Se les veía el vientre a las tres.
Le apetecía un café.
Y un cigarro...
Al sacar su libro, dejó caer la tarjeta de embarque del vuelo anterior, que usaba como señalador. Que no cunda el pánico, le darían una nuevecita pasados unos metros...
XXXIII
La acción principal de la batalla de Borodino se desarrolló en un espacio de dos verstas entre Borodino y las flechas de Bagration (fuera de este espacio, la caballería de Uvarov hizo una demostración hacia el mediodía y, por otra parte, Poniatowski se enfrentó a Tutch...
Ni una sola ventana...
Ella siempre había tenido vértigo...
...
kov detrás de Utitsa; pero fueron combates aislados y sin importancia comparados con lo que ocurría en el cen...)
.
No comprendía nada de lo que leía.
Su portátil vibró, el estudio de arquitectura. ¿Tan temprano?
No, el mensaje era del día anterior. De Philippe. Uno de los esbirros de Pavlovich había mandado un e-mail catastrófico. Había que volver a hacer el segundo revestimiento, un error en los cálculos, la gente de Voradine se lavaba las manos, y habían encontrado un cadáver en la zona oeste del solar. Un cadáver al que no había manera de identificar, por supuesto. La policía había quedado en volver.
Pero bueno... ¿y ése por qué no había desaparecido?
¿Es que ya no había alquitrán?
Respiró hondo para expulsar su rabia, buscó un asiento libre, cerró el libro, devolvió a los dos emperadores y su medio millón de muertos al fondo de su maletín y sacó los papeles del proyecto. Consultó su reloj, añadió dos horas más, se topó con un buzón de voz y soltó otro taco en inglés.
Good Lord
, se desahogó. Y de todas maneras ese
fucking bastard
no querría escucharlo hasta el final.
De golpe, se le fue todo de la cabeza. Alexis, su patética crueldad, Claire y las capillitas de Skopelos, los cambios de humor de Laurence, las muecas de Mathilde, sus recuerdos, el futuro de los tres, las olas del pasado y todas esas arenas movedizas. Hala. Elementos suprimidos. El berenjenal de ese proyecto empezaba a tocarle seriamente las narices, ya volvería a su vida más tarde.
Porque, sintiéndolo mucho, ahora no tenía tiempo.
Y Balanda, el ingeniero de Obras Públicas,
Master of Sciences
, título de arquitectura de la Escuela Nacional Superior de París, título de arquitecto diplomado por el Gobierno (DPLG), miembro de la Orden Regional de Arquitectos, el verdugo del trabajo, el premiado, el laureado, el mil cosas más; sí, el mil cosas más, todo lo que se puede imprimir en una tarjeta de visita cuando uno se ha pasado la vida haciendo cosas, este Balanda mandó a paseo al otro, al inseguro, al que se tambaleaba.
Aaaah... Y se sintió mejor.
Todo el mundo, en algún momento, le había reprochado la importancia que le daba a su trabajo. Sus novias, su familia, sus colegas, sus colaboradores, sus clientes, las limpiadoras que trabajaban por la noche, e incluso un médico, una vez. Los benévolos lo calificaban de concienzudo, los otros, de adicto al trabajo, o peor aún, de empollón aplicado, sin verdadero talento, y él nunca había sabido muy bien cómo defenderse.
¿Por qué trabajaba tanto desde hacía tantos años?
¿Para qué todas esas noches en vela? ¿Esa vida que no era más que una centésima parte de la vida? ¿Esa pareja tan mal construida? ¿Esa rigidez en la nuca? ¿Esa necesidad de levantar tabiques?
¿Ese pulso perdido de antemano?
Qué... No, Charles no había sabido nunca cómo justificarse para ser absuelto. Y para ser sincero, nunca había sentido la necesidad de hacerlo. Pero ahora, sí. Sí.
Esa mañana, al ponerse de nuevo de pie, al sacar su pasaporte, al asombrarse de nuevo de lo poco que le pesaba la maleta y al son de
Se ruega a los pasajeros del vuelo Air France 1644 con salida a las siete y diez con destino Moscú Sheremetyevo embarquen por favor por la puerta número 16
, sabía por fin la respuesta: lo hacía para respirar.
Respirar.
Las horas que preceden, lo poco que precede, el abismo que precede, podrían sugerirnos, cómo decirlo... ciertas dudas en cuanto a la lucidez de esta respuesta, pero no... Por una vez, otorguémosle el beneficio de la duda.
Dejémosle respirar hasta la puerta de embarque número 16.
8
El vuelo pasó a novecientos kilómetros por hora. Charles apenas tuvo tiempo de encender el ordenador porque enseguida el comandante anunció que la temperatura en tierra era de dos grados, les deseó una buena estancia a todos y les soltó el rollo habitual de la alianza Sky Team.
Se reencontró con Viktor, su chófer de sonrisa dulce (un agujero, un diente, un agujero, dos dientes), el cual, había comprendido por fin Charles después de decenas de horas de atascos (en ningún otro país del mundo había pasado tanto tiempo en el asiento de atrás de un coche. Al principio perplejo, luego inquieto, después irritado, luego furioso, y por fin... resignado. ¡Ah!, ¿era pues eso el legendario fatalismo ruso? ¿Mirar por una ventanilla cubierta de vaho cómo se diluye tu buena voluntad en el caos que te rodea?), en otra vida había sido ingeniero de sonido.
Era locuaz, contaba un montón de historias maravillosas de las que su pasajero no comprendía nada, fumando cigarrillos apestosos que sacaba de preciosas cajetillas.
Y cuando sonaba el móvil de Charles, cuando su cuente arqueaba una vez más la espalda, se apresuraba a poner la música a todo volumen. Por discreción. Nada de balalaica o de Chostakovich, no, rock local, el suyo. Y los ecualizadores al rojo vivo.
Un horror.
Una noche se quitó la camisa para enseñarle lo que había sido su vida. Ahí palpitaban todas las etapas: bien tatuadas. Apartó los brazos y giró sobre sí mismo como una bailarina, delante de una gasolinera, ante los ojos como platos de Charles.
Era... pasmoso...
Se reencontró con sus compañeros franceses, alemanes y rusos. Encajó varias reuniones, unos cuantos suspiros, una tanda de marrones, otra de preparaciones coñazo y un almuerzo demasiado largo, antes de volver a ponerse el casco y las botas. Le hablaron mucho, lo confundieron, le dieron palmaditas en la espalda y terminó por reírse de todo con los currantes de Hamburgo. (Los que habían venido para instalar el aire acondicionado.) (Pero ¿dónde?)
Sí, al final terminó por reírse de todo. Con una mano en la cintura, la otra a modo de visera sobre los ojos, y los pies en el fango.
Luego se dirigió hacia las casetas prefabricadas de los jefes, donde lo esperaban dos tipos salidos directamente de una película de los Hermanos Marx. Más reales que la vida misma, con sus gruesos habanos y sus aires de
cow-boys
de tres al cuarto. Nerviosos, pálidos y ansiosos. Tan entregados a la causa...
Militsia
, le anunciaron.
Por supuesto.
Todos los demás a los que habían citado como testigos, obreros la mayoría, no hablaban más que ruso. A Balanda le extrañó que no estuviera allí su intérprete habitual. Llamó a la oficina de Pavlovich. Allí le aseguraron que estaba de camino un joven que hablaba muy bien francés. Bien. Y ahí llegaba, precisamente, llamó a la puerta, colorado y jadeante.
Empezó la charla. El interrogatorio, más bien.
Pero cuando le tocó declarar a él, pronto se dio cuenta de que Starsky y Hutchov movían las cejas de extraña manera.
Se volvió hacia su traductor.
—¿Comprenden lo que les está usted diciendo?
—No —contestó éste—, dicen que beber el Tadjik no.
¿Mande?
—No, pero es lo que le he dicho antes... En los contratos del señor Korolev...
Asintió, volvió a empezar, y las pupilas de la
militsia
se agrandaron otra vez.
¿Y bien?
—Ellos dicen que usted garantiza.
¿?¡?
—Perdone que se lo pregunte, pero ¿hace cuánto tiempo que habla usted mi idioma?
—En Grenoble —contestó, con una sonrisa angelical.
Joder, estamos apañados...
Charles se frotó los párpados.
—
Sigary
è
t?
—le preguntó al menor de los dos
sheriffs
, dándose golpecitos en los labios con los dedos índice y corazón.
Spasiba
.
Exhaló una larga bocanada, una deliciosa bocanada de monóxido de carbono y de puro desánimo, contemplando el techo de donde colgaba un neón roto entre dos dardos.
Y entonces, pensó en Napoleón... Ese técnico genial que, lo había leído unos capítulos atrás, no había ganado la batalla de Borodino porque tenía un simple resfriado.
Y vaya usted a saber por qué, de repente se sintió muy solidario con Napoleón. No, chaval, nadie te guarda rencor... Esa historia tuya estaba perdida de antemano... Estos tíos son mucho más listos que nosotros.
Mucho, mucho más listos...
Por fin llegó Pavlovich, en su Fiat Lux, acompañado de un «oficial». Un amigo del cuñado de la hermana de la suegra del brazo derecho de Lujkov, o algo así.
—¿Lujkov? —preguntó Charles asombrado—.
You mean... the... the mayor?
El otro no se molestó en contestarle, enfrascado como estaba en las presentaciones.
Charles salió de la sala. En esos casos, siempre salía de la sala y todo el mundo se lo agradecía.
Enseguida se reunió con él su Assimil andante, y Charles sintió la necesidad de entregarse él también a la causa.
—Bueno, y entonces, ¿estuvo usted en Grenoble?
—¡No, no! —le corrigió éste—. ¡Yo me vivo aquí de por el día!
En fin.
Había anochecido. Los motores callaron. Algunos obreros lo saludaron, mientras otros les daban empujones en la espalda para que avanzaran más deprisa. Viktor lo llevó hasta su hotel.
De nuevo le tocó lección de ruso. Siempre la misma.
Rublos se dice
rubli
, euros,
yevram
, dólar, pues... pues
dollar
, imbécil en el sentido de «Venga, hombre, avanza, tío...» es
kaziol
, imbécil en el sentido de «¡Déjame pasar, gilipollas!» es
mudak
y «¡Mueve el culo!» es
Cheveli zadam
.
(Entre otras cosas...)
Charles revisaba sus papeles distraídamente, hipnotizado como estaba por los kilómetros y kilómetros y más kilómetros de bloques de apartamentos miserables. Era lo que más le había llamado la atención durante su primer viaje al Este cuando era estudiante. Como si lo peor de nuestros suburbios, lo más deprimente de nuestros edificios de viviendas de protección oficial no dejara nunca de propagarse.
Y sin embargo, la arquitectura rusa... Sí, la Arquitectura Rusa era algo serio...
Recordaba una monografía de Leonidov que le había regalado Jacques Madelain...
Todo el mundo conocía bien la Historia... Lo bello había sido destruido porque era bello, y por lo tanto burgués, y luego se había amontonado a todo un pueblo en el interior de... de eso, y en lo poco bello que quedaba se había instalado la
nomenklatura
.
Sí, todo el mundo conoce la Historia... No hace falta que nos suelten ninguna charla sobre la miseria en el asiento de atrás de un Mercedes con tapicería de cuero y la calefacción ajustada a veinte grados más que en las escaleras de esos bloques de apartamentos.
¿Eh, Balanda?
Sí, ¿pero...?
Hala, hala...
Cheveli zadam
.
* * *
Mientras dejaba correr el agua del baño, llamó al estudio y le resumió el día a Philippe, el más concernido de sus socios. Le habían reenviado unos correos electrónicos que debía leer enseguida para dar sus instrucciones. También tenía que llamar al despacho de estudios e investigación de materiales.
—¿Por qué?
—Pues... por esa historia de revestimiento... ¿De qué te ríes? —preguntaban preocupados en París.
—Perdón. Es una risa nerviosa.
Hablaron después de otros proyectos, otros presupuestos, otros márgenes, otros marrones, otros decretos, otros rumores de su mundillo y, antes de colgar, Philippe le anunció que quienes habían ganado el concurso de Singapur habían sido Maresquin y su camarilla.
¿Ah, sí?
Charles ya no sabía si tenía que entristecerse o alegrarse.
Singapur... 10.000 kilómetros y siete horas de desfase horario...
Y de pronto, en ese preciso instante, se dio cuenta de que estaba extremadamente cansado, que no había dormido lo que necesitaba desde hacía... meses, años, y que el agua de la bañera estaba a punto de desbordarse.
Al volver del baño, buscó enchufes para recargar sus distintas baterías, tiró la chaqueta sobre la cama de cualquier manera, se desabrochó los primeros botones de la camisa, se acuclilló, permaneció un momento perplejo en la claridad fría del minibar y volvió a sentarse junto a su chaqueta.
Sacó su agenda.
Fingió interesarse por sus citas del día siguiente. Fingió hojearla antes de guardarla.
Así. Como toquetea uno un objeto muy suyo cuando está lejos de su gente.
Y entonces, anda...
Cayó por casualidad sobre el número de Alexis Le Men.
Caramba...
Su móvil seguía sobre la mesilla de noche.
Se lo quedó mirando.
Apenas le había dado tiempo a pulsar el prefijo y las dos primeras cifras de su número cuando la tripa lo trai... Cerró el puño y se precipitó al cuarto de baño.
Al levantar la cabeza, se topó con su reflejo.
Pantalón por los tobillos, pantorrillas blancuzcas, rodillas huesudas y feas, los brazos como en una camisa de fuerza, el rostro contraído y una mirada miserable.
Un anciano...
Cerró los ojos.
Y se vació.
Encontró tibia el agua del baño. Sentía escalofríos. ¿A quién más podía llamar? A Sylvie... La única amiga de verdad que le había conocido nunca... Pero... ¿cómo dar con ella? ¿Cómo se apellidaba? ¿Brémand? ¿Brémont? ¿Habrían seguido en contacto? ¿Al menos al final? ¿Y sabría ella informarle?