Read El complot de la media luna Online
Authors: Clive Cussler,Dirk Cussler
Tags: #Aventuras, #Ciencia Ficción
—Hemos tenido unos cuantos problemas —dijo él cuando entraron en el camarote y dejó la bolsa en la litera—. ¿Qué tal si tomamos un café en el comedor y te lo cuento todo?
—Perfecto, papá. Y yo te contaré lo que he estado haciendo en Inglaterra.
—¿No me digas que tú también tienes un misterio? —preguntó Pitt, con una sonrisa.
Summer dirigió a su padre una mirada entusiasta y contestó:
—Y mayor de lo que puedas imaginar.
LA SOMBRA DE LA MEDIA LUNA
.
—Sophie, creo que tengo algo importante para ti.
Sam Levine casi tropezó cuando entró como una tromba en el despacho de la directora de Antigüedades. La mayoría de los cortes y las magulladuras de su rostro, de cuando el incidente en Cesarea, casi habían desaparecido, pero en la mejilla aún tenía una buena herida de su encuentro con los ladrones árabes. Sophie, sentada a su escritorio, estaba leyendo un informe de la policía de Tel Aviv sobre el saqueo de una tumba, pero alzó la mirada con interés.
—Vale, te escucho.
—Uno de los informantes de nuestra red, un chico árabe llamado Tyron, ha notificado una posible excavación esta noche en el cementerio musulmán de Kidron.
—¿Kidron? Está apenas pasada la muralla de la Ciudad Vieja. Alguien se está volviendo muy atrevido.
—Tyron no es muy de fiar en cuestión de soplos.
—¿Quiénes se supone que manejarán las palas?
—Solo le he sacado un nombre, un ladrón de poca monta llamado Hassan Akais —respondió Sam, que se sentó en una silla al otro lado del escritorio de Sophie.
—No me suena —dijo Sophie después de pensar en el nombre—. ¿Debería conocerle?
—Le detuvimos hace unos años en una operación en Jaffa. No teníamos pruebas suficientes para presentar cargos, así que quedó en libertad. Desde entonces tiene las manos limpias. Nuestro informante le cuida unas ovejas y al parecer el chico oyó una charla sobre una operación esta noche.
—Suena a algo de poca monta.
—Lo mismo pensé yo. Pero también tenemos esto —dijo Sam, y le pasó una hoja—. Busqué su nombre en el sistema y, alucina, el Mossad sospecha que tiene posibles vínculos con los Mulos.
Sophie se inclinó hacia delante y miró la hoja con renovado interés.
—En el mejor de los casos, sus vínculos no son muy fuertes —añadió Sam—, pero supuse que querrías saberlo.
Sophie asintió mientras acababa de leer el informe.
—Me gustaría hablar con el tal Hassan —dijo por fin.
—Estamos un tanto escasos de personal para realizar una operación esta noche. Lou y su grupo están en Haifa hasta mañana, y Robert está de baja por gripe.
—Entonces iremos tú y yo, Sammy. ¿Alguna objeción?
Sam negó con la cabeza.
—Si este tipo tuvo algo que ver con Cesarea, quiero atraparlo.
Hicieron planes para el encuentro de la noche, y luego Sam se levantó y salió del despacho. Sophie volvió a la lectura del informe de la policía hasta que de pronto sintió que alguien la miraba. Alzó la mirada, sorprendida, y vio a Dirk, de pie en el umbral, con un gran ramo de lilas.
—Perdón, busco al jefe de los pistoleros de por aquí —dijo con una sonrisa radiante.
Sophie casi saltó de la silla.
—Dirk, creía que no estarías libre hasta la semana próxima. —Se acercó y le dio un beso en la mejilla.
—La universidad suspendió la excavación en Cesarea por el resto de la temporada, así que por ahora mi trabajo se ha acabado —explicó Dirk al tiempo que dejaba las flores en la mesa. Luego le dio un fuerte abrazo y la besó—. Te he echado de menos —susurró.
Sophie se dio cuenta de que se ponía roja, y después recordó que la puerta de su despacho estaba abierta.
—Puedo tomarme un descanso —tartamudeó—. ¿Vamos a comer?
En cuanto él asintió, le llevó a un patio cercano, lejos de las miradas curiosas de la oficina.
—Conozco un lugar precioso para un picnic en la Ciudad Vieja. De camino podemos comprar algo para comer —propuso.
—Me parece perfecto —dijo Dirk—. No he visto mucho de Jerusalén. Pasear por las calles siempre es la mejor manera de captar la esencia de una ciudad interesante.
Sophie le cogió de la mano y lo condujo fuera de los muy bien cuidados jardines del Museo Rockefeller. Un poco más allá se alzaba la puerta de Herodes, una de las entradas a la Ciudad Vieja de Jerusalén. Con poco más de un par de kilómetros cuadrados, la Ciudad Vieja es el corazón religioso de Jerusalén, pues alberga lugares históricos como la iglesia del Santo Sepulcro, la Muralla Occidental y la Cúpula de la Roca. Una imponente muralla de piedra, construida por los turcos otomanos hacía más de cuatrocientos años, rodea todo el perímetro de la sección histórica.
Al cruzar la puerta y entrar en el barrio musulmán, Dirk admiró la antigua belleza de la piedra caliza, que parecía ser la base de todos los monumentos, tiendas y residencias de la ciudad, por muy en mal estado que estuvieran. Pero le divertía más ver la variopinta muchedumbre que caminaba por las angostas calles y callejones. Cuando vio a un judío armenio que esperaba en un paso de peatones al lado de un etíope con túnica blanca y un palestino con
kufiya
, comprendió que estaba pisando un suelo único en el mundo.
Sophie le condujo por un oscuro y polvoriento callejón que llevaba a un bullicioso mercado al aire libre, lo que en árabe llaman
souk
. Lo guió sin problemas a través de la multitud de vendedores y solo se detuvo para comprar falafel, kebabs de cordero, pasteles y una bolsa de frutas en los distintos puestos.
—Dijiste que querías un poco de color local, y aquí lo tienes —se burló Sophie, y le pasó las bolsas con la comida.
Caminaron unas pocas calles más y entraron en el patio de la iglesia de Santa Ana. Un magnífico edificio de piedra construido por los cruzados; su ubicación, en el centro del barrio musulmán, era una de las muchas peculiares yuxtaposiciones de la ciudad antigua.
—¿Una bonita muchacha judía me lleva a una iglesia cristiana? —preguntó Dirk con una risita.
—En realidad vamos a la parte de atrás de la iglesia. Me parece que a un explorador de las profundidades marinas le puede gustar. Además, es un lugar perfecto para una comida al aire libre. —Le guiñó un ojo.
Entraron en la propiedad y continuaron hasta la parte de atrás, donde encontraron una zona sombreada por altos sicomoros. Un corto sendero llevaba hasta una sima, rodeada por una cerca, que bajaba como una mina al aire libre. Restos de paredes de ladrillo, columnas de piedra y antiguas arcadas se alzaban desde la base seca del hueco.
—Esta era la piscina de Bethesda —explicó Sophie mientras se asomaban a las polvorientas profundidades—. En su origen fue un depósito de agua para el Primer y Segundo Templo, luego construyeron los baños. Por supuesto, era más conocida como un centro de salud después de que se dijo que Jesús había curado aquí a un inválido. Me temo que no queda mucha agua.
—Quizá sea mejor así —señaló Dirk—. De lo contrario, ahora estaría lleno de turistas dispuestos a darse un baño.
Se sentaron en un banco aislado, debajo de un imponente sicómoro, y comenzaron a comer con apetito lo que habían comprado.
—Dime, ¿qué tal está el doctor Haasis? —preguntó ella.
—Muy bien. He ido a verlo esta mañana antes de viajar a Jerusalén. Está haciendo reposo en su casa pero se muere de ganas de volver al trabajo. La herida de la pierna no es grave; dentro de un par de semanas podrá caminar sin las muletas.
—Pobre hombre. Siento mucho lo ocurrido.
—Él me ha dicho que lo siente mucho por ti. Cree que fue culpa suya que tus agentes se viesen envueltos en una situación tan peligrosa.
—Eso es ridículo. No tenía manera de saber que una banda de terroristas armados nos atacaría.
—Es un buen hombre. —Dirk probó un higo de la bolsa de frutas—. Por cierto, la Agencia de Seguridad israelí me ha interrogado a fondo durante los últimos días. Espero que puedas decirme que estás muy cerca de atrapar a los malos.
—El Shin Bet, como se los conoce, se ha hecho cargo de la investigación, pero me temo que les han perdido el rastro. El camión de los asaltantes resultó ser un vehículo robado. Lo encontraron en el mar, cerca de Nahariyya. El Shin Bet cree que los ladrones cruzaron al Líbano poco después de dejar Cesarea. Suponen que están vinculados con un grupo de contrabandistas que se sabe tienen relaciones con Hezbollah. Me temo que les costará mucho identificarlos, y no hablemos de capturarlos.
—¿Alguna idea de para quién podrían estar trabajando?
—La verdad es que no. Hice muchas investigaciones y tengo unas cuantas sospechas, pero ninguna prueba real. Sam y yo hacemos todo lo posible. —La voz de Sophie se apagó cuando sus pensamientos la llevaron al fallecido agente Holder.
Dirk le cogió una mano y la apretó con fuerza.
—Nunca creí que tendría que enfrentarme a algo así —añadió ella, con lágrimas en los ojos. Miró a Dirk y le devolvió el apretón—. Estoy muy contenta de que estés aquí. —Se inclinó y le dio un beso.
Permanecieron abrazados durante mucho tiempo; Sophie volvió a sentirse segura en los brazos de Dirk. Miró la piscina vacía de Bethesda y acabó por recuperar la voluntad de enfrentarse de nuevo a su trabajo. Respiró hondo y sonrió con los ojos húmedos.
—¿Hueles el jazmín en el aire? —preguntó ella—. Es una fragancia que siempre me ha encantado. Me recuerda a cuando era pequeña y todos los días estaban llenos de felicidad.
—Volverán a estarlo —prometió Dirk.
—Tengo que volver —susurró Sophie al fin, pero sus brazos no soltaron a Dirk.
—Te estaré esperando —contestó él.
De pronto Sophie recordó la operación que había planeado con Sam para esa noche.
—Podremos cenar juntos, pero me temo que esta noche tengo que trabajar. Una vigilancia. Hemos recibido un soplo; parece que un ladrón de objetos, con presuntas vinculaciones con los contrabandistas libaneses, intentará saquear una tumba.
—¿Puedo acompañaros?
Sophie comenzó a negar con la cabeza, pero después accedió.
—Andamos un poco escasos de personal. Solo Sam y yo. Nos vendría bien un poco de apoyo. Pero esta vez nada de heroicidades.
—Seré un observador silencioso. Te lo prometo —dijo él con una sonrisa.
Se levantaron al mismo tiempo y echaron una última mirada a la piscina seca. Sophie se sintió indecisa, aunque no sabía por qué. Por fin cogió la mano de Dirk y se alejaron lentamente de la piscina; un torbellino de emociones agitaba su corazón.
El
Estrella Otomana
entró despacio en el puerto israelí de Haifa; el viejo carguero se dirigió hacia un amarre al final de la poco activa terminal oeste. Solo les quedaba descargar una pequeña cantidad de textiles; la tripulación turca podría haber vaciado las bodegas del barco en unas pocas horas, pero tenían órdenes estrictas de demorar la descarga y no completar el trabajo hasta bien entrada la noche.
Tras presentar unos pasaportes falsos al oficial de aduana del puerto, María y uno de los jenízaros alquilaron un coche y salieron de Haifa. Cual una pareja de vacaciones, podrían recorrer la mayor parte del país sin que nadie se fijase en ellos. Pero a la hora de ir a Jerusalén tomaron precauciones. María eligió una ruta más larga para no entrar en Cisjordania y evitar que los controles de seguridad encontraran la riñonera que había debajo de su asiento, en la que llevaba un arma, dinero y unas gafas de visión nocturna.
María sabía de sobra que transportar los explosivos HMX dentro del país era otro asunto. Zakkar y sus socios de los Mulos correrían ese riesgo; la recompensa bien valía la pena. El contrabandista árabe le había explicado con detalle que los explosivos se transportarían en camión, luego a pie, e incluso atados a la panza de un rebaño de ovejas, y de ese modo conseguirían que llegaran a su destino sin que las fuerzas de seguridad israelíes los descubrieran.
Pero eso era solo la mitad del desafío. La turca tenía que realizar en persona otros asuntos de la misma importancia. Con la ayuda de un mapa turístico, entraron en las bulliciosas calles de Jerusalén y pasaron junto a la Ciudad Vieja en su camino hacia uno de los barrios más nuevos del oeste. Una vez que encontraron el hotel Waldorf Astoria, inaugurado hacía poco, aparcaron el coche y caminaron por la manzana siguiente en dirección sur. En una hilera de elegantes tiendas para turistas, encontraron un salón de té minúsculo, con cortinas de cuentas que tapaban las ventanas, y entraron.
En un rincón del local, poco iluminado, María vio que un hombre barbudo se levantaba y le sonreía, dejando a la vista un diente con una funda de oro. María se le acercó; el jenízaro la seguía.
—¿Al-Jatib? —preguntó.
—A su servicio —respondió el palestino con una ligera inclinación de cabeza—. ¿Quiere sentarse?
María asintió; el jenízaro se sentó a su lado. Al-Jatib tomó asiento enfrente de ellos y les sirvió té. María se fijó en su piel morena y sus manos encallecidas, propias de un experto saqueador de tumbas, justo lo que era.
—Bienvenida a Jerusalén —dijo el hombre a modo de brindis.
—Gracias —respondió María; echó una ojeada al local para asegurarse de que nadie espiaba la conversación—. ¿Ha completado la tarea para la que se le contrató? —preguntó en voz baja.
—Sí, ha sido fácil —respondió el palestino; sonrió de nuevo—. El acueducto estaba exactamente donde usted dijo que estaría. Es una asombrosa comprobación histórica. ¿Puedo preguntar dónde consiguió la información?
Esta vez le tocó sonreír a María.
—Como sabrá, la muralla que rodea la Ciudad Vieja fue construida por Soleimán el Magnífico a principios del siglo
XV
. Sus ingenieros marcaron la ruta con detalle y señalaron la ubicación de las construcciones existentes. Sus mapas, que adquirimos en Turquía, están llenos de acueductos abandonados y de otras construcciones de la época de Herodes que se habían perdido o estaban ocultas.
—Un descubrimiento maravilloso; me encantaría tener ocasión de verlos —dijo al-Jatib con gran interés.
—Lamento no haber traído esos documentos en este viaje —mintió ella—. Mi familia tiene una gran colección de objetos otomanos, y los mapas formaban parte de una compra mayor. —Prefirió no mencionar que los habían robado de un museo de Ankara.
—Sin duda son documentos históricos de gran valor. ¿Puedo preguntar cuál es el propósito de la excavación?