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Authors: Anna Gavalda

Tags: #Romántica

El Consuelo (13 page)

BOOK: El Consuelo
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Esto duró varias semanas pero bien podría haber durado meses o años.
Puesto que era el fanfarrón, a fin de cuentas, el que había ganado la partida.
Y era lógico... Los que ganan siempre son los fanfarrones, ¿no?
Iba a hacer veinte años que vivía junto a ella sin verla, entonces ¿por qué dejarse impresionar hoy por tres palabritas de nada que ni siquiera habían tenido la elegancia de presentarse? Sí, era la letra de Alexis pero... ¿y qué? ¿Quién era este Alexis?
Un ladrón. Un tío que traicionaba a sus amigos y dejaba que su novia abortara sola, lo más lejos posible.
Un hijo ingrato. Un blanquito. Un blanquito con talento quizá, pero tan cobarde...
Hacía años de eso, cuando él había... No, cuando ella había... No, cuando la vida, digamos, renunció por ellos, Charles se dio cuenta y fue muy duro para él, que tanto le costaba leer las coordenadas de ese proyecto que otros llamaban la existencia. No entendía cómo podía sostenerse todo aquello cuando los cimientos eran tan porosos y se preguntó incluso si no se habría equivocado desde el principio... ¿Él? ¿Ese montón de escombros? ¿Construir él algo? Qué chiste más bueno. Siguió fingiendo porque no tenía elección, pero Dios mío, fue... tedioso.
Y de pronto una mañana se sacudió, gruñó, recuperó el apetito, el placer del placer y el gusto por su oficio. Era joven y con talento, le repetía la gente. Tuvo la debilidad de volver a creer en ello, hizo un esfuerzo y apiló sus ladrillos como los demás.
La negó. Peor aún, la minimizó. Redujo la escala.
En fin... Es lo que se había montado... Hasta que, un domingo por la tarde, leyó por casualidad una revista que había en casa de sus padres... Arrancó la página y la leyó otra vez, de pie en el metro, con su
tupper
de sobras bajo el brazo.
Ahí estaba todo, negro sobre blanco, entre un anuncio de una cura termal y la sección de cartas de los lectores.
Más que una revelación fue un alivio. ¿De manera que había desarrollado eso? ¿El síndrome del miembro fantasma? Le habían amputado un miembro, pero el idiota de su cerebro no se había dado cuenta y seguía mandándole mensajes erróneos. Y, aunque ya no hubiera nada, porque ya no había nada, eso no podía negarlo, seguía percibiendo sensaciones de lo más reales. «Calor, frío, picores, hormigueo, calambres e incluso dolor a veces...», precisaba el artículo.
Sí.
Exactamente.
Él sentía todo eso.
Pero en ninguna parte del cuerpo.

 

Hizo una bola con la hoja de papel, le pasó los restos de asado frío a su compañero de piso, bajó el flexo y levantó el tablero de su mesa. Era un espíritu cartesiano que necesitaba demostraciones para seguir avanzando. Ésa lo convenció. Y lo apaciguó.
¿Por qué habrían de cambiar las cosas veinte años después?
Era ese fantasma el que le gustaba, y los fantasmas, ya se sabe, nunca mueren...

 

Padeció pues la enumeración anterior, pero sin sufrir más de la cuenta. ¿Que había adelgazado? Era más bien buena cosa. ¿Que trabajaba más ahora? Nadie notaría ninguna diferencia. ¿Que otra vez fumaba? Lo volvería a dejar una vez más. ¿Que se chocaba con la gente por la calle? Se lo disculpaba. ¿Que Laurence perdía pie? Ahora le tocaba a ella. ¿Que Mathilde prefería sus estúpidas series de televisión? Pues peor para ella.
Nada grave. Sólo un golpe doloroso en el muñón. Se le pasaría.
Quizá, en efecto.
Quizá habría seguido viviendo así pero sin tomarse las cosas a la tremenda. Quizá habría mandado a la porra las comas y habría hecho el esfuerzo de poner puntos y aparte más a menudo.
Sí, quizá nos habría venido aún con esas chorradas de respiración...
Pero terminó por ceder.
A sus presiones, a su amable chantaje, a su voz, que ella había modulado para que sonara temblorosa y retorciera el hilo del teléfono.
De acuerdo, suspiró, de acuerdo.
Y volvió a almorzar a casa de sus ancianos padres.
Hizo caso omiso de la consola atestada de cosas y del espejo del recibidor, colgó la gabardina dándose la espalda a sí mismo y se reunió con ellos en la cocina.
Fueron perfectos los tres, masticaron largamente cada bocado y se guardaron muy mucho de abordar el tema que los había reunido. Sin embargo, en el momento del café, y con un aire de «huy, qué tonta, ya se me iba a olvidar», Mado no aguantó más y se dirigió a su hijo mirando a un punto impreciso que se encontraba más allá de sus hombros.
—Anda, ¿sabes qué?, me he enterado de que Anouk Le Men está enterrada cerca de Drancy.
Charles consiguió hacer como si nada.
—¿Ah, sí? Creía que estaba en Finisterre... ¿Y cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho la hija de su antigua casera...
Y luego tiró la toalla y cambió de tema.
—Bueno, ¿qué, al final habéis talado el viejo cerezo?
—No hemos tenido más remedio... Por los vecinos, ya sabes... ¿Adivina cuánto nos ha costado?
Salvado.
O al menos eso fue lo que creyó, pero cuando ya se levantaba para marcharse, Mado le puso la mano en la rodilla.
—Espera...
Se inclinó hacia la mesita baja y le tendió un gran sobre de papel de estraza.
—Haciendo un poco de orden el otro día encontré estas fotos que seguramente te hará gracia volver a ver-Charles se puso rígido.
—Todo pasó tan deprisa —murmuró Mado—, mira ésta... Mira qué lindos erais los dos...
Alexis y él cogidos por los hombros. Dos Popeyes risueños que fumaban en pipa presumiendo de sus minúsculos bíceps.
—¿Te acuerdas...? Era ese tipo extraño que os disfrazaba todo el rato...
No. No tenía ganas de recordar nada.
—Bueno —la interrumpió—, me tengo que ir...
—Deberías quedártelas...
—No, hombre, no. ¿Qué quieres que haga con ellas?

 

Estaba buscando las llaves del coche cuando Henri se reunió con él.
—Oh, no, por favor —bromeó Charles—, ¡no me digas que me ha metido la tarta en un
tupper!

 

Charles miró temblar el sobre bajo el pulgar de su padre, siguió los surcos de lana de su chaleco, los botones desgastados, la camisa blanca, esa corbata impecable que se anudaba cada santo día desde hacía más de sesenta años, ese cuello almidonado, su piel diáfana, esos pelillos blancos que la cuchilla había olvidado y, por fin, esa mirada.
La mirada de un hombre discreto que había vivido toda la vida junto a una mujer autoritaria pero que no se lo había concedido todo.
No. Todo no.
—Llévatelas.
Charles obedeció.
No podía abrir la puerta del coche mientras su padre siguiera ahí parado.
—Papá, por favor...
—¡Papá, que te quites!
Se miraron fijamente.
—¿Estás bien?
El anciano, que no lo había oído, se apartó a la vez que confesaba:
—Yo no estaba tan...
Pasó un camión.
Durante todo el tiempo que se lo permitió la calle, Charles observó cómo empequeñecía su silueta al otro lado del horizonte.
¿Qué había mascullado exactamente?
Nunca lo sabremos. En cuanto a su hijo, algo debía de imaginarse, pero se le olvidó en el semáforo siguiente mientras consultaba el callejero de los barrios periféricos.
Drancy.
Le pitaron. Se le caló el coche.

 

10

 

Su avión para Canadá era a las siete de la tarde, y ella estaba a unos pocos kilómetros del aeropuerto. Charles se marchó del estudio a la hora de comer.
«Con el corazón en los labios», que era una expresión muy bonita.
Se marchó, pues, con el corazón en los labios.
En ayunas, emocionado, nervioso, como si fuera a una primera cita.
Ridículo.
E inexacto.
No iba a un baile sino a un cementerio, y ese musculito lisiado lo tenía más bien atravesado en la garganta.
Porque le latía con fuerza, sí, pero de cualquier manera. Le daba golpes en el pecho como si Anouk estuviera viva, como si lo acechara bajo los tejos y no fuera a tardar en criticarlo. ¡Ah, por fin! ¡Pues anda que no has tardado! ¿Y qué son esas flores horrorosas que me traes? Anda, déjalas en cualquier parte y larguémonos de aquí. Tú, también, vaya idea citarme en un cementerio... ¿Te has vuelto loco o qué?
Una vez más, exageraba... Charles les echó una ojeada. Pero si no estaban tan mal esas flores...
Con una camisa de fuerza, sí. Eh, Charles...
Lo sé, lo sé... Pero déjenme...
Unos kilómetros más, señores verdugos...

 

* * *
Estaba en la periferia, un pequeño cementerio de provincias. No había tejos, no, pero sí verjas de hierro forjado, Espíritus Santos en las ventanas de los sepulcros y hiedra en las paredes. Un cementerio con bedel, con un grifo oxidado y regaderas de zinc. No tardó en recorrerlo entero. Los últimos en llegar, es decir las tumbas más feas, eran de los años ochenta.

 

Compartió su perplejidad con una señora menudita que sacaba brillo a sus seres añorados.
—Se confundirá usted con el de Mévreuses... Ahora se entierra allí a la gente... Lo nuestro es una concesión de familia... Y aun así, tuvimos que luchar por ella, ¿sabe?, porque los...
—Pero... ¿está lejos?
—¿Va usted en coche?
—Sí.
—Entonces lo mejor es que vuelva a la nacional hasta el Leroy-Merlin y... ¿sabe dónde está?
—Eh... no... —contestó Charles, a quien empezaba a estorbarle un poco el ramo de flores—, pero bueno, usted dígame, que ya lo encontraré...
—Si no, otro punto de referencia puede ser el Leclerc...
—¿Ah, sí?
—Sí, tiene que pasar por delante, después por debajo de la vía del tren, y, pasando el vertedero, está a mano derecha.
Pero ¿también ese cementerio estaba en un lugar horroroso?
Le dio las gracias y se alejó mascullando.

 

Ni siquiera le había dado tiempo a quitarse el cinturón y ya se sentía fatal.
Era exactamente como ella había dicho: después del Leroy-Merlin y el Leclerc, un depósito de cadáveres pegado a la sede de la DDE. Con el tren de cercanías pasando por encima y un ruido de fondo de camiones pesados.
Contenedores en el aparcamiento, bolsas de plástico enganchadas en los arbustos y paredes de placas de hormigón que servían de meadero a todos los chavales de los alrededores que venían a estampar sus firmas con un espray.
No, meneó la cabeza de lado a lado, no.
Y eso que él tampoco es que fuera un exagerado. Era tarea suya constatar las normas que los promotores se habían pasado por el forro, pero no.
Su madre tenía que haberse equivocado... O la otra tenía que haber confundido el lugar... La hija de la casera, ya ves tú... Anda que no le había contado tonterías a Anouk esa tía... No era muy difícil impresionar a una chica joven que criaba sola a su hijo y volvía agotada a casa a la hora en que esa gilipollas sacaba a los chuchos a cagar al parque... Ah, sí... Ahora se acordaba... La señora Fourdel... Una de las pocas personas en el mundo ante la cual Anouk perdía la seguridad... El alquiler... El alquiler que todos los meses tenía que pagarle a la señora Fourdel...
Ese aparcamiento tan absurdo fue la gota que colmó el vaso. Tenía que ser una broma pesada, las chismosas estas se tenían que haber equivocado, no habían recordado bien la dirección. Anouk no tenía nada que ver con ese lugar.
Charles mantuvo largo rato la mano crispada sobre la llave, y la llave en el botón de arranque.
Bueno. Una vuelta rapidita.
Dejó las flores.
Pobres muertos...
Cuánto debía de pesarles todo ese mal gusto...
Lápidas de mármol que brillaban como muebles de Fórmica, flores de plástico, libros abiertos de porcelana sabiamente agrietada, fotos horrorosas en marcos de Plexiglás que amarilleaban ya, balones de fútbol, tríos de ases, vivarachos lucios, invocaciones estúpidas, kilos de nostalgia de tres al cuarto. Y todo ello grabado para la eternidad.
Un pastor alemán de oro.
Descansa, querido dueño, yo velo tu sueño
.
Seguramente no era tan grave, al menos sería tierno, pero nuestro hombre había decidido odiarlos a todos.

 

En la tierra como en el cielo.
El típico cementerio francés de lo más vulgar, cuadriculado como una ciudad norteamericana. Avenidas numeradas, tumbas al cuadrado, paneles con flechas para el alma del B23 y el descanso del H175, disposiciones cronológicas, los fríos delante, los más tibios al fondo, grava bien apelmazada, una advertencia sobre los desechos reciclables y otra sobre las porquerías fabricadas en China, y siempre, siempre, el estruendo de esos putos trenes a ras de su sueño eterno.
El arquitecto se rebelaba. Pero, ¡hombre, tenía que haber una ordenanza que seguir en el caso de los muertos, ¿no?! Un poco de paz, pero, vamos a ver, ¿es que no estaba previsto?
Claro que no... Ya cuando estaban vivos se habían tenido que aguantar y vivir a presión en una birria de casas por las que habían pagado el triple de su precio real endeudándose durante veinte años, así que ¿por qué habría de cambiar la cosa ahora que la habían palmado? ¿Y cuánto les habían costado esas vistas sobre el vertedero a cadena perpetua?
Pfff... ¿qué más daba? Era su problema, después de todo... Pero ¿y su querida Anouk? Si la encontraba en ese basurero, Charles...
Vamos. Termina la frase. ¿Qué harías, tonto del bote? ¿Cavar para sacarla de ahí? ¿Sacudirle el polvo de la falda y cogerla en brazos?
Es inútil. De todas maneras no nos oye. Un convoy de mercancías levanta por los aires unas bolsas de basura y vuelve a engancharlas en otros arbustos unos metros más lejos.

 

* * *
Ya no era el Fiat, y todavía no era el Halcón Milenario de Han Solo, así que debía de ser en los fastuosos años del R5, su primer coche
nuevo
, y la acción se sitúa cuando ellos tenían unos diez años... Quizá once... ¿Habrían terminado ya la primaria? Ya no se acuerda... Anouk no estaba como siempre. Se había puesto elegante y ya no se reía. Fumaba un cigarrillo tras otro, se le olvidaba quitar los limpia-parabrisas, no entendía los chistes que le contaban y les repetía cada cinco minutos que tenían que dejarla en buen lugar.
BOOK: El Consuelo
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