—No sé qué decir.
—Somos más parecidos de lo que quizá puedas pensar —afirmó Anita—. Y en muchos sentidos, tú fuiste mucho más valiente de lo que yo lo he sido nunca. No me parece extraño que estés afligido por Georgia, James. Yo sigo echando de menos a Stan y también quiero a Marty. No es un grifo que puedas cerrar y ya está.
—¿Y tu hermana?
—Sarah. —Anita se hizo con otra servilleta—. Tenía el cabello rizado y rebelde. Oscuro. El día que vi a Georgia sentada en el parque llorando pensé, «quizá sea Sarah». Eso me hizo acercarme a ella con su labor de punto. Pero era una fantasía, por supuesto. Sarah hubiera tenido casi cincuenta años cuando conocí a Georgia. La mente, que te juega malas pasadas. Y en este caso tuve suerte de que así fuera. ¿Te das cuenta? Acciones y reacciones. Posibilidades.
—No lo sabía.
—Pues claro que no —repuso ella, que se dio unas palmaditas en las mejillas y suavizó el semblante—. Normalmente no vamos por ahí revelando nuestras vergüenzas secretas. Pero, a veces, nos vemos agraciados con la conciencia suficiente para aprender de ellas. Marty y yo vamos a buscarla, James. Y entonces traeremos a mi hermana a casa y tendremos nuestra maravillosa boda. Todos nosotros, juntos.
En el piso de arriba, las chicas se estaban poniendo manos a la obra con el serio tema de comerse los muffins de manzana y sirope de arce y los biscotti bañados en chocolate que Dakota había preparado de prueba. Estuvo casi toda la noche levantada haciendo dulces, intentando calmar su estrés.
—Casi se me olvida. También he traído «chispas» de jengibre —anunció. Aquellas galletas blandas de jengibre eran las preferidas de la hija de Lucie, a quien le encantaba no sólo la textura masticable de la golosina sino también su nombre.
—Hablando de lo que tiene que ver con Ginger —dijo Lucie—, estuve buscando a su padre.
Luego, tragó un bocado de
muffin
y, sin ni siquiera darse cuenta, metió la mano en el Tupperware y sacó otro. Sólo quería guardárselo para luego.
—Eso es algo inesperado —comentó Peri mientras mordisqueaba con aire pensativo.
—Sí —admitió Lucie—. Pero me resultó fácil encontrarlo. Ya no trabaja en Sloan-Kettering, sino en una empresa farmacéutica en Connecticut.
—¿Encontraste su dirección? —inquirió Peri.
—La de su correo electrónico y la de su domicilio. En un santiamén —respondió Lucie—. Y luego consulté cuánto costaba su casa.
—¡Caramba! —exclamó K.C—. Vas en serio, señora.
Lucie interrumpió la pasada que estaba tejiendo para reflexionar.
—No lo sé. ¿Voy en serio? Ya hace varios días y no he llamado.
—Entonces, ¿cinco años no son nada pero resulta que tres días te parecen mucho tiempo? —preguntó Peri.
—Y ahora sé que Ginger tiene un hermanito y otro de camino —añadió Lucie sin contestar a la pregunta de Peri.
—¿Cómo lo sabes?
—La gente cuelga fotografías en la red. Encontré las que había puesto él mismo e incluso encontré unas en Flickr de cuando asistieron a la boda de un amigo.
—¿Cuántas horas al día te pasas con eso? —terció Dakota, que escuchaba la charla sólo a medias porque estaba pensando en si Anita podría obrar su magia con James.
—Está claro que demasiadas —intervino Darwin—. Creo que deberías hablar con un terapeuta antes de tomar decisiones precipitadas basadas en búsquedas por Google de madrugada.
—Tal vez —repuso Lucie—. Pero me he estado preguntando si debería cambiar eso. Mandarle una de esas cartas tipo «Querido donante de esperma».
—Ésas son para los hombres que cobraron por su material genético, querida —terció K.C.—. Tú eres más de la tradicional demanda por paternidad, pendiente de ocurrir en cualquier momento.
—Oh, no. No tenía pensado demandarle para obtener la manutención de la niña. Eso no me parece justo.
—¿Lo obligaste a mantener relaciones sexuales sin protección?
Lucie se rió.
—No, fue cómplice de buen grado.
—En tal caso, amigas, tenemos un ganador —dijo K.C.—. Puedes ir tras él si quieres. Tú lo derramas, tú lo pagas. Así funciona el sistema.
—Mi intención no es ésa, K.C. —replicó Lucie—. No estoy buscando un cheque con una paga, puedo hacerme cargo de las dos perfectamente.
—¿Pues qué, entonces? —preguntó K.C, que siempre había sido más directa que diplomática.
—No lo sé —reconoció Lucie.
Llevaba días haciendo las maletas para irse a Italia, tratando de organizar sus ordenadores y sus papeles y peleándose con Ginger sobre por qué no podía llevarse más de una maleta llena de juguetes, y estaba cansada y confusa y, mientras empaquetaba las cosas, había pasado buena parte del tiempo al teléfono con Darwin, sopesando los pros y los contras de ponerse en contacto con Will. Pero seguía sin poder decidir cuál de las opciones tenía más sentido.
—Tal vez lo que ocurre es que soy rara —murmuró al fin.
—Todas tenemos a alguien en quien pensamos —saltó Catherine—. Una persona que ocupa un lugar preponderante en nuestra imaginación, tanto si fue tan estupenda como recordamos como si no.
—Como tú y Georgia —dijo Darwin—. Viniste a la tienda para encontrarla.
—¿Y sabes una cosa? Sigue siendo la persona en la que pienso —repuso Catherine—. ¿Dónde está ahora? ¿Qué está pensando? ¿Puede oír mis pensamientos?
—Yo también pienso ese tipo de cosas —intervino Dakota.
—Yo también —dijo Peri—. Me pregunto qué le parece la pintura nueva, o qué diría cuando pido demasiado género.
—No hay duda de que me hubiera impedido que fumase —dijo K.C.—. Ya está. Ya he confesado. Soy fumadora empedernida. Una chimenea.
—No creo que hubiese podido evitar que fumaras —observó Dakota meneando la cabeza.
—Yo tampoco lo creo, pequeña —K.C. se rió—. Soy una causa perdida. Sin embargo, siendo tan fenomenal como era Georgia, nos daría una patada en el trasero por pasar demasiado tiempo de nuestras vidas aferradas a lo mismo. Lo digo tal como lo veo.
—De todos modos, le gustaría ser recordada —dijo Darwin.
—Sin duda —coincidió K.C.—. Tenía amor propio hasta contestando al teléfono. Y a la tienda podía haberla llamado simplemente «Aquí se vende un buen puñado de lana», pero puso su nombre en la puerta. Era orgullosa, y con razón.
—Pero no la recreemos demasiado, ¿vale?
—¿Recrearla? ¡Qué dices! —exclamó K.C.—. ¿No crees que Georgia ya tiene bastante con intentar conseguir que James dé permiso a Dakota para ir a Italia? El resto de nosotras podríamos darle un respiro, dejar que pase más tiempo yendo al balneario o lo que sea que ocurra más allá.
—¿De verdad piensas que quiere que vaya a Italia, K.C?
—Sin duda alguna, pequeña Walker —respondió K.C—, puesto que James nunca había venido a una reunión y le pidió a Anita que hablara con él... esto tiene que ser un claro indicio de que algo pasa.
Alargó los brazos por el centro del grupo para realizar una captura múltiple y enganchó tanto un
muffin
de manzana y sirope de arce como un
biscotto.
K.C. dio un bocado y le guiñó el ojo a Dakota, que fruncía el ceño, concentrada, deseando poder oír la conversación que se desarrollaba en el piso de abajo.
—Muy bien, tema nuevo, ¿de acuerdo? —dijo Dakota—. Dime, Catherine, ¿qué hay en esa bolsa? —preguntó mientras señalaba una bolsa compacta de una tienda que Catherine llevó consigo a la reunión.
—¿La Petite Nuit? —comentó K.C.—. ¿No es esa tiendecita de lencería picante que hay en la esquina?
—No sé cómo ninguna de vosotras puede pensar siquiera en el sexo —manifestó Darwin—. Yo no voy a entrar otra vez en eso nunca más.
—Dentro de uno o dos meses, cariño, todo regresará a la normalidad —la tranquilizó Lucie—. Pero mientras tanto, comparte algunos detalles. Porque no hay duda de que una no trae una compra de lencería al club de punto de los viernes si no tiene intención de que le preguntemos por ello. ¿Tengo razón?
—Claro que sí, tienes razón —secundó K.C—. Cuenta, ¿a quién estás viendo?
—A alguien —contestó Catherine, que no pudo evitar una sonrisa.
—¿A alguien que conocemos? —insistió K.C.
—A alguien que algunas de vosotras conocéis, pero a quien todas habéis visto.
—James —afirmó K.C. con un dejo de triunfo en su voz—. James y tú estáis enamorados. No me preguntes cómo lo sé. Soy muy perspicaz para estas cosas.
—¿Qué? —Dakota se volvió a mirar a Catherine—. ¿Es eso cierto?
—De ninguna manera —negó Catherine.
—Vale, vale —dijo K.C. agitando las manos como para acallar un aplauso inexistente—. Te diré cómo lo sé. El mes pasado os vi cenando juntos y estabais tan monos allí sentados, tan absortos y haciendo caso omiso de la camarera...
—¿Qué? —Dakota se volvió de nuevo hacia Catherine—. ¿Y eso es verdad?
—Bueno, sí, pero no tal como lo está contando. Sólo somos... amigos.
—¡Como si se pudiera ser sólo amiga de un hombre tan atractivo como James Foster! —gritó Peri—. ¿Sabéis? A mí me gustaría encontrar a un chico. Tengo casi treinta años y la cosa está bastante cruda. Para ser totalmente sincera me gustaría encontrar a un hombre de color. Pero, por lo visto todos los buenos van detrás de mujeres como tú.
—Tienes unos veinte años menos que mi padre —espetó Dakota a Peri—, con lo cual, lo que dices es absolutamente asqueroso. Y tú eres una de mis mejores amigas, lo cual aún es peor, Catherine.
—Yo no he hecho nada —replicó Catherine alzando la voz—. No compré este modelito sexy para James, eso os lo aseguro, y James y yo no tenemos que daros explicaciones por el hecho de que comamos juntos de vez en cuando. A propósito, si espiar no va contra la ley, K.C., debería...
Lucie y Darwin se estaban preparando para arbitrar cuando Anita regresó a la tienda, un poco sofocada tras haber subido las escaleras a la carrera. Estaba tan entusiasmada por compartir sus noticias que no percibió la tensión que reinaba en la estancia.
—Muy bien, chicas, parece ser que es hora de dar comienzo al club de punto de los viernes por la noche: ¡Edición italiana! —Alzó las manos en el aire para pedir silencio, aunque nadie hablaba—. Dakota, tu padre ha accedido a que vayas con Lucie, pero hay algunos detalles que le gustaría que resolvierais entre los tres. Después ya te contaré más cosas.
Dakota empezó a gritar y corrió a abrazar a Anita.
—Con cuidado, querida, con cuidado —pidió la anciana—. Esta noche también quiero deciros a todas que Marty y yo hemos decidido posponer nuestros planes de boda mientras nos vamos de viaje este verano.
—¿Ocurre algo, Anita? —preguntó Peri, que estaba concentrada en tejer un bolso tan complicado como diminuto a juego con el abrigo de novia de punto de Anita.
—No —contestó Anita vacilante—. Bueno, en realidad, sí. Pero no tiene nada que ver con Marty. —Se acercó a la mesa y tomó asiento—. Tengo una hermana —empezó diciendo— y no he hablado con ella en más años de los que muchas de vosotras tenéis de vida.
—¿Dónde está? —quiso saber Dakota.
—No lo sé. De manera que dentro de poco zarparemos rumbo a Europa para intentar encontrarla.
—¿Cómo sabes que está en Europa? —inquirió ahora Dakota.
—No lo sé —reconoció Anita—. Pero tengo un presentimiento.
—Todas nos vamos de aventura —comentó Dakota, que desvió la mirada al ver el rostro de Peri—. O casi...
—Bueno, Catherine, como la organización de la boda queda en suspenso, ¡creo que ahora puedes marcharte a esos viñedos italianos sin sentimientos de culpa!
—Bueno, ya no creo que vaya. Estaba considerando hacer un viaje al sur —añadió, y miró a Anita de manera significativa; pero la anciana no pareció prestarle atención, estaba demasiado ocupada recuperando el aliento para poder seguir hablando.
—Peri, te prometo que me encargaré de que tengas dos semanas seguidas de vacaciones en septiembre, después de la marcha benéfica. Darwin, sigue haciendo lo que haces. Y K.C., tengo un plan para que puedas dejar de fumar. —Alargó la mano para tomar un
biscotto—.
¡Estoy tan aliviada y emocionada de ver cómo todo empieza a ir bien! —exclamó—. He tenido varias semanas muy estresantes. Y Catherine, te alegrará saber que puedes volver a mudarte al apartamento hasta que lo vendamos. Nathan acaba de llamarme para hacerme saber que va a volver a Atlanta. Menos mal; hoy he tenido una larga charla con él mientras comíamos y supongo que hice muchos progresos. —Sonrió encantada—. Va a intentar solucionar las cosas con su esposa.
Estás mejorando —eres más aguda, ágil y rápida—, y sin embargo, sabes lo justo para darte cuenta de lo mucho que te queda por aprender todavía. Ahora es cuando ya estás preparada para asumir riesgos. Para calcular hasta dónde quieres llegar.
No es necesario confesar todos los errores. Ni compartir todos los detalles. Era lo único que había aprendido a lo largo de su vida.
Catherine se sentía humillada por Nathan aun cuando su romance —«si es que puede llamarse así», pensó para sus adentros— sólo lo conocieran ellos dos. El rechazo siempre duele. Hubo una llamada telefónica que dejó en el buzón de voz y un correo electrónico que borró. Los detalles no importaban cuando él ya se había decidido, ¿no? Una conclusión era una conclusión. El fin.
Además, ¿qué podría contarle que Catherine no supiera ya? Él tenía una familia, ella era una aventura. Y eso la hería.