El club de los viernes se reúne de nuevo (46 page)

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Authors: Kate Jacobs

Tags: #Drama

BOOK: El club de los viernes se reúne de nuevo
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Sólo era cuestión de tiempo.

Capítulo 32

—¡Que deseara vender la tienda no significa que quisiera que desapareciese! —gritó Dakota mientras hacían el equipaje.

Ya en el avión, no se molestó en ocultar sus lágrimas. El fin de semana de asueto y celebraciones finalizó para Catherine, James, Dakota y Marty al recibir la llamada de Peri: un mar de agua procedente de su apartamento se había filtrado por las paredes y el techo de la tienda y mojó la lana y los bolsos.

—El suelo está cubierto por una capa de agua —explicó Peri—. Creo que el grifo estuvo abierto durante unas seis horas, posiblemente más.

No parecía justo, ni mucho menos: dedicaba gran parte de su tiempo a cuidar de la tienda, y cuando al fin disfrutaba de una noche libre...

El grupo apenas tuvo tiempo para dar las gracias a Roberto y a Marco antes de salir a toda prisa hacia el aeropuerto.

—No ha desaparecido exactamente —terció Catherine—. Sólo está un poco mojada. Muy mojada —precisó, aun cuando no sabía lo que iban a encontrarse al regresar a su querida tienda de punto de la calle Setenta y siete con Broadway.

—No entiendo cómo puede ser que la madre de Lucie se dejara el grifo abierto —comentó Dakota—. No tiene sentido.

—Lo sé —repuso Catherine, que rodeó a la joven con el brazo—. Parece ser que el desastre no se limita a unas paredes y unas cañerías.

No dijo más; sabía que los hermanos de Lucie iban a llevar a Rosie al médico a Nueva York el lunes. Lucie se quedó anonadada al enterarse del incidente y se vio obligada a afrontar algunas verdades difíciles respecto a su madre.

No se entretuvieron yendo a sus respectivas casas, sino que tomaron dos taxis —no pudieron meter todo el equipaje de Catherine en uno solo— y se dirigieron directamente a la tienda. Visto desde fuera, todo parecía estar bien: el letrero estaba en la alta ventana, el horario se veía con claridad. Era lunes, el día que normalmente la tienda cerraba. Y cerrada estaba. Cuando llegaron, Peri calzaba botas y llevaba guantes de goma y se desplazaba por una capa de agua estancada que parecía sucia, en tanto que una bomba de sumidero funcionaba en un rincón. K.C. trataba de disponer la lana en hileras de madejas para que se secara, o hacía un inventario de lo que se había estropeado anotándolo en una tablilla con sujetapapeles, calzada también con botas. Darwin estaba atareada llamando por teléfono a los de mantenimiento al tiempo que intentaba secar documentos comerciales con un secador de pelo. En todas las paredes de la tienda había manchas oscuras de agua, que dejaban en ellas unos ruedos parduzcos. La pared en que se exponían los bolsos estaba más afectada que las demás; en muchos sitios, los estantes de acrílico transparente se habían soltado, mientras que otros flotaban en capas de agua poco profundas. La mayor parte de los bolsos —sobre todo las fundas de ordenador más nuevas que había hecho Peri— parecían estar mojados, manchados o hinchados. Aparecían amontonados en lo alto de la mesa central, envueltos con capas de toallas rayadas, esperando.

James, Catherine, Marty y Dakota subieron las escaleras de dos en dos y se quedaron en la puerta vacilando, boquiabiertos. Todo el duro trabajo de Peri, sus reformas, sus bolsos, sus años de cuidar de la tienda de Georgia, estaban chorreando. Bañados en agua del grifo por cortesía de la madre de Lucie, Rosie.

—¿Qué vamos a hacer? —gimió Peri al verlos.

Pero nadie tenía la respuesta.

—¡Oh, Dakota! —susurró luego Peri, en cuyos ojos hinchados resultaban claramente visibles el agotamiento y el disgusto—. ¿Qué le ha pasado a nuestra tienda?

Al oírla, Catherine y James, que habían quedado igual de mudos que Dakota, quien había sido incapaz de mantener la compostura durante el vuelo desde Roma, se metieron en el agua entonces fría y abrazaron a una llorosa Peri.

Anita llamaba a Marty cada pocas horas para saber cómo iban las cosas en la querida tienda de Georgia. Ella no pudo tomar el vuelo, debido a su fobia. Y, por otra parte, era el momento de sentarse con su hermana y escuchar todos los detalles que se había perdido durante cuarenta años. De decirle cuánto sentía que hubiera perdido a una hija igual que ella perdió a Georgia y llorar la muerte de una sobrina a la que nunca pudo conocer, la madre de Roberto y Allegra. Y de volver a conocerse con Roberto, ya no sólo como el simpático novio de Dakota sino como su propio sobrino-nieto. Cuando sólo había estado buscando a Sarah, se encontró con una familia entera que la esperaba. Personas relacionadas con ella, aguardándola. Gracias al club de punto de los viernes por la noche. Fue una casualidad, por supuesto. Pero también podía ser que no lo fuera, pensó Anita. Quizá hubiese habido un poco de orientación por parte de Georgia. Al fin y al cabo, empezando por el trabajo de Lucie, pasando por la conexión de Catherine con el vino y hasta la tarea de James en el hotel... todo había encajado en su sitio. Y los llevó hasta allí. A Italia, la una hacia la otra.

—Al principio fui a Inglaterra —explicó Sarah—. Envié la postal y me figuré que irías a buscarme. Pero no lo hiciste.

Anita bajó la mirada y se ruborizó. Ya tendría ocasión de explicar sus acciones y pedir comprensión, pero entonces era la oportunidad de Sarah.

—Me cambié el apellido hace mucho tiempo. Pensé que si me habían dejado de lado, por qué no iba a hacerlo yo.

—No encontramos constancia de ello —señaló Anita—. Buscamos por toda Europa...

Sarah miró a su hermana con aire pensativo.

—Anita —le dijo—, me cambié el apellido en Nueva York.

Anita se quedó asombrada. Nunca se le había ocurrido buscar registros de su hermana en su propia ciudad.


Tras el cambio, me marché a Inglaterra —continuó explicando Sarah—, Estuve en países distintos a lo largo de los años, hasta que conocí a un guapo italiano cuando estaba trabajando de camarera. Era un hombre muy apuesto, dulce, y me dio un hogar y una familia.

—Todo —murmuró Anita—. Todo lo que yo te quité.

—Nuestra única hija se casó con Marco hace más de veinte años y fue una época maravillosa. He pasado muchas temporadas aquí, en la villa, desde entonces. Incluso después de que nuestra hija falleciera y tuviéramos que seguir adelante sin ella.

—¿Y tu marido? —preguntó Anita.

—De hecho, está en casa —respondió Sarah—. Probablemente dormido en su silla. Roberto no logró convencerlo de lo interesante de conocer a la cantante Isabella.

—Estoy atónita. Pero no entiendo por qué siempre mandabas esas postales en blanco.

—¡Vaya! ¿No es evidente, Anita? Sencillamente, me sentía mejor creyendo que todavía tenía relación contigo —le aclaró Sarah—. Pero estamos ya muy mayores. La última la envié desde el pueblo; prácticamente era un indicador de ruta. Una fotografía de la famosa Fiesta de las Camelias.

Anita recordó vagamente que Catherine había mencionado algo sobre unas flores en la postal. La pista había estado allí desde el principio.

—De todos modos, al no saber nada de ti, pensé que eso ya era una respuesta de por sí. O algo peor.

Anita se inclinó hacia delante y se río tontamente.

—Lo sé. Yo también pensé que habrías muerto —confesó con una sonrisa de alivio en su rostro que duró unos momentos. A continuación se puso seria—. No parece justo que la gente no esté aquí para siempre, ¿sabes? Sí, porque cuando las cosas van bien es estupendo.

—Y cuando van mal... —Sarah dejó que se le fuera apagando la voz—. Perdí la oportunidad de estar con papá y mamá, por supuesto.

—Lo sé —repuso Anita, que deseaba no haber tenido que hablar de aquel delicado tema. De las personas que ya no estaban—. Mi decisión precipitada te despojó de todo ello.

—Y los chicos... —comentó Sarah—. Mi hija no conoció a sus primos. ¡Nathan fue siempre tan severo!

—Continúa siendo obstinado —murmuró Anita—. En ese sentido es como yo. Parece creer que lleva el peso del universo en sus hombros. Que tiene que hacer de árbitro con todo el mundo.

—¿Sigues haciendo punto?

—Sí —contestó Anita con una sonrisa—. Quizá podrías ayudarme a terminar mi abrigo de novia. Así, Marty no tendrá que esperar eternamente la ceremonia.

—Por supuesto. Y yo estaré presente en ella. Pero tenemos que ponernos al día de muchas cosas, Anita. Ya no soy una jovencita. No vamos a asumir los viejos papeles, ¿sabes? No puedes aparecer en Italia después de cuarenta años y empezar a decirme lo que tengo que hacer.

—Lo sé.

Ésa fue su respuesta, pero en el fondo no lo sabía, la verdad. Había pasado meses mirando las fotografías de su primera boda y aquella niña de las flores tan mona, y no era tan tonta como para no darse cuenta de que no estaba del todo preparada para descubrir que Sarah tenía el cabello cano. Que había envejecido también, que el tiempo no la había congelado en el espacio esperando a que ella estuviera dispuesta a pedir perdón.

A veces, obtener lo que buscas sólo te reporta más preguntas aún. Pero ahora, al fin, estaban listas para buscar las respuestas. Las dos juntas.

Hacían escapadas para ir a buscar café. Para traer fregonas. A comprar toallas de papel, de tela y bolsas de basura. Y en busca de pañuelos para enjugarse las lágrimas.

La tienda era el legado de su madre. El lugar en el que más había parecido ser totalmente ella misma. La fotografía de Georgia y Dakota —la toma de la película de Lucie— seguía colgada de la pared y a su alrededor la pintura seca se había desconchado, detrás del lugar donde antes estaba la caja registradora.

Al principio, Dakota se enojó con Rosie. Con Peri.

—¿Cómo pudo dejarle utilizar el baño de esa manera? —Fue una de las preguntas furiosas que Dakota espetó a Catherine en el avión.

Tenía toda clase de improperios que quería dirigir a Lucie, exigencias y acusaciones. Luego pensó en Ginger, en la pequeña Ginger, nacida el día en que Georgia murió. La nieta de Rosie. Y pensó en lo triste que iba a ser para todas ellas ver cómo Rosie envejecía. Adaptarse. No saber qué hacer para mejorar las cosas.

—No lo hizo a propósito.

Eso era lo que Darwin había comprendido y expuso al poco de su llegada, anticipándose a la pregunta, cuando habían ido a toda prisa a comprarse también unos guantes de goma para ponerse a limpiar. Resultaba más fácil echarle la culpa a alguien, por supuesto, pero eso no iba a devolverles la tienda. La tienda había desaparecido: algunos pedazos del techo se desprendieron, cayeron al suelo y se mezclaron con las existencias, echándolo todo a perder.

Lo que Dakota quería era ordenar a todo el mundo que se fuera de allí. «¡Marchaos, marchaos!», quería gritar, para poder sentarse en el mostrador junto a la caja y pasar un tiempo —todo el día, o semanas enteras, ¿quién sabe?— asimilando lo sucedido. Cerrar los ojos y recorrer la tienda mentalmente, viéndola tal como había sido cuando ella era pequeña y con el aspecto que tuvo después de las reformas de Peri. Quería hacerla volver. Quería hacerlo volver todo. Deshacer todas las cosas malas. Habría renunciado a todo lo bueno para que así fuera: a Roberto, al verano en Italia, incluso al viaje de dos semanas cuando conoció a la bisabuela por primera vez. Habían ocurrido demasiadas cosas. Había mucho que asimilar.

Negociaría. ¿Con quién? ¿Con Dios?

«Sólo quiero...» Así empezaba todas las frases. «Sólo quiero que la tienda vuelva a ser tal y como la dejé. Sólo quiero que la tienda sea tal como era cuando yo era niña. Sólo quiero que mi madre siga viva y que todo sea tal como era antes.»

—¿Por qué? —gritaba Dakota de vez en cuando mientras limpiaba, y el resto de la pandilla, sumidos todos en sus propios pensamientos, la dejaban con sus arrebatos.

Todo parecía muy injusto. Ellas afrontaban toda esa pérdida, y Anita estaba volviendo a conectar con Sarah en Cara Mia.

Dakota sabía que debería alegrarse por Anita, por supuesto. Ella adoraba a Anita, que respondía a todas sus llamadas y a sus mensajes de texto, escuchaba sus preocupaciones, la ayudaba a resolver problemas. ¡Pero no era justo! ¿Por qué Anita tuvo que encontrar a Sarah? ¿Por qué tenía tanta suerte? ¿Quién no querría que un ser querido regresara de entre los muertos, por así decirlo?

Dakota también quería más oportunidades. Más tiempo para estar con su madre. Volver atrás y disculparse por todos los momentos en que se había pasado de lista, y quizá incluso darle las gracias por trabajar en la tienda, porque Dakota se había dado cuenta de que nunca lo apreció lo suficiente. ¿Qué iba a hacer con los trozos de techo que se caían y los tablones del suelo que cedían? ¿Qué iba a hacer con los bolsos de Peri amontonados sobre la mesa, con K.C., que no paraba de subir y bajar por las escaleras intentando salvar lo que pudiera, con Catherine que limpiaba y limpiaba sin que al parecer sirviese de nada —Dakota estaba convencida de que no sabía utilizar el mocho pero que no quería privarse de la sensación de que estaba haciendo algo, cualquier cosa, para contener aquel desastre— y con el hecho de que por lo visto James no pudiera parar de caminar junto a las paredes de la tienda, alargando la mano para tocar la pintura desconchada mientras intentaba aferrarse a Georgia?

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