De esta estirpe provenía Tepec, por entonces un anciano venerable que había hecho suficientes méritos para pertenecer al Consejo de Sabios. Pese a que sus opiniones raramente se ajustaban a los caprichos de los monarcas, su voz solía ser atendida. Jamás se había entregado a la genuflexión para alcanzar un cargo, ni decía lo que los poderosos querían oír. De hecho, no había conseguido su lugar en el Consejo por el solo hecho de haber llegado a viejo, como era el caso de la mayoría de los integrantes. Tepec era un hombre realmente sabio: fue él quien ideó el sistema de diques que defendía a la isla del avance de las aguas y quien segmentó la calzada de Chapultepec, uniendo sus tramos mediante puentes levadizos para impedir la entrada del enemigo, o bien cortarle la retirada una vez dentro. Era un verdadero oriundo de Anáhuac, un hombre del agua, obsesionado por hacer que el lago conviviera en forma armoniosa con la ciudad.
Tepec, término que significaba «cerro», tenía una apariencia completamente distinta de la que indicaba su nombre. Era un hombre sumamente delgado. Tenía una nariz espléndida: inmensa, aguileña y de fosas generosas, le confería un aire de distinción y alcurnia tolteca que llamaba al respeto. Su pelo era plateado, muy lacio y tan largo que podía cubrirse el torso y las espaldas si quería. Por lo general lo llevaba recogido con una vincha. Pese a su posición social, Tepec se mostraba austero: vestía un taparrabo de cuero, unas sandalias de piel de ciervo y llevaba el pecho cubierto por collares. Sólo usaba su pechera de cobre y el tocado de plumas multicolor cuando asistía a las sesiones del Consejo de Sabios.
Aunque no pudiese admitirlo de forma pública, el viejo Tepec se oponía a los sacrificios humanos. Y ahora, mientras veía a los cuatro elegidos siendo conducidos a la piedra ceremonial, no podía evitar un sentimiento de piedad, sobre todo por el niño que todavía no había cumplido los dos años y se veía sumamente enfermo. Siempre hacía lo que estaba a su alcance para intentar salvar la vida de los más pequeños, aunque esta vez no parecía haber clemencia alguna por parte de los sacerdotes. Había hablado con todos ellos, pero se mostraron inflexibles: eran tiempos de sequía y el Dios de la Lluvia exigía que los ofrendados fuesen niños.
El pequeño avanzaba a lo largo de la calzada conducido por un sacerdote que lo llevaba de la mano. Andaba con el paso vacilante de los niños de su edad, pero, además, cargaba con el peso de una enfermedad que le abultaba el abdomen y le confería un gesto de dolor. Apenas había aprendido a caminar y esos primeros pasos eran, también, los últimos. Detrás iban los mancebos, quienes se habían ofrecido a los dioses por propia voluntad. Habiendo sido agasajados durante todo el año con manjares, festejos y regalos, después de haber cohabitado con vírgenes en fiestas orgiásticas, ahora debían pagar con su vida los placeres que les habían sido concedidos. No podía compararse su situación con la del niño que no tuvo la oportunidad de elegir su destino. Ataviado con ropajes coloridos y plumas, el pequeño se acercaba con los ojos llenos de asombro, sin saber lo que le esperaba unos pasos más adelante.
Los sacerdotes comenzaron la danza ritual ante la multitud reunida alrededor del centro ceremonial que, enfervorizada, gritaba el nombre del Dios de la Guerra. Por fin recostaron al niño sobre la superficie pulida de la piedra y uno de los sacerdotes levantó su brazo empuñando el cuchillo afilado.
Los zopilotes, cebados igual que la muchedumbre, se balanceaban de un lado al otro. El emperador, sentado en su trono de piedra, se dispuso a dar la orden para que comenzaran los sacrificios.
En el mismo instante en que el cuchillo estaba por enterrarse en la carne del niño, el viejo Tepec saltó del estrado reservado al Consejo de Sabios, elevó su bastón, caminó hacia el centro del templo y, como si la edad no le pesara, ascendió los peldaños de la pirámide hasta llegar, contra todo protocolo, a los pies del emperador. La multitud enmudeció. Los guardias quedaron expectantes a la espera de una orden; nunca antes nadie se había atrevido a semejante cosa. El anciano se inclinó respetuosamente y, sin mirarlo a los ojos, cosa prohibida a los súbditos, se dirigió al rey con firmeza. Señalando al niño, le dijo que aquel esperpento escuálido y barrigón era muy poca cosa para ofrendar a los dioses, que ese pequeño provocaría la ira de Huitzilopotchtli, Dios de la Guerra, y lo vomitaría sobre la ciudad enviando pestes, desdichas e inundaciones.
—No hará más que traer la desgracia sobre Tenochtitlan —concluyó el viejo.
Si aquellas palabras hubiesen sido pronunciadas por cualquier otra persona, Axayácatl lo habría mandado a ejecutar de inmediato. Pero viniendo de quien tanto había hecho por el Imperio, tal vez hubiera motivos para dudar. El sacerdote que empuñaba el cuchillo pidió a los gritos al rey que no escuchara al anciano y se dispuso a descargar la punta afilada sobre aquel pecho diminuto y agitado. La multitud acompañó el pedido con una aclamación unánime. A un ápice estaba la cuchilla del cuerpecito enfermo, cuando Axayácatl le ordenó al clérigo que se detuviera. Los zopilotes presenciaban la escena desesperados y lanzaban graznidos de indignación. El sacerdote se acercó hasta el monarca e intentó hacerle ver que no era posible cumplir la petición de clemencia de un mortal, por muy venerable que fuese.
—No lo hago por compasión —le replicó el anciano, y le dijo que, al contrario, resultaría una imperdonable ofensa obsequiar a los dioses un niño evidentemente corrompido por la enfermedad.
El sacerdote se llamaba Tapazolli, nombre que significaba «nido de pájaros». Era un hombre de gesto severo y se caracterizaba por ser un mal verdugo: la muerte, en las manos de Tapazolli, era una lenta agonía. A diferencia de la mayoría de los sacerdotes, que ejecutaban sacrificios con mano veloz y separaban el corazón del pecho en unos pocos movimientos, él lo hacía con una minuciosidad tal, que parecía deleitarse en el sufrimiento. Tapazolli, igual que Tepec, también descendía de los antiguos toltecas y, a diferencia del anciano del Consejo, traía el legado de los guerreros que adoraban a Tezcatlipoca, advocación del Dios Huitzilopotchtli a quien estaba dedicado el sacrificio que se disponía a ejecutar si, de una vez por todas, se lo permitían.
Tapazolli opuso que había que matar al pequeño de todos modos, ya que era huérfano, efectivamente estaba enfermo y de todas formas iba a morir.
—Entonces eres tú el que pide clemencia —le dijo el rey al sacerdote.
Era inadmisible anteponer la piedad humana a las voluntades divinas. Había que ofrendar a los mejores, no a los desahuciados. Axayácatl ordenó que liberaran al niño. El sacerdote bajó la cabeza e igual que la muchedumbre agolpada al pie de la pirámide, guardó silencio. Tapazolli nunca iba a olvidar aquella humillación pública. Ya habría tiempo para cobrarse esa deuda.
No era la primera vez que el viejo Tepec lograba salvar una vida; ya otras veces había conseguido disuadir a los sacerdotes con distintos ardides. Pero nunca había tenido que llegar a interceder ante el mismísimo monarca para devolver un niño a sus padres. Sólo que esta vez no había a quien restituirlo, ya que el pequeño era huérfano. El rey, considerando esta situación, llamó aparte al anciano y, señalando al niño, le dijo:
—Es cierto; es poca cosa para ofrendar a los dioses. Pero lo que resulta poco para los dioses, puede ser mucho para los hombres. Viejo terco… —murmuró el soberano.
Tepec sonrió ante el afectuoso reto del monarca. Pero la sonrisa se le trasformó en una mueca de espanto cuando Axayácatl completó la frase:
—… a partir de ahora te harás cargo del niño.
El viejo Tepec maldecía su suerte. Sentado en la poltrona de su casa, contemplaba al niño que lloraba sin parar mientras se revolcaba en el suelo. Se preguntaba cómo se le había ocurrido semejante idea. Tenía la edad en que los hombres sólo aspiran a la tranquilidad, y ahora debía empezar todo de nuevo. Ya había criado dos hijos y no parecía dispuesto a pasar otra vez por eso. Con el único propósito de dejar de oír esos berridos, alzó al niño y consiguió que se distrajera con los collares que adornaban su pecho; las numerosas cuentas con las que jugaba el pequeño como si fuesen una sonaja, indicaban que su dueño era un hombre de casta superior y un funcionario con grado de ministro. El sonido de las piedras y las cuentas de oro chocando entre sí, hacía que el niño se calmara por breves momentos. Pero al rato se retorcía dando unos alaridos agudos y estridentes, lo cual, en cierto modo, resultaba una buena señal para el viejo, ya que era la prueba de que, al menos, los pulmones funcionaban bien. Sin embargo, el vientre estaba muy hinchado y contrastaba con la extrema flacura del resto del cuerpo. No había hueso que no se hiciera notar detrás de la piel que, ciertamente, estaba bastante irritada. Tepec palpó aquel abdomen inflamado y comprobó que estaba lleno de parásitos. No sin fastidio, envolvió al pequeño en una red de cáñamo, se lo colgó por delante del pecho y salió de la casa. Si se apuraba, todavía podía llegar a conseguir algunas medicinas antes de que oscureciera.
El anciano vivía en el barrio de Mollonco Itlillan, un
calpulli
al sudoeste del Gran Templo, habitado por la nobleza mexica más rancia. La mayor parte de las construcciones eran palacetes que surgían desde los canales y jardines floridos que perfumaban el aire. La casa de Tepec era amplia y sólida, estaba hecha de piedra, cantería y madera. Contaba con cinco aposentamientos y un gran jardín flotante sobre el canal, con un embarcadero en el que amarraban varias canoas. Tenía por servidumbre siete esclavos, tres hombres y cuatro mujeres, que eran casi tan viejos como él y, de hecho, eran su familia. Había tenido dos esposas y, a lo largo de su vida, cerca de cuarenta concubinas, aunque ya no conservaba ninguna. Había enviudado dos veces, con cada esposa tuvo un hijo varón, aunque prefería no recordar esa parte de su vida: sus dos hijos habían muerto.
Hacía muchísimos años que no cargaba un niño en brazos y al principio sintió pánico, como si temiera que la criatura fuera a desarmarse o que se le resbalara de las manos. Pero cuando la tuvo afirmada en la red por delante del pecho, pudo sentir el pequeño corazón latiendo y el suyo se conmovió. Quiso evitar un recuerdo, pero no pudo. Un nudo le cerró la garganta.
Desde su casa, Tepec podía ir hasta el mercado a pie por una de las avenidas pero, dado el apuro, resultaba más rápido ir en la canoa. Era una eminencia y todo el mundo lo conocía. La noticia de que el viejo debió hacerse cargo del niño por abrir la boca cuando no debía, había corrido velozmente. Su cargo público obligaba a los demás a inclinar la cabeza a su paso, sin que pudiesen mirarlo a los ojos. Sin embargo, a medida que avanzaba por los canales llevando al crío colgado como si fuese una madre, provocaba risas socarronas. El anciano podía escuchar los comentarios, pero seguía con la vista al frente simulando no darse por enterado. Por fin amarró en uno de los tantos muelles del mercado y apuró el paso hasta la calle de los herbolarios.
En el mercado nada estaba librado al azar: cada rubro tenía su propia calle. Pese a la inmensidad de la plaza por la que a diario pasaban decenas de miles de almas, era imposible perderse. Cualquier cosa, por más rara que fuese, podía hallarse rápidamente. Tepec descendió de la canoa y atravesó la calle de los peluqueros, donde los hombres se hacían lavar la cabeza, se rapaban o mandaban hacerse complejos arreglos en el pelo. Más allá estaba la calle donde se sucedían los comedores en los que servían toda clase de platos, fríos y calientes, carnes y pescados. Por esa hora, la gente se reunía también a beber, cosa que no estaba permitida, de modo que debían hacerlo de forma más o menos clandestina. El viejo apuró el paso, cruzó la calle de las telas y la de la loza, pasó por los ruidosos corrales donde se exhibían los pájaros y, por fin, llegó hasta la calle de los herbolarios: de un lado estaban las tiendas que vendían las hojas, raíces y hierbas sueltas; enfrente se ofrecían los preparados, tales como ungüentos, emplastos, lociones, bálsamos y pociones. El anciano entró en una de estas últimas y saludó con afecto al dueño de casa, un viejo casi ciego que se movía, sin embargo, sin ninguna dificultad. El herbolario examinó al pequeño con sus manos y, al llegar al vientre, no pudo evitar un gesto de preocupación. Palpó cada ápice de ese abdomen inflamado y luego colocó al niño en tal posición que consiguió que regurgitara un líquido amarillento. Olió profundamente aquel fluido viscoso y hediondo y, por fin, dio su veredicto:
—No creo que vaya a vivir —dijo terminante. El viejo, con una cara impertérrita, reclamó:
—Tiene que haber un remedio.
El herbolario guardó silencio y le extendió a su antiguo cliente una redoma alargada que contenía una pócima y un atado de ramas muy delgadas de ahuejote. Luego le explicó cómo debía administrar el remedio. Tepec supo que no iba a poder dormir durante los próximos tres días: debía encender una de aquellas pajuelas dejando que el ambiente se ahumara; una vez consumida, tenía que darle de beber un sorbo de la medicina al niño, de inmediato encender otra ramita y repetir la toma al volver a quemarse por completo. Eso debería hacer durante los próximos tres días con sus noches. El viejo ignoraba si el humo tenía alguna utilidad terapéutica o si sólo indicaba la continuidad y frecuencia de la toma de la pócima; sea como fuere, cada día se consumían cerca de veinticuatro ramas. Tepec pagó con una bolsita llena de polvo de oro y al día siguiente le haría llegar tres sacas de cacao.
Antes de que el viejo saliera de la tienda con el niño, el herbolario repitió:
—No creo que vaya a vivir.
Tepec ya había perdido a sus dos hijos y no estaba dispuesto a entregar esa última e inesperada posibilidad de dejar descendencia. Lo alzó nuevamente en su brazos y se aferró al pequeño desahuciado como si fuese la única esperanza de vida para él.
El viejo tenía buenos motivos para negarse a rendirle culto al Dios de la Guerra y los Sacrificios. Hacía muchos años, sus hijos habían partido con el gran ejército mexica a la conquista de los territorios que ocupaban los vixtotis en el Sur. Así como antes habían conseguido dominar a sus antiguos opresores, todo hacía prever una campaña militar exitosa y una aplastante victoria sobre el enemigo. Sin embargo, el tiempo pasaba y no llegaban noticias de las huestes.