Read El clan de la loba Online
Authors: Maite Carranza
Esa tarde Anaíd la encontró contemplando el ajetreado ir y venir de grullas, abubillas, golondrinas y cigüeñas que, anunciando la llegada del otoño, emigraban hacia el sur, en ruta hacia tierras africanas.
Cornelia la recibió afectuosamente. Anaíd le recordaba a su niña. Tal vez por esa inquietante seriedad de sus retinas, tan azules como las de Julilla, tan llenas de miedo por el devenir como el miedo que se apoderó de ella el día de su iniciación.
Cornelia tenía pocas ocasiones de charlar con muchachas. Las jóvenes la rehuían por la seriedad de su aspecto. Desde la muerte de su hija vestía de negro, como hicieron sus antepasadas y las aves de su clan. Cornelia deseó acogerse a la tradición del luto porque su pena sería para siempre. Ése era el sentir de las mujeres y madres de su tierra y ella, bruja pero mortal, lo mantenía.
— Dime, ¿en qué puedo ayudarte?
Anaíd supo que Cornelia no le negaría nada.
— Quiero conocer el secreto del vuelo de las aves.
Cornelia intuyó el engaño, podía leer el apuro de la niña al formular la petición.
— ¿Lo sabe Criselda?
— Sí, claro.
— Es arriesgado.
— No me importa.
— Para iniciarte en este secreto necesito la conformidad de las matriarcas y creo que tendría que hablar primero con Criselda.
Entonces Anaíd tomó su mano y clavó sus ojos implorantes en las oscuras retinas de la negra Cornelia.
— No puedo esperar, tiene que ser ahora y en secreto.
Cornelia sintió el calor de la sangre de Anaíd en su mano. Era joven, estaba llena de vida y acarreaba una enorme responsabilidad sobre sus espaldas.
— Ayúdame, por favor. Te necesito, lo sé, y tú también lo sabes.
Cornelia lo sabía, pero intentaba eludir al destino.
— No te arriesgues, pequeña.
Pero Anaíd, con la convicción de los osados, ahondó en su intuición.
— Dime, Cornelia, ¿por qué has venido hasta aquí? ¿Por qué contemplas las aves migratorias que sobrevuelan la isla?
Cornelia no quiso pensar en la respuesta.
— ¿Y tú?
Anaíd mostró sus cartas boca arriba. Se jugaba el todo por el todo.
— Me pregunté qué debía hacer y mis pasos me trajeron hasta aquí. Al verte contemplar las aves he entendido que tú eras la señal que esperaba. Que tú me enseñarías a volar como ellas para acudir junto a Selene. Éste es el camino.
Cornelia suspiró. El destino había ido a buscarla y a involucrarla en la profecía. No podía sustraerse a su destino.
— ¿Estás preparada?
Anaíd lo estaba. Nunca lo había estado tanto.
Cornelia agitó sus negros brazos con la elegancia de un cisne y Anaíd la imitó.
— Observa un ave, la que más te guste, y siente con ella el batir de sus alas y la levedad de su cuerpo.
Anaíd fijó su mirada en la hermosa águila pescadora que se cernió veloz sobre el lago con sus alas extendidas y atrapó un lucio entre sus garras.
Cornelia siguió la mirada de Anaíd y sintió un escalofrío. Anaíd había escogido el águila, el ave rapaz más poderosa de la laguna.
— Repite conmigo el conjuro de vuelo.
Y ambas movieron sus brazos al unísono recitando el hermoso canto del ave. Sus cuerpos se tornaron livianos como plumas mientras sus brazos se transformaban en alas y, juntas, levantaron el vuelo.
Anaíd, con sus largos cabellos ondeando al viento y su rostro surcado de lágrimas, sobrevoló la laguna una y otra vez siguiendo a su nueva maestra y gozando del aprendizaje del dominio del aire.
Al ocultarse el sol, ya se aventuraba en los vuelos rasantes, se dejaba mecer por las corrientes y surcaba majestuosa los cielos.
Se despidió de Cornelia lanzando el grito del águila. Se dirigía al norte, siguiendo el camino opuesto de las rutas migratorias.
No le importaba puesto que no era un ave. Era una bruja alada.
Cornelia, al verla alejarse, le deseó suerte y por primera vez comprendió que la condena de sobrevivir a su propia hija había tenido una razón de ser.
De la mano de Anaíd había entrado en el territorio de la leyenda.
Anaíd estaba exhausta. Había volado sin descanso durante días y noches, deteniéndose tan sólo a beber pequeñísimos sorbos de agua. Su cuerpo ingrávido había adelgazado mucho. Sus ropas estaban ajadas y empapadas, sus cabellos enmarañados y su piel resquebrajada por el viento.
Al sobrevolar el campanario de Urt se llenó de añoranza. Creía que nunca más oiría sus graves campanadas.
Era más de medianoche, su casa estaba cerrada y ella necesitaba comida y ayuda. Sus alas la llevaron hasta las ventanas de la hogareña casa de Elena, donde siempre había un puchero en la cocina y una cama a punto. Bateó con fuerza contra los postigos, impaciente por descansar, por yacer sobre un colchón y saborear una sopa caliente, pero el llanto de un bebé la detuvo.
¿Estaba loca?
No podía aparecer volando ante la ventana de Elena con su apariencia de bruja alada.
Elena tenía siete hijos y un marido. A lo mejor, ocho hijos.
Anaíd descendió suavemente hasta posarse en el patio. Ahí vio la puerta entreabierta del pajar. Sus piernas no la sostenían. Llegó como pudo hasta el heno apilado junto a la yegua y se tendió desfallecida. Lentamente, muy lentamente, sus alas se transformaron de nuevo en brazos y su cuerpo fue recuperando su peso, pero el cansancio la mantuvo aletargada durante largas horas.
En su sueño, un muchacho moreno le acariciaba el rostro y humedecía sus labios con un paño húmedo. Luego posaba los labios sobre los suyos un instante, el suficiente para que Anaíd sintiese fuego en su piel y saborease el gusto anisado de su lengua.
— ¡Roc! —exclamó Anaíd sorprendida al abrir los ojos.
Roc, sintiéndose descubierto, se levantó de un salto.
— ¿Me conoces?
Anaíd rió con una risa sincera.
— De niños nos bañamos desnudos en la misma poza unos cuantos millones de veces.
Roe se descompuso. Anaíd estaba divirtiéndose de lo lindo al darse cuenta del desconcierto que le causaba. Curiosamente no sentía ni pizca de vergüenza.
— ¿Tú y yo? No, no lo recuerdo...
— Mírame bien.
Anaíd se retiró el cabello de la cara y Roe reconoció sus ojos azules. La sorpresa fue mayúscula.
— ¡Anaíd! ¿Qué te ha pasado?
Anaíd iba a responder, pero se contuvo.
— He hecho un largo viaje. Necesito comida y ropa. ¿Está tu madre?
Roe asintió y se apresuró a salir.
— ¡Espera!
El muchacho se detuvo un instante y ella se lo quedó mirando inquisitivamente.
— ¿Me has dado agua mientas dormía?
Roc asintió y bajó la mirada, pero Anaíd no dijo nada que pudiera avergonzarlo.
— Gracias.
Roc sonrió abiertamente. Tenía los ojos francos de color melaza y el cabello negro y ensortijado. Era guapo, muy guapo.
Al salir Anaíd se estremeció. ¿La había besado sin saber quién era? ¿Tan cambiada estaba?
Elena lo confirmó.
— ¿Anaíd? ¿Eres Anaíd?
Un bebé regordete y de piel sonrosada chupaba ávidamente de su pezón.
— ¿Otro niño?
— ¿A que es precioso? Es tan bonito que parece una niña y quería llamarle Rosario.
Anaíd se partió de risa.
— No le hagas eso. Te maldecirá y no sabes lo desgraciados que son los espíritus.
— No si le llamo Ros...
Ros mamaba placenteramente sin enterarse de nada. Anaíd suspiró.
— Otra vez en casa.
— Mi niña bonita, has crecido tanto... ¡Si eres más alta que yo! Esas piernas, deja que te vea, más largas que las de Selene. Y esa maraña de pelo. ¡Qué enredado! Tengo que lavártelo.
Anaíd se dejó querer.
— Hace una semana que no pruebo bocado.
Elena se horrorizó.
— ¿Cómo no lo has dicho antes? ¡Roc! ¡Un plato de cocido! ¡Rápido!
Bendito cocido de Elena. Reconstituyente y capaz de retornar las fuerzas a un oso tras hibernar, pensó Anaíd mientras saboreaba el tocino, la col, los garbanzos y la sopa. Su estómago no sólo lo soportó, sino que lo agradeció.
Anaíd comió y durmió, durmió y comió. Luego accedió a tomar un baño, pero... no tenía ropa que ponerse. La de Elena le quedaba grande.
Roc fue quien, con ojo de experto, calculó su talla.
— La misma que Marion.
Y regresó al cabo de poco con un conjunto de lo más fashion.
— La he engañado, le he dicho que era para preparar una fiesta sorpresa de disfraces. Le ha encantado.
Anaíd, con el cabello limpio y seco, se embutió en la ropa interior de Marion, en sus vaqueros ajustados y su top.
Roc dio su aprobación final con un silbido de admiración.
— Será mejor que Marion no te vea. Te sienta mejor a ti.
Anaíd hubiera querido contemplarse en el espejo, pero no tenía tiempo que perder. Elena la esperaba en la biblioteca.
La encontró apilando libros y libros. Estaba molesta y Anaíd detectó su contrariedad desde la puerta. Al verla llegar desvió la mirada y eso fue lo peor. Supo al instante que Elena le estaba ocultando algo.
Todo había ido demasiado bien hasta el momento y eso también era preocupante. Los caminos fáciles acostumbraban a ser los más engañosos. Así pues, Anaíd, curtida en mil guerras, decidió seguir el juego de Elena y fingir que era estúpida.
— Espera un momento que ahora acabo —le dijo Elena sin levantar la cabeza de las fichas.
Anaíd se sentó en la descascarillada silla de madera donde había pasado tantas y tantas tardes de lectura cuando era niña. Oyó cómo Elena cerraba su libreta, levantaba la vista y, de repente, se llevaba la mano a la boca reprimiendo un grito.
Anaíd miró tras ella asustada.
— ¿Qué pasa?
Elena se comportaba de forma muy rara. Se llevó la mano al pecho y respiró agitadamente.
— Nada, no es nada, perdona, desde lo de tu madre me altero mucho y ahora, al verte...
— ¿Te he asustado yo? —preguntó Anaíd, y repasó su ropa, que era más descocada y atrevida de la que ella había llevado nunca.
— Sí..., al mirarte..., he visto, es como si... Eres como Selene... ¿Te has mirado al espejo?
Anaíd no lo había hecho. No tenía esa costumbre y quizá hacía un mes que no se veía reflejada en ninguna parte.
Con aire confidencial, Elena susurró:
— He convocado un coven para esta misma noche. Gaya y Karen están impacientes por escuchar tu historia.
Anaíd asintió, miró su reloj y se disculpó.
— Tengo que pasar por casa para comprobar si queda algo del ungüento de Selene. ¿Necesitaré alguna cosa más? Será mi primer coven del clan.
— Tu atame, tu cuenco y tu vara.
Anaíd lo apuntó en el dorso de su mano y se levantó con prisa. Elena la retuvo unos instantes.
— Anaíd, ven a cenar a casa. Te esperamos. Luego volaremos juntas hasta el claro del bosque.
— Ahí estaré —mintió Anaíd.
Y salió agradeciendo que Elena no pudiese leer su pensamiento. Hasta ese encuentro había eludido todas las preguntas directas que le formulaba sobre su regreso a Urt. Contestaba con evasivas y temía la posibilidad de que Elena se pusiera en contacto telefónico con Criselda. O viceversa.
Pero ya había sucedido.
Tan sólo había pasado un día, pero Elena ya estaba avisada de su huida y debía de tener órdenes de retenerla hasta la llegada de Criselda. O de hacerla acompañar por otra Omar que asumiría la difícil tarea de eliminar a Selene. ¿La misma Elena? ¿Su querida amiga Karen? ¿O su odiada enemiga Gaya? A Anaíd se le revolvieron las tripas sólo de pensarlo.
Se quedó paralizada delante de la puerta de su casa. Mierda, las llaves. Su juego se había quedado en Taormina. ¿Dónde demonios podría encontrar una copia de las llaves de su casa? Anaíd estudió con detenimiento puertas y ventanas, pero era imposible acceder al interior desde ninguna parte. Ahora que se fijaba, había vivido en una auténtica fortaleza. Se sentó bajo el porche de la entrada lamentando su mala suerte.
Tía Criselda nunca le dijo quién había cerrado la puerta cuando ella salió de casa a las tres de la madrugada con lo puesto.
Una hora más tarde Karen, la buena de Karen, apareció con el manojo intacto. La enviaba Elena. Anaíd se conmovió por el detalle y se dejó besar, abrazar y elogiar. Pero se mantuvo impermeable a las muchas preguntas que Karen le formulaba y se dio cuenta de que también ella la miraba de forma rara. Karen se empeñó en entrar en la casa con ella. Encendió las luces y se la mostró.
— Yo misma me encargué de mantenerla limpia y cerrada. Sabía que volveríais.
— ¿Quiénes?
— Tú y Criselda... y Selene, claro.
— Gracias, Karen, mi madre te consideraba su mejor amiga.
Anaíd comprobó de reojo el efecto que sus palabras habían causado en Karen.
— Anaíd, yo..., yo quiero mucho a Selene.
— Yo también.
— Pero... a veces las personas a quienes más queremos cambian, o... no son quienes imaginamos.
Anaíd empezó a ponerse nerviosa.
— Ya, ya me he dado cuenta —asintió.
Pero Karen no podía esperar. Tomó a Anaíd por los hombros y se sinceró:
— Anaíd, tu madre estuvo impidiendo que tuvieses poderes y crecieses.
— ¿Cómo?
De alguna manera, esta vez Anaíd supo que Karen decía la verdad.
— La medicina, esa medicina que te hacía tomar y que yo jamás te receté, era un inhibidor de tus poderes y al mismo tiempo un potente inhibidor de tus hormonas de crecimiento.
Anaíd se alteró. No podía trastornarse por nada ni por nadie, se lo había prohibido a sí misma, pero Karen la había desconcertado.
—Te equivocas.
—No, Anaíd, no me equivoco. No sabemos por qué lo hizo, pero lo hizo.
Anaíd pugnaba por no echarse a llorar ni refugiarse en brazos de Karen. No podía flaquear. Se mordió los labios con rabia, hasta hacerlos sangrar.
¿Selene la torturó durante tantos años haciéndole creer que su retraso obedecía a causas naturales? ¿Selene la privó de sus poderes porque sabía que los tenía?
No. No quería pensar. Pensar en ello la bloqueaba y necesitaba tener la mente dispuesta, abierta, sin rencores. Necesitaba amar profundamente a su madre para poder acudir hasta ella. Si ella dejaba de confiar en la elegida, ¿quién sería capaz de decantar la balanza?
— Y, también tienes que saber que durante tu ausencia alguien ha cancelado la hipoteca de la casa. Mucho dinero, Anaíd, mucho.