan orgullosa de ti... En aquella época todavía almorzabais juntos de vez en cuando, ¡y un almuerzo contigo era algo sagrado, madre mía! ¡Ahí ya no se bromeaba con los horarios, y todo el hospital podía irse a la mierda! Y también hablaba de Alexis, de música... Se inventaba cualquier cosa, conciertos, la gente de pie aplaudiendo, contratos millonarios... Era al final del día, todo el mundo se tambaleaba de cansancio, y se oía su voz por los pasillos... Sus mentiras, sus delirios... Se consolaba a sí misma, todo el mundo se daba cuenta. Y, de repente, una mañana, una llamada del Samu que fue para ella como un jarro de agua fría en plena cara: su supuesto virtuoso se estaba muriendo de una sobredosis...

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