El Comite De La Muerte (38 page)

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Authors: Noah Gordon

Tags: #Intriga

BOOK: El Comite De La Muerte
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El lunes por la mañana, mientras desayunaba, Adam se enteró de que el hombre había sufrido dos ataques cardíacos más. Estaba siendo objeto de intensos cuidados. Kender recurría a todo cuanto estaba en su mano para mantenerle técnicamente vivo. Siempre tenía al lado, como mínimo, a dos médicos, observando signos de vida, administrándole oxígeno y medicamentos, respirando por él, vertiéndole líquidos revitalizadores en las venas.

Aquella tarde Adam pasó por la cocina de la sala de operaciones y vio a Kender sentado en una silla, en un rincón, dormido o simplemente reposando con los ojos cerrados; era difícil saberlo con exactitud. Procurando no hacer ruido, se preparó una taza de café.

—Una para mí, por favor.

Adam se la pasó al segundo jefe de Cirugía y los dos bebieron en silencio.

—Profesión curiosa, esta de cirujano —dijo Kender—. He pasado años trabajando como un negro en esto de los trasplantes. El año que viene habrá una nueva Facultad de Cirugía en el Colegio Médico y quieren dársela a un especialista en trasplantes, pero no seré yo. Para entonces seré jefe de cirugía.

—¿Y lo lamenta? —preguntó Adam.

Kender sonrió, fatigado.

—La verdad es que no. Pero me estoy dando cuenta de que el doctor Longwood no tenía una sinecura ni mucho menos. Ahora soy yo quien le lleva los casos.

—Ya lo sé —dijo Adam.

—¿Y sabe también el promedio de mortalidad en los casos de los doctores Longwood y Kender en estos tres últimos meses?

—Si me hace la pregunta será porque es elevado. No lo sé. ¿El cincuenta por ciento?

—Diga el ciento por ciento —respondió Kender, en voz baja, metiéndose la mano en el bolsillo y sacando un puro— durante tres meses. Es mucho tiempo sin que un solo paciente salga vivo. Muchas operaciones.

—¿Y por qué ha ocurrido eso?

—Demonios, pues porque las operaciones fáciles se las pasamos a ustedes. En un lugar como éste, los jefes sólo se ocupan de los casos sin remedio.

Por primera vez en su vida Adam se dio cuenta de esto.

—La próxima vez que me toque una hernia o una apendicetomía le pediré ayuda.

Kender sonrió.

—Se lo agradecería —dijo—, y mucho.

Encendió el puro y exhaló el humo hacia el techo.

—Hace unos momentos perdimos a ese hombre del estómago gangrenado —dijo.

La compasión que sentía Adam se desvaneció.

—En realidad, le perdimos cuando se le paró el corazón durante seis minutos. ¿No le parece, doctor?

Kender le miró.

—No, yo no diría eso —repuso. Se levantó y se dirigió hacia la ventana—. ¿Ve ese mausoleo, al otro lado de la calle, grande, de ladrillos rojos?

—El laboratorio de experimentación de animales.

—Fue construido hace muchísimo tiempo, antes de la Guerra de Secesión. Allí Oliver Wendell Holmes solía experimentar con gatos.

Adam esperó, nada impresionado.

—Bueno, pues usted y yo y Wendell Holmes no somos los únicos que hemos trabajado allí. Durante largo tiempo, el doctor Longwood y el doctor Sack y alguna otra gente han estado experimentando con perros que morían de gangrena en sus partes vitales, y haciendo con ellos lo que hicimos con ese hombre que teníamos en la sala de operaciones se ha podido salvar a algunos de esos perros.

—Pero éste era un hombre —dijo Adam—, no un perro.

—Durante estos dos últimos años hemos tenido dieciséis pacientes de este tipo. Todos ellos han muerto, pero cada uno vivió un poco más de tiempo que el anterior. El último ha vivido cuarenta y ocho horas. En su caso, los procedimientos experimentales dieron resultado. Convirtieron un estado gangrenoso inoperable en uno que podía ser resuelto quirúrgicamente. ¿Quién sabe si el próximo paciente tendrá más suerte y no se le parará el corazón?

Adam miró al veterano cirujano. Diversas impresiones sintió simultáneamente en aquel momento.

—Pero, ¿cuándo uno se dice a sí mismo: Este la palmó; como no podemos volverle a la vida, dejémosle morir en paz y con dignidad?

—Eso lo tiene que decidir por sí mismo cada médico. Yo nunca lo digo.

—¿Nunca?

—¡Diablos, joven amigo! —Exclamó Kender—. Eche una ojeada a lo que ocurrió a bien poca distancia de este hospital. Hay gente que trabaja aquí y que todavía lo recuerda. En 1925, un joven médico llamado Paul Dudley White comenzó a tratar a una niña de quince años, de Brockton. Tres años después, la niña estaba muriéndose porque tenía el corazón oprimido por una bolsa pericárdica como de cuero. White la envió ocho o nueve veces al Hospital General de Massachusetts, y todos la miraron y la trataron, pero nadie podía hacer nada por ella. La mandó a su casa, a sabiendas de que moriría si no se conseguía extraerle el pericardio de la forma que fuese. Pensando en esto, se le ocurrió enviar a Katherine al Hospital General de Massachusetts una vez más, la última, esperando que se pudiese encontrar alguna manera de salvarla. Entonces, por pura suerte, o como quiera usted llamarlo, un joven cirujano llamado Edward Delos Churchill había vuelto al Hospital General de Massachusetts de un viaje por Europa, después de un año o dos de prácticas avanzadas de cirugía torácica, en el transcurso de los cuales tuvo la oportunidad de trabajar una temporada bajo la dirección del gran Ferdinand Sauerbruch, de Berlín. Naturalmente, Churchill iba a ser más tarde jefe de Cirugía del Hospital General de Massachusetts.

»Bueno, pues el doctor White topó con él en el viejo pasillo de ladrillo y le convenció de que fuera con él a ver a Katherine. Nadie en los Estados Unidos había conseguido hasta entonces curar la pericarditis constrictiva, ni con el bisturí ni con medicamentos. El doctor White propuso al doctor Churchill que hiciera la prueba y… —Kender se encogió de hombros— la niña estaba muriendo lentamente.

»Bueno, en fin pues que la operó. Y vivió. De hecho, hoy en día ya es abuela. Y mucha gente con pericarditis constrictiva ha sido intervenida con éxito en estos últimos cuarenta años.

Adam no dijo nada. Se limitó a seguir sentado, bebiendo el café.

—¿Quiere otro caso? El doctor George Minot, brillante investigador médico de Boston, casi murió de diabetes cuando no había cura para esa enfermedad. Un día, poco antes del fin, recibió una de las primeras remesas de una hormona nueva descubierta por dos canadienses, los doctores Frederick C. Banting y Charles H. Best: la insulina. Y no murió. Y como no murió se dedicó a ganar el Premio Nobel por haber descubierto una manera de curar la anemia perniciosa, y, además muchísima gente se salvó de paso, quién sabe cuántos de ellos justo antes de una muerte que parecía inevitable —Dio una fuerte palmada a Adam en el muslo y le echó humo del puro en el rostro—. Por eso, amigo mío, no me gusta rendirme así como así ante la muerte, por eso prefiero luchar hasta el fin, aunque sea feo y duela.

Adam movió la cabeza. No estaba convencido.

—Queda sin resolver la cuestión de si conviene prolongar unos terribles dolores y una existencia absurda cuando la derrota es inevitable.

Kender le miró, sonriente.

—Es usted joven —dijo—; será interesante ver si no cambia de idea con el tiempo.

—Lo dudo.

Kender le disparó una nube de apestoso humo de puro.

—Veremos —dijo.

En plena noche, envuelto en un jersey, enguantado y con bufanda y botas, corriendo sobre la blanda nieve recién caída, que relucía bajo la luz de las farolas como cristal molido, dando la vuelta una y otra vez, como una órbita, en torno al hospital, hasta que el frío del espacio exterior comenzó a corroerle los pulmones y a punzarle en su centro vital, Adam se decía que Spurgeon Robinson tenía razón: el gran plan cósmico de Silverstone era pura tontería. Liz Meomartino le ofrecía ahora el gran plan cósmico de Silverstone en bandeja de plata, y era evidente que no era aquello lo que él quería.

Lo que deseaba desesperadamente era llegar a ser, en veinte años o así, una mezcla de Lobsenz, Sack, Kender y Longwood, y la transformación no iba a tener lugar en Cuernavaca, ni en ningún otro sitio en compañía de Liz Meomartino.

Le telefoneó por la mañana y le dijo, lo más delicadamente que le fue posible, que todo había terminado.

—¿Estás seguro?

—Sí.

—Quiero verte, Adam.

«Pensaba poder hacerle cambiar de idea», se dijo él.

—No, mejor que no, Liz.

—Rafe estará en casa esta noche, pero, no obstante, saldré. Lo único que quiero es despedirme.

—Adiós, Liz. Buena suerte.

—Ven donde siempre, por favor —dijo ella, y colgó.

Adam trabajó todo el día como un negro que ha recibido la libertad y trabaja por su propia cuenta. Quedó libre a las seis, cenó con buen apetito y pasó varias horas en el laboratorio de experimentación de animales. Fue al sexto piso, se duchó, se echó en la cama en calzoncillos y leyó tres revistas médicas; luego, se vistió de calle. Estaba buscando un pañuelo cuando sus manos tocaron algo que había en el cajón, y lo estuvo mirando y dándole vueltas, como si no hubiese visto un guante de cabritilla negro en toda su vida.

Esta vez, el «Regent» estaba abarrotado de miembros de la Legión Norteamericana y sus mujeres, por lo que Adam tuvo que abrirse paso a codazos por el vestíbulo.

—Felix, ¿tienes los billetes? —gritó una mujer gorda que vestía un arrugado uniforme de servicios auxiliares.

—Si —repuso el marido, hincándole a Adam en el trasero una aguijada de ganado.

Adam dio un salto, que provocó risotadas generales, pero por fin, empujado por la gente, consiguió entrar en el ascensor.

Había gente en el pasillo, en las escaleras, por todas partes. A Adam le parecía tener gente incluso entre los dedos.

Introdujo la llave en la cerradura, y al abrir la puerta de la habitación 314 el letrero luminoso que había junto a la ventana se agitó, mostrándole otra fotografía surrealista, cuyo objeto central era el gorro azul y oro de los veteranos de ultramar que estaba sobre el tocador.

Adam cogió el ridículo gorro. El hombre que estaba en la cama le miró con recelo. Vietnam, no. Y demasiado viejo incluso para Corea. «Segunda Guerra Mundial», pensó Adam.
Los viejos soldados, no se sabe por qué, parecen más asequibles que los viejos marinos. Hawthorne
.

Evidentemente, aquel hombre estaba asustadísimo.

—¿Qué quiere usted? ¿Dinero?

—Que se vaya de aquí. Nada más.

Adam le tendió el gorro y abrió la puerta, mientras el otro se ponía los pantalones y huía con manifiesto alivio.

Ella le miró. Se veía que había estado bebiendo.

—Pudiste haberme salvado —dijo.

—No sé siquiera si podré salvarme a mí mismo.

Recogió sus medias y las metió, con el guante negro, en el bolso.

—Vete —dijo ella.

—Tengo que llevarte a casa, Liz.

—Es demasiado tarde —sonrió—. Les dije que iba a comprar cigarrillos.

Tenía puesta la combinación, pero el vestido resultaba difícil. Adam no recibió la menor ayuda y tardó un rato en poner las cosas en su sitio. A mitad de camino, la cremallera se atascó. Sudando, forcejeó con ella, pero era inútil, no quería ni retroceder ni seguir cerrando.

«El abrigo lo cubrirá», pensó.

Cuando le puso los zapatos y la hizo ponerse en pie, Liz se tambaleó. Rodeándole la cintura con el brazo, mientras ella se le asía al cuello, se dirigió hacia la puerta, como quien ayuda a andar a un paciente.

En el pasillo, los generales distribuían cerveza y copas.

—No, gracias —dijo Adam, cortésmente, inclinándose sobre el timbre del ascensor.

Cuando llegaron al vestíbulo de bajo miró al individuo de la aguijada de ganado, dispuesto a hacer reír a la gente.

—Felix, si nos toca usted con eso —dijo—, le prometo que se lo pongo de collar.

Felix pareció ofendido.

—¿Oíste al tipo ese? —preguntó a la mujer gorda.

—Ya te dije que aquí la gente es tan fría como el clima —respondió ella, mientras Adam seguía adelante, con su peso a cuestas—. A ver si otra vez me hacen caso y nos reunimos en Miami.

Fuera, la nieve seguía cayendo, como gachas. Adam no se atrevía a dejarla apoyada contra la pared; sujetándola bien, marcharon los dos, tambaleándose, sobre el fango nevoso.

—¡Taxi! —gritó.

Los coches, varios de los cuales eran taxis, pasaban a su lado.

—Me fallaste —dijo ella.

—No te quiero —contestó Adam—, lo siento.

Tenía ya el pelo empapado; la nieve se le fundía en el cuello y le mojaba el de la camisa.

—Y, además, no sé cómo puedes pensar que me quieres, si apenas nos conocemos.

—Eso no importa.

—¡Pues claro que importa! Tenemos que conocernos, por Dios bendito. ¡Taxi! —aulló, a un bulto que pasó a su lado.

—Me refiero al amor. Se exagera su importancia. Me gustas mucho.

—Dios —dijo él.

Volvió a gritar, dándose cuenta esta vez de que iba a quedarse ronco. Milagrosamente paró un taxi, pero, antes de que Liz se moviera, un ex cabo astuto, con gorro y todo, saltó y cerró la portezuela. El vehículo arrancó.

Se acercó otro taxi, que, a tres metros de distancia, paró y bajaron de él dos hombres.

—Anda, anda —dijo Adam, tirando de ella—, antes de que se vaya.

Gritó, tratando de acercarse de cualquier manera, pero los dos ocupantes ya iban hacia él y Adam vio que uno era Meomartino y el otro el doctor Longwood. «El viejo no debiera salir en una noche como ésta», pensó.

Dejó de tirar de Liz. Se pararon y esperaron. Meomartino les miró, pero no dijo nada.

—¿Dónde has estado? —Preguntó el doctor a Liz—. Te estuvimos buscando por todas partes —echó una ojeada a Adam—. ¿Dónde la encontró?

—Aquí —respondió Adam.

Se dio cuenta de que Liz tenía aún el brazo en torno a su cuello y él el suyo en torno a su cintura. Se desasió y se la pasó a Meomartino, que estaba silencioso como una piedra.

—Muchas gracias —dijo Longwood, con sequedad—. Adiós.

—Buenas noches.

Compartiendo el peso, su marido y su tío la subieron al taxi. La portezuela se abrió y volvió a cerrarse. El motor rugió y giraron las ruedas traseras. Al pasar, le salpicó, como un castigo, manchándole la pernera derecha de fango y nieve, pero ya estaba empapado, de modo que le daba igual. Se acordó de la cremallera atascada.

—Taxi —murmuró, al echársele encima un vehículo ocupado, que había salido de pronto de la oscuridad.

Durante los días siguientes, agobiado por un tremendo resfriado, Adam esperó la embestida de Longwood. El viejo podía, de bastantes maneras, destruirle. Pero, dos días después de la catástrofe a la entrada del hotel, Meomartino le paró en la sala de cirujanos.

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