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Authors: Don Winslow

Tags: #Intriga, Policíaco

El Club del Amanecer (7 page)

BOOK: El Club del Amanecer
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Pacific Beach comenzó como una ciudad universitaria.

Allá por 1887, a los especuladores inmobiliarios que habían comprado aquel tramo de tierra yerma —en aquel entonces el trayecto en carruaje desde la ciudad se hacía largo— y trataban de encontrar la forma de atraer a la gente se les ocurrió la idea de la enseñanza superior, de modo que levantaron la Facultad de Letras de San Diego. Aquello ocurrió durante el gran
boom
de finales de la década de 1880, cuando los ferrocarriles cobraban seis dólares por viajar desde Nebraska, Minnesota y Wisconsin y los habitantes de la región central de Estados Unidos acudieron en masa a San Diego a aprovechar la patata caliente de la propiedad inmobiliaria.

Las cosas prosperaron en Pacific Beach durante el primer par de años. Se prolongó el ferrocarril desde el centro de la ciudad, de modo que los urbanitas pudieran ir a jugar a orillas del mar, y los nuevos peregrinos vivían en tiendas en la playa mientras les construían sus casitas de chocolate en terrenos cuyo valor a veces se duplicaba de la mañana al mediodía. Apareció un periódico semanal, financiado en su mayor parte por anuncios inmobiliarios. Se construyó junto a la playa el American Driving Park —donde actualmente se levantan The Sundowner y la oficina de Boone— y Wyatt Earp, huyendo de una acusación de asesinato en Arizona, llevaba a sus caballos a correr allí.

Todo anduvo bien durante alrededor de un año, hasta que el boom pinchó. En un solo día, unos terrenos que habían llegado a valer centenares no encontraban comprador por veinticinco dólares, la Facultad de Letras de San Diego cerró sus puertas y el American Driving Park fue cediendo poco a poco al aire salobre, el sol ardiente y el penoso abandono.

Wyatt Earp se marchó a Los Ángeles.

Unos cuantos propietarios convencidos no quisieron dar el brazo a torcer, conservaron sus terrenos y levantaron casitas, algunas de las cuales se aferran aún a la vida en medio de los hoteles y los complejos residenciales que se alinean como fortalezas a lo largo del Ocean Boulevard. Sin embargo, la mayor parte de Pacific Beach fue decayendo poco a poco.

Pues bien, aunque sea una perogrullada: si Dios te da limones…

Plantas limoneros.

Como a los promotores de Pacific Beach les quedaba poca cosa más que la tierra y el sol, los aprovecharon para plantar limoneros y allá por el cambio de siglo la comunidad se proclamaba «la capital limonera del mundo». Fue bien durante un tiempo. En los llanos que actualmente ocupan hileras de casas había entonces hileras de árboles cítricos, hasta que, gracias a las bajas tarifas de los barcos de vapor y a la relajación de las leyes de importación, Sicilia la sustituyó como «capital limonera del mundo». A partir de entonces, los limoneros de Pacific Beach dejaron de valer siquiera el agua que hacía falta para regarlos y la comunidad tuvo que reanudar la búsqueda de su identidad.

La encontró gracias a Earl Taylor. Earl llegó de Kansas en 1923 y se puso a comprar tierras. Levantó la vieja Dunaway Drugstore —la actual se encuentra en la esquina de Cass y Garnet, una manzana al este de donde Boone tiene su oficina— y después emprendió varios negocios más.

Entonces conoció a Earnest Pickering y los dos se confabularon para construir el Embarcadero de Recreo de Pickering.

Pues sí: un embarcadero de recreo.

Justo donde acaba la actual avenida Garnet, el embarcadero se adentraba en el mar, pero allí no atracaban los barcos, sino que era un muelle…, pues eso…, de recreo. Tema un paseo central con todo tipo de juegos de feria y una gran variedad de comida barata, además de una sala de baile con una pista con suelo de corcho y todo.

El embarcadero se inauguró el 4 de julio de 1927, con banderas, fanfarria y fuegos artificiales, y fue todo un éxito. ¿Por qué no? Era una idea maravillosamente simple y hedonista: combinar la belleza del océano y la playa con mujeres en «traje de baño», comida basura y después los placeres nocturnos de los «locos años veinte», como la bebida ilegal, el
jazz
y el baile, seguidos de polvos en los hoteles de la playa que surgieron en torno al muelle.

Todo iba bien, salvo que Earl y Earnest se olvidaron de proteger con creosota los pilotes que sostenían el embarcadero y los «parásitos que se transmiten por el agua» empezaron a comérselos. (Según las almas poco caritativas, los parásitos que se transmiten por el agua —es decir, los forofos del surf— infestan aún Pacific Beach.) El Embarcadero de Recreo de Pickering empezó a caerse a pedazos en el mar y, un año después de su inauguración, hubo que clausurarlo por motivos de seguridad. Se había acabado la fiesta.

Y así fue, realmente, porque, con la magnífica sincronización de Pacific Beach, la ciudad había cobrado nuevo ímpetu justo antes de la gran depresión.

Se volvieron a levantar las tiendas de campaña, pero la depresión no fue tan grave en San Diego como en muchas otras partes del país, porque la base naval que estaba en el puerto amortiguó el desempleo. Además, a muchos les gustaba Pacific Beach en aquella época precisamente por lo que no tenía: demasiada gente, demasiadas casas, demasiado tráfico. Les gustaba justamente porque era una ciudad pequeña, cordial y aletargada, con uno de los mejores tramos de playa de los Estados Unidos, y la playa era gratuita y accesible a todo el mundo y no había hoteles ni complejos residenciales ni caminos privados.

Lo que cambió Pacific Beach para siempre fue una nariz.

Para ser precisos, fue la nariz sensible de Dorothy Fleet.

En 1935, su esposo, Reuben, era propietario de una empresa llamada Consolidated Aircraft, que tenía un contrato con el gobierno de Estados Unidos para diseñar y construir hidroaviones. Lo malo era que la empresa tenía su sede en Buffalo y era difícil hacer aterrizar hidroaviones en agua que solía estar congelada, de modo que Reuben decidió trasladar la empresa a la cálida y soleada California y pidió a su esposa, Dorothy, que eligiera entre San Diego y Long Beach. A Dorothy no le gustaba Long Beach, porque quedaba cerca de los pozos de petróleo y «olía mal», de modo que eligió San Diego, y Fleet construyó la fábrica en un lugar cercano al aeropuerto, donde él y sus ochocientos empleados sacaron el gran PBY Catalina.

Los aviones tuvieron mucho que ver con la creación de la Pacific Beach moderna, porque, después de que los bombarderos japoneses atacaran Pearl Harbor, la fábrica de Consolidated se puso a trabajar a toda máquina. Enfrentado de pronto a la tarea de producir miles de PBY, además del nuevo bombardero B-24, Fleet importó a millares de trabajadores: quince mil a principios de 1942, que llegaron a ser cuarenta y cinco mil al finalizar la guerra. Trabajando veinticuatro horas al día los siete días de la semana, sacaron treinta y tres mil aviones durante la guerra.

Los operarios tenían que alojarse en alguna parte, de modo que las cercanas planicies vacías de Pacific Beach se convirtieron en el lugar perfecto para levantar viviendas rápidas y baratas.

Y la cuestión no se limitó a Consolidated Aircraft, porque San Diego llegó a ser el cuartel general de la Flota del Pacífico y entre las bases navales en torno al puerto de San Diego y las bases de adiestramiento de la infantería de marina en Elliott y Pendleton, cerca de Oceanside, toda la zona se convirtió en un puesto militar. La población de la ciudad aumentó de golpe de doscientos mil en 1941 a medio millón en 1943. El gobierno construyó unos cuantos complejos de viviendas subvencionadas en Pacific Beach —Bayview Terrace, Los Altos, Cyanne— y muchos de los hombres y mujeres que fueron a vivir en ellos por un tiempo no se marcharon jamás. Un montón de marineros e infantes de marina destacados en San Diego a su paso hacia y desde el frente del Pacífico decidieron regresar y empezar allí una nueva vida.

Buena parte de Pacific Beach, sobre todo el interior alejado de la playa, conserva todavía aquella mentalidad obrera y militar —a diferencia de su vecina del norte, La Jolla, que es más pija— y una ética ferozmente igualitaria, como vestigio de aquella época, durante la guerra, en la que compartían la vida, las cartillas de racionamiento y las fiestas en el patio de atrás. A los habitantes de PB, famosos por su informalidad, no les importa en absoluto que dos de sus calles principales tengan el nombre mal escrito: Felspar debería ser Feldspar [feldespato] y Hornblend debería ser Hornblende [hornblenda], pero —si es que se dan cuenta— les da igual. (Así le fue a la Facultad de Letras de San Diego.) Aparentemente, nadie sabe por qué a las principales calles orientadas de este a oeste les pusieron nombres de piedras preciosas, a menos que con eso se pretendiera sugerir que PB era la gema de la costa oeste. Además, uno distingue a un residente en PB por la manera en que pronuncia el nombre de la avenida Garnet. Si lo dice correctamente —«Garnet»—, uno se da cuenta enseguida de que no es de allí, porque todos los locales lo pronuncian mal: dicen «Garnette».

De todos modos, si uno se dirige hacia el oeste por la avenida Garnet —sea cual fuere la pronunciación que use—, acaba topándose con el viejo Embarcadero de Recreo de Pickering, rebautizado con el nombre de Muelle de Cristal, otro monumento histórico de PB que revivió gracias a los PBY y los B-24. El paseo central ha desaparecido, al igual que la sala de baile: han sido sustituidos por casitas blancas con persianas azules, alineadas en el extremo septentrional y el meridional del embarcadero, que después dejan paso al espacio abierto para los pescadores, algunos de los cuales de vez en cuando ensartan a un surfista cuando intenta disparar contra los pilotes.

De todos modos, el concepto de «recreo» subsiste.

Pacific Beach es la única playa de California en la que todavía se pueden beber bebidas alcohólicas en la arena. Entre el mediodía y las ocho de la tarde, se le puede dar a la botella en la playa y, por tal motivo, PB había llegado a ser la población más marchosa de Estados Unidos, en la categoría de playas. Siempre hay alguna juerga: en la playa, en la tarima del paseo marítimo, en los bares y los clubes que flanquean la avenida Garnet entre Mission e Ingraham…

Están Moondoggies, el PB Bar & Grill, el Tavern, el Typhoon Saloon y, desde luego, The Sundowner. Las noches de los fines de semana —o cualquier noche en verano, primavera u otoño—, Carnet se llena de montones de jóvenes, muchos locales y bastantes turistas que han oído hablar de la marcha en Alemania, Italia, Inglaterra, Irlanda, Japón y Australia. Allí se celebra una asamblea general de las naciones unidas borrachas y cachondas y es probable que los camareros de Garnet hayan contribuido más a la paz mundial que cualquier embajador que haya aparcado jamás en doble fila a la entrada de Tiffany’s.

Lo malo es que en los últimos años se ha introducido sigilosamente un elemento diferente, a medida que las pandillas procedentes de otras zonas de la ciudad se han ido acercando a la vida nocturna de PB, y han empezado a producirse peleas en los clubes y en la calle.

«Es una lástima —piensa Boone, al pasar frente a la hilera de clubes nocturnos y bares— que el ambiente tranquilo y relajado de los surfistas esté cediendo paso a la furia desencadenada por el alcohol y las pandillas y que un altercado en un bar se traslade al exterior y se convierta en una pelea. Resulta extraño: donde antes había carteles que anunciaban “sin camisa”, “sin zapatos”, “sin cobertura” —hasta se podría haber añadido “y sin ley”—, ahora aparecen carteles a la entrada de los clubes que prohíben los colores, los sombreros, las sudaderas con capucha y cualquier otra prenda de vestir que se identifique con alguna pandilla.»

Pacific Beach está cobrando fama de sórdida y casi de peligrosa y el negocio del turismo familiar empieza a trasladarse a Mission Beach o, más al norte, a Del Mar, de modo que PB queda para los jóvenes que viajan solos o en grupos, para los aficionados a la priva y para los pandilleros. ¡Qué putada!

A Boone nunca le han gustado los cambios y este menos, sin duda, pero Pacific Beach ha cambiado, incluso desde la época en que Boone estaba creciendo allí. La vio estallar en la década de 1980 con Reagan. Cien años después de su primer boom inmobiliario auténtico, en PB se produjo otro, aunque entonces no se trató de montones de terreno para construir casitas de una sola planta, sino que fueron los complejos residenciales y los grandes hoteles los que se llevaron por delante las casitas y las convirtieron en recuerdos y privaron a los pocos supervivientes de la luz del sol y la vista al mar. Con los bloques de pisos llegaron las grandes cadenas de tiendas, de modo que buena parte de Pacific Beach se parece mucho a cualquier otro lugar y los negocios pequeños que le proporcionaban encanto —como The Sundowner y la cafetería Koana— ahora son excepcionales.

Además, los precios han seguido subiendo, hasta el punto de que el trabajador medio, los hombres o las mujeres que construyeron la ciudad, no pueden siquiera pensar en comprar nada cerca de la playa y los precios del mercado no tardarán en quedar fuera de su alcance por completo, con lo cual la zona que está frente a la playa amenaza con transformarse en la extraña dicotomía de un gueto para ricos, en el cual estos se encierren en sus casas por la noche, cuando toman las calles los turistas curdelas y las pandillas depredadoras.

Boone conduce hacia el este por Garnet; pasa delante de todos los clubes y los bares; atraviesa la zona de las cafeterías, los restaurantes exóticos, los salones de tatuajes, los tugurios en los que leen las manos, las tiendas de ropa de segunda mano y los restaurantes de comida rápida, y penetra en el barrio mayoritariamente residencial de los llanos. Atraviesa la número 5, donde Garnet se convierte en la avenida Balboa, y se detiene en el aparcamiento de los taxis Triple A.

A la vuelta de la esquina estaba la vieja fábrica de Consolidated Aircraft, donde Reuben Fleet ganó la guerra y Pacific Beach se perdió.

Capítulo 18

La oficina de taxis es un edificio pequeño, hecho con tablas de madera que fueron blancas y ahora necesitan una mano de pintura. Una mampara metálica de protección está abierta y deja ver el logotipo de la empresa pintado en rojo descolorido sobre la ventana principal. A la izquierda hay un taller mecánico, donde tienen un taxi sobre unas rampas. Otra media docena de taxis están diseminados al azar por todo el aparcamiento.

—Espera en la camioneta, ¿vale? —dice Boone mientras apaga el motor.

—¿Y por qué motivo tengo que arriesgarme a pillar la hepatitis C? —pregunta Petra.

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