El clan de la loba (27 page)

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Authors: Maite Carranza

BOOK: El clan de la loba
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— Igual que yo no te enseñé la posibilidad de desdoblarte en múltiples ilusiones. Eso lo has probado y lo has aprendido sola.

Anaíd se defendió.

— En realidad se consigue aplicando el mismo principio. Es una cuestión de voluntad y concentración.

— Y poder.

Anaíd se llevó las manos a la cabeza.

— No tendrías que habérmelo dicho.

Aurelia insistió.

— Eres la hija de la elegida. Has heredado su poder y debes aprender a dominarlo y a valerte de él.

— Pero ella no está para enseñármelo.

Aurelia se compadeció.

— Lo sé y todas sabemos que tú eres la única que puedes ayudarla.

— Tengo miedo —confesó Anaíd.

Aurelia se sentó junto a ella y la acarició.

— Sé que da miedo saber que los que tienen que protegerte están menos capacitados que tú. Me sucedió de niña.

— ¿El qué?

— Fue terrible.

— ¿Qué sucedió?

— Una Odish acabó con mi hermana.

Anaíd recordó las imágenes del libro de niñas Omar deformadas, blancas y desangradas. Se estremeció.

— Yo era muy pequeña, dormíamos en la misma habitación. Había notado su miedo y su inquietud durante muchas noches. Hasta que vi a la bruja Odish acudir a su cama para exprimir las últimas gotas de sangre de su corazón.

Anaíd se paralizó por el espanto.

— ¿Y qué hiciste?

— Luché contra la Odish, nadie me había enseñado cómo, pero es un arte muy antiguo entre las serpientes. Fue instintivo.

— Qué valiente.

— Pero era una niña y creía que las madres siempre son más fuertes que sus hijas. Así pues fui a pedir ayuda a mi madre.

— ¿Y qué pasó?

— Mi madre se dio por vencida.

Anaíd calló. Aurelia, con su historia, le había dado la respuesta a muchas de sus preguntas.

— Otra vez —murmuró Anaíd.

Aurelia se limpió una pequeñísima lágrima con el dorso de su mano.

— Juré que nunca me daría por vencida y luego descubrí que ésa era la técnica de lucha de las serpientes. Lo sabía por instinto, pero no todas poseíamos el instinto. Mi madre carecía de él.

— ¿Te has enfrentado alguna otra vez contra alguna Odish?

Aurelia miró hacia todos lados. Luego tomó a Anaíd de la mano y la llevó hasta las duchas, abrió un grifo y con el ruido del agua como encubridor confesó:

— Una vez.

— ¿Por qué me lo dices así?

Aurelia se veía cohibida.

— Está prohibido.

— ¿Está prohibido luchar contra las Odish?

— ¿No conoces la historia de Om? Om esconde a su hija Oma para evitar que su hermana Od la desangre. Eso hemos hecho las Omar durante milenios, ocultarnos y evitar la conflagración.

— Om no permaneció impasible, destruyó las cosechas y trajo el invierno.

— Justo. Por eso aprendemos a dominar a los elementos.

Anaíd no acababa de encajar las piezas del puzzle.

— Sin embargo yo estoy aprendiendo a luchar. Un coven de fraternidad me ha encomendado la tarea de rescatar a Selene de las Odish, por eso me estás enseñando a lu-char.

— Tienen miedo, mucho miedo.

— ¿De qué?

— De la elegida.

— ¿De Selene? ¿De mi madre?

— Si Selene se convierte en una Odish la profecía vaticina el fin de las Omar.

— Pero es absurdo, Selene nunca sería una de ellas.

— Esperemos que no.

Anaíd percibió la inquietud de ese «esperemos», el nerviosismo que se intercalaba entre sílaba y sílaba, el ligero titubeo al pronunciar el no. ¿Una luchadora como Aurelia se sentía intimidada?

— ¿Tú también tienes miedo?

— Salma ha vuelto.

— ¿Salma? Oí ese nombre a Valeria. ¿Quién es?

— Una Odish muy cruel, ha tenido mil nombres y mil apariencias.

Anaíd se estremeció.

— ¿Y eso qué quiere decir?

— Algo va a pasar o está pasando ya.

— Me tengo que dar prisa. ¿Verdad?

Aurelia le mostró su pie izquierdo. Le faltaban dos dedos.

— Si tienes que luchar contra una Odish, recuerda bien mis dos consejos. Uno por cada dedo que perdí.

Anaíd se acercó a ella y aspiró de sus palabras.

— Nunca las creas. No creas ni una palabra de lo que te digan, aunque parezca posible, aunque haya indicios de que sea verdad, no las escuches. Te confundirán.

Anaíd grabó ese consejo de oro en su memoria.

— ¿Y el otro consejo?

— No las mires a los ojos. En sus ojos concentran todo su poder y pueden paralizar tu voluntad y clavarte su daga en el corazón. Evita mirarlas. Lucha en la oscuridad. Usa un vendaje. Algo que te inmunice de su mirada.

Anaíd estaba ansiosa de saber.

— ¿Algo más?

Aurelia se acercó a ella con sigilo.

— Sí —susurró—. Una cosa muy, muy importante.

— ¿Cuál?

Y de un certero empujón la mandó bajo el helado chorro de agua de la ducha. Anaíd pegó un chillido del susto. Aurelia rió.

— Estate siempre a la defensiva, niña tonta.

Anaíd salió de debajo la ducha chorreante. Se plantó en jarras ante Aurelia y la retó.

— Otra vez.

Capítulo XXIII: La sangre

La puerta se abrió con la fuerza de un vendaval. Salma, sorprendida en su habitación, abrió los ojos con es¬tupor.

— ¿Qué quieres, Selene? ¿Por qué no has llamado an¬tes de entrar?

Selene, más alta, más fuerte, más temible que nunca, señaló al bebé que Salma tenía entre los brazos.

— ¿Qué significa esto?

Salma dejó al pequeño sobre la cama. Estaba durmiendo plácidamente.

— ¿Qué te pasa? ¿Te ofende acaso? ¿Te molestan mis gustos?

Selene cerró la puerta de un golpe cuyo eco resonó en la estancia como una bofetada certera. Avanzó hacia Salma y la acusó con el dedo índice ataviado con una sortija de diamantes.

— ¿Te has creído que soy idiota?

Salma, desconcertada, se repuso a tiempo. Selene había lanzado sobre ella una tormenta de polvo. Salma paralizó las partículas en el aire. Se defendió.

— ¿Qué ocurre?

Selene rió imitando la risa hueca de Salma.

— Ocurre que la condesa se irritaría mucho si supiese que en lugar de seguir sus órdenes te dedicabas a satisfacer tus caprichos sin tener en cuenta las consecuencias de tus excesos, y que estabas desafiando su poder y el mío.

Salma se sintió en falso.

— No ha habido tales excesos.

— ¿Ah no? La isla entera se ha hecho eco de tus desmanes. La prensa local publica fotografías de los bebés desaparecidos y de las muchachas desangradas; todas son Omar.

— Claro.

— ¿Claro? ¿Qué está tan claro? Aún no se ha producido la conjunción, pero está a punto. ¿Miras al cielo cada noche, Salma? Yo sí, y sueño para que se produzca, y te juro, Salma, que mi primer acto de poder será castigar tu imprudencia. ¿Pretendes superarme en poder? ¿Pretendes desbancar a la condesa? ¿Cuánta sangre has bebido ya que te asegure centenares de años de ventaja? Eso no estaba pactado, Salma. Has jugado sucio.

Salma se achicó.

— Necesito reponer fuerzas.

— ¡No es cierto! —rugió Selene—. Me estás retando. Pues bien, Salma, yo te ordeno que a partir de ahora me entregues a tus víctimas para mi disfrute. Ya has tenido su-ficiente festín. Y búscalas fuera de la isla. Ésta será mi morada, reinaré desde este palacio.

— ¿Reinar? No me hagas reír. ¿Dónde está tu cetro?

Selene avanzó otro paso más.

— Muy pronto aparecerá, y cuando lo tenga entre mis manos no replicarás.

Selene tomó al pequeño, que, al despertar, comenzó a llorar. Lo desnudó lentamente y buscó la pequeñísima herida que Salma había abierto en su pecho. Selene acercó la boca lentamente a la diminuta incisión.

Salma se revolvió de rabia.

— Dijiste que no compartías nuestros métodos.

Selene levantó la cabeza y la fulminó con su mirada.

— Eso era antes, antes de poseer todo esto. ¿Cómo voy a echarlo a perder? No soy tan idiota como creías.

Salma, indignada, salió de la habitación hecha una furia. Selene la advirtió.

— ¿Adonde vas? Recuerda lo que te he dicho.

Salma replicó:

— Hay excepciones a la regla.

Y salió dejando a Selene sola con el bebé llorando entre sus brazos.

PROFECÍA DE OD

Oro, sangre e inmortalidad para la elegida.

Belleza nacarada su piel,

lunas eternas su tiempo,

en sus sueños de amores rendidos.

La ambición suma

a partes iguales de envidia y celos

y añade a su venganza la traición.

Será tentada y sucumbirá a la tentación.

Capítulo XXIV: El secreto de Clodia

Anaíd daba un largo paseo en solitario por la playa. Había acabado con honores sus clases con Aurelia, pero en lugar de sentirse orgullosa la había acometido un vacío repentino. Tal vez se hubiera convertido en una luchadora, pero... ¿Le serviría para luchar contra su soledad, su incapacidad para hacer amigos, su fealdad o su orfandad?

Al regresar a la casa encontró a Clodia acostada. Nunca se iba a dormir a una hora tan temprana y Anaíd, convencida de que era un truco, esperó en vano a que se levantara, se cambiara de ropa, se maquillara y saliera por la ventana.

Pero Clodia permaneció en la cama, tosiendo y temblando bajo dos mantas y una colcha de dril.

— ¿Te encuentras mal?

Hubo un silencio extraño. Casi no se habían hablado durante esas semanas. Eran como dos extrañas compartiendo habitación y de pronto Anaíd había formulado una pregunta personal.

— Hace mucho frío —respondió Clodia al cabo de un ralo—. ¿No lo notas?

Estaban en pleno verano y la temperatura en la isla era bochornosa, casi asfixiante, sobre todo para Anaíd, acostumbrada al clima de alta montaña.

— Estás enferma.

— No... —contradijo la otra de inmediato, a la defensiva.

Pero sin que Anaíd objetara nada, ella misma rectificó:

— O a lo mejor sí...

— ¿Se lo has dicho a Valeria?

— ¡Ni se te ocurra!

Anaíd calló y Clodia continuó abriéndose como una ostra, lentamente, dolorosamente.

— Enfermé la noche de la tormenta, cogí un resfriado y aún lo arrastro. Duermo fatal.

— ¿Y te duele algo?

— Los huesos, el pecho al respirar, la cabeza.

El mismo esfuerzo de hablar le provocó un ataque de tos. Anaíd se levantó y le pasó su mano por la frente. Estaba fría, glacial. ¡Qué extraño! No tenía ni gota de fiebre. Al retirar la mano Clodia la retuvo.

— No, déjala, me alivia el dolor.

Anaíd se sintió reconfortada. Clodia le pedía que curase su jaqueca. Le impuso las manos en su frente helada y absorbió el frío que la impregnaba sintiendo cómo se apoderaba de su cuerpo y oprimía su corazón. Clodia dejó de temblar y sonrió. Eso le bastó para animarse a continuar. Anaíd, con renovadas fuerzas, palpó con pericia el cráneo de Clodia y, poco a poco, sus dedos se fueron prolongando mágicamente hasta que penetraron en todos y cada uno de los inflamados nervios de su cerebro. Con la punta de sus yemas podía sentir cómo se disolvían las tensiones y la sangre volvía a circular fluidamente. La respiración de Clodia, antes agónica, se regularizó y su rostro se relajó mientras sus ojos se cerraban al impulso del aleteo inconsciente de sus pestañas.

Anaíd la contempló. Así dormida, con los negros cabellos rizados sobre la almohada enmarcando el óvalo dulce y pálido de su cara, le recordó al icono de una Virgen ortodoxa.

Anaíd vio a una chica enamorada que sufría porque su madre la tenía prisionera a causa de su condición de bruja. Lamentó no poder ser su amiga.

Al regresar a su cama un terrible escalofrío la sacudió de pies a cabeza. Sentía frío, un frío terrible. Temblaba como una hoja y le castañeteaban los dientes. El frío de Clodia se había instalado en su cuerpo. Abrió el armario, sacó su jersey y al ponérselo sintió un bienestar inmediato.

Agotada, completamente exhausta, se dejó caer en la cama y cerró los ojos.

Se despertó horas más tarde sudando a mares y sintiendo un fuerte escozor en la piel. Claro, la lana áspera del jersey. ¿Se había dormido en pleno verano con un jersey puesto? Y al intentar quitárselo sintió ese desagradable olor acre, el mismo que había olido en la fiesta de los amigos de Clodia. Algo, su instinto, le aconsejó no moverse.

Y entonces oyó los gemidos de Clodia y sus sollozos. Parecía dormida y aterrorizada por alguna pesadilla. Pero cuando Anaíd quiso levantarse para consolarla, se dio cuenta de que el cuerpo, su cuerpo, no le respondía. Sintió el horror de la inmovilidad. Por más que daba órdenes a sus miembros, su cuerpo era como un fardo inerte y sordo. Ni siquiera sus ojos la obedecían y permanecían cerrados. Pensó que estaba en las profundidades de un sueño y se propuso despertar, pero el olor era muy intenso y el sollozo de Clodia era real. Así pues, estaba despierta. ¿Qué sucedía?

Un conjuro. Era víctima de un conjuro.

Hizo un intento desesperado por librarse del peso de su parálisis concentrando todas sus energías en sus párpados. Una de las lecciones de Criselda había sido ésa. Cuando el pánico te disperse los sentidos, concentra tus fuerzas en un solo punto.

Sus párpados pesaban como un carro cargado de piedras, abrir sus párpados suponía el esfuerzo de cien hombres alzando una persiana de hierro. Arriba, arriba, ya...

Lo había conseguido. La habitación estaba en penumbra y los peluches y muñecos de Clodia alineados en sus estanterías proyectaban fantasmagóricas sombras sobre la pared. Anaíd parpadeó. Con gran esfuerzo giró el cuello lentamente y consiguió distinguir por espacio de unos segundos la cama de Clodia. Sentada en ella, una sombra tan esperpéntica e irreal como las que se proyectaban sobre la pared, la sombra esbelta de una mujer de largos dedos hurgando en el pecho de Clodia.

Anaíd quiso ahuyentarla, pero debió de hacer algún movimiento y la mujer, alertada por el ruido, clavó su mirada en ella. Anaíd se hundió en una terrible pesadilla.

Anaíd sudaba. La cocina ardía, el sol del mediodía ardía y sobre todo le ardía la cara de vergüenza por lo que estaba haciendo.

— No soy ninguna chivata, no quiero que pienses que voy por ahí chivándome sobre lo que hacen o dejan de hacer las otras chicas, pero fíjate, Clodia está pálida, ojerosa y tose. Le duele la cabeza y por las noches sufre pesadillas.

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