Authors: Nassim Nicholas Taleb
Al final, es la historia la que nos empuja, aunque seguimos pensando que tenemos las riendas en nuestras manos.
Como resumen de este largo apartado sobre la predicción diré que podemos delimitar fácilmente las razones de que no podamos averiguar qué es lo que pasa. Tales razones son: a) la arrogancia epistémica y nuestra correspondiente ceguera ante el futuro; b) la idea platónica de las categorías, o de que las personas se ven engañadas por las reducciones, en particular si poseen un título académico en una disciplina libre de expertos; y, finalmente, c) unas herramientas de inferencia defectuosas, en particular las herramientas libres de Cisnes Negros de Mediocristán.
En el apartado que sigue entraremos en mayores detalles, mucho mayores, sobre estas herramientas de Mediocristán, sobre la «fontanería», por decirlo de algún modo. Tal vez algunos lectores lo entenderán como un apéndice; a otros les puede parecer el núcleo del libro.
Ha llegado el momento de abordar con cierto detalle cuatro elementos finales que afectan a nuestro Cisne Negro.
Primo, he dicho antes que el mundo avanza con mayor celeridad hacia Extremistán, que cada vez está menos gobernado por Mediocristán (en realidad, esta idea es mucho más sutil). Voy a mostrar cómo ocurre así como las diferentes ideas que tenemos sobre la formación de la desigualdad. Secondo, he venido describiendo la curva de campana gaussiana como un error contagioso y grave, y ya es hora de que analicemos este punto con cierta profundidad. Terzo, expondré lo que denomino aleatoriedad mandelbrotiana o fractal. Recordemos que para que un suceso sea un Cisne Negro, no sólo tiene que ser raro, o disparatado; debe ser inesperado, ha de situarse fuera de nuestro túnel de posibilidades. Debe ser nuestra debilidad. En realidad, muchos sucesos raros pueden mostrarnos su estructura: no es fácil computar su probabilidad, pero sí hacerse una idea general sobre la probabilidad de que ocurran. Podemos convertir estos Cisnes Negros en «cisnes grises» reduciendo su efecto sorpresa. La persona consciente de la posibilidad de tales sucesos puede llegar a pertenecer a la variedad de quienes no sienten debilidad por ellos.
Por último, expondré las ideas de aquellos filósofos que se centran en la falsa incertidumbre. He organizado este libro de forma que los apartados más técnicos (pero no esenciales) aparezcan aquí; el lector atento puede saltárselos sin por ello perderse nada, en especial los capítulos 15, 17 y la segunda mitad del 16. Advertiré al lector con notas a pie de página. Quien esté menos interesado en la mecánica de las desviaciones puede pasar directamente a la cuarta parte.
Veamos cómo un mundo que es cada vez más obra del hombre puede evolucionar y alejarse de la aleatoriedad suave para acercarse a la desenfrenada. En primer lugar, expondré cómo llegamos a Extremistán. Luego observaremos esta evolución.
¿Es el mundo así de injusto? Me he pasado la vida estudiando el azar, practicando el azar, odiando el azar. Cuanto más tiempo pasa, peores me parecen las cosas, más miedo siento, más me disgusta la madre naturaleza. Cuanto más pienso en mi tema, más pruebas veo de que el mundo que tenemos en nuestra mente parece más aleatorio que el día anterior, y que los seres humanos parecen estar hoy aún más engañados por él que ayer. Es algo insoportable. Me resulta doloroso escribir estas líneas, pues siento que el mundo me da asco.
Dos científicos «blandos» han propuesto unos modelos intuitivos para el desarrollo de esta injusticia: uno es un economista al uso; el otro, sociólogo. Ambos simplifican un poco demasiado. Expongo sus ideas porque son fáciles de comprender, no por la calidad científica de sus reflexiones ni por las consecuencias de sus descubrimientos; luego mostraré la historia tal como se ve desde la posición estratégica de los científicos naturales.
Empezaré con el economista Sherwin Rosen. A principios de la década de 1980, escribió varios artículos sobre la «economía de las superestrellas». En uno de ellos manifestaba la ira que le producía que un jugador de baloncesto pudiera ganar 1,2 millones de dólares al año, o un famoso de la televisión, 2 millones. Para hacerse una idea de cómo crece esta concentración —es decir, de cómo nos alejamos de Mediocristán— pensemos que los famosos de la televisión y las estrellas del deporte (también en Europa) tienen hoy día, sólo dos décadas después, unos contratos por valor de cientos de millones de dólares. El límite se sitúa (de momento) unas veinte veces por encima del de hace dos décadas.
Según Rosen, esta injusticia tiene su origen en un efecto torneo: alguien que es marginalmente «mejor» puede llevarse fácilmente todo el bote, sin dejar nada para los demás. Utilizando una argumentación del capítulo 3, la gente prefiere pagar 10,99 dólares por un disco de Horowitz, a pagar 9,99 por el de algún esforzado pianista. ¿Preferiríamos pagar 13,99 dólares por leer a Kundera a pagar 1 dólar por leer a algún escritor desconocido? De modo que parece una especie de torneo cuyo ganador se lo lleva todo, sin necesidad de ganar por mucho.
Pero en la hermosa argumentación de Rosen no aparece el papel de la suerte. El problema reside en la idea de «mejor», esa atención a las destrezas que al parecer llevan al éxito. Los resultados aleatorios, o una situación arbitraria, también pueden explicar el éxito, y dar el empuje inicial que lleva al resultado del «ganador se lo lleva todo». Una persona se puede situar un tanto por delante por razones completamente aleatorias; pero como nos gusta imitar a los demás, la seguimos en manada. Se subestima mucho la realidad del contagio.
Para escribir estas líneas empleo un Macintosh, después de pasarme años utilizando los productos de Microsoft. La tecnología de Apple es inmensamente mejor; sin embargo fue el software de peor calidad el que se impuso. ¿Cómo? Suerte.
Más de una década antes de Rosen, el sociólogo de la ciencia Robert K. Merton expuso su idea del efecto Mateo, según el cual las personas toman de los pobres para dárselo a los ricos.
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Observó la actuación de los científicos y demostró que una ventaja inicial le sigue a uno durante toda la vida. Consideremos el siguiente proceso.
Imaginemos que alguien escribe un artículo académico en el que cita a cincuenta personas que han trabajado en el tema y han aportado materiales de fondo para su estudio; supongamos, para hacerlo sencillo, que todas ellas reúnen los mismos méritos. Otro investigador que trabaje exactamente en el mismo tema citará de forma aleatoria a tres de esas cincuenta personas en su bibliografía. Merton demostró que muchos académicos citan referencias sin haber leído la obra original: leen un artículo y sacan sus propias citas de entre las fuentes de ese artículo. De modo que un tercer investigador que lea el segundo artículo selecciona para sus citas a los tres autores antes citados. Estos tres autores recibirán cada vez mayor atención ya que sus nombres se van asociando con mayor derecho al tema en cuestión. La diferencia entre los tres ganadores y los otros miembros del grupo original es, en su mayor parte, cuestión de suerte: fueron escogidos inicialmente no por su mayor destreza, sino sencillamente por la forma en que sus nombres aparecían en la bibliografía anterior. Gracias a su fama, estos académicos de éxito seguirán escribiendo artículos y les será fácil publicar su obra. El éxito académico es en parte (pero en parte importante) una lotería.
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Es fácil comprobar el efecto de la reputación. Una forma de hacerlo sería buscar artículos que fueran obra de científicos famosos cuya identidad hubiera sido modificada por error, y que fuesen rechazados. Podríamos verificar cuántos de estos rechazos se subsanaban una vez restablecida la identidad del autor. Señalemos que a los eruditos se les juzga ante todo por las veces que su obra es citada en la de otras personas, y así se forman las camarillas de personas que se citan mutuamente (es aquello de «si me citas, te cito»).
Al final, los autores que no son citados a menudo abandonan la partida y se ponen a trabajar para el Estado, por ejemplo (si son de carácter discreto), o para la Mafia, o para una empresa de Wall Street (si tienen un elevado nivel de hormonas). Quienes reciben un buen empuje al principio de su carrera académica seguirán gozando de constantes ventajas acumulativas a lo largo de la vida. Al rico le resulta más fácil hacerse más rico; al famoso, hacerse más famoso.
En sociología, los efectos Mateo llevan el nombre menos literario de «ventaja acumulativa». Esta teoría se puede aplicar fácilmente a las empresas, a los hombres de negocios, a los actores, a los escritores y a cualquiera que se beneficie del éxito pasado. Si uno consigue publicar en The New Yorker porque el color de su membrete llamó la atención del editor, que en esos momentos estaba pensando en las musarañas, la recompensa resultante te puede acompañar toda la vida. Y lo que es más importante, acompañará a otros durante toda la vida. El fracaso también es acumulativo; es previsible que los perdedores pierdan también en el futuro, aunque no tengamos en cuenta el mecanismo de la desmoralización que puede exacerbarlo y causar fracasos adicionales.
Observemos que el arte, dada su dependencia del boca a boca, es extremadamente propenso a estos efectos de ventaja acumulativa. En el capítulo 1 hablaba de los grupos, y de cómo el periodismo ayuda a perpetuar esos grupos. Nuestras opiniones sobre el mérito artístico son el resultado del contagio arbitrario, más aún de lo que lo son nuestras ideas políticas. Una persona escribe una reseña de un libro; otra la lee y escribe un comentario que usa los mismos argumentos. Enseguida tenemos varios cientos de reseñas que en realidad se reducen, por su contenido, a no más de dos o tres, porque hay mucho solapamiento. Para un ejemplo anecdótico, léase Fire the Bastards!, cuyo autor, Jack Green, recoge sistemáticamente las críticas de la novela de William Gaddis The Recognitions. Green demuestra claramente que los autores de las críticas del libro anclan éstas en otras críticas, y revela una potente influencia mutua, incluso en su forma de redactar. Este fenómeno recuerda la actitud gregaria de los analistas financieros de que hablaba en el capítulo 10.
La llegada de los medios de comunicación modernos ha acelerado estas ventajas acumulativas. El sociólogo Fierre Bourdieu señalaba que existe un vínculo entre la mayor concentración de éxito y la globalización de la cultura y la vida económica. Pero no pretendo actuar aquí de sociólogo, sólo demostrar que los elementos impredecibles pueden influir en los resultados sociales.
La idea de la ventaja acumulativa de Merton tiene un precursor más general, el «apego preferencial», que expondré a continuación cambiando la cronología (pero no la lógica). A Merton le interesaba el aspecto social del conocimiento, no la dinámica de la aleatoriedad social; por eso sus estudios se apartaron de la investigación sobre la dinámica del azar en las ciencias más matemáticas.
La teoría del apego preferencial es omnipresente en sus aplicaciones: puede explicar por qué el tamaño de una ciudad pertenece a Extremistán, por qué el vocabulario se concentra en torno a una pequeña cantidad de palabras, o por qué el tamaño de las poblaciones de bacterias puede variar muchísimo.
En 1922 los científicos J. C. Willis y G. U. Yule publicaron un artículo en Nature que marcó un hito. Llevaba por título «Some Statistics of Evolution and Geographical Distribution in Plants and Animals, and Their Significance». Willis y Yule advirtieron que en la biología actuaban las llamadas leyes potenciales, semejantes a la aleatoriedad escalable de la que hablaba en el capítulo 3. Estas leyes potenciales (de las que facilitaré mayor información técnica en el capítulo siguiente) las había observado anteriormente Vilfredo Pareto, quien descubrió que se aplicaban a la distribución de los ingresos. Más tarde, Yule expuso un sencillo modelo que mostraba cómo se pueden generar las leyes potenciales. Su tesis era la siguiente: supongamos que las especies se dividen en dos a un ritmo constante, con lo que van surgiendo nuevas especies. Cuánto más rico en especies sea un género, más rico tenderá a ser, siguiendo la misma lógica que el efecto Mateo. Pero advirtamos que en el modelo de Yule las especies nunca se extinguen.
Durante la década de 1940, un lingüista de Harvard, George Zipf, analizó las propiedades del lenguaje y se encontró con una regularidad empírica que hoy se denomina ley de Zipf, la cual, por supuesto, no es una ley (y si lo fuera, no sería de Zipf). No es más que otra forma de pensar el proceso de la desigualdad. Los mecanismos que Zipf describió son los siguientes: cuanto más se usa una palabra, menos difícil resulta usarla de nuevo, de manera que en nuestro diccionario privado escogemos las palabras en función de su uso pasado. Esto explica por qué de las sesenta mil principales palabras de la lengua inglesa, sólo unos cientos de ellas son utilizadas en los textos escritos, y que aparezca un número aún menor en las conversaciones cotidianas. De modo parecido, cuantas más personas se congregan en una determinada ciudad, mayores son las probabilidades de que un foráneo escoja esa ciudad para vivir. Lo grande se hace mayor y lo pequeño sigue siendo pequeño, o se hace relativamente menor.
Un ejemplo perfecto del apego preferencial se puede ver en el uso cada vez más extendido de la lengua inglesa como lingua franca, aunque no por sus cualidades intrínsecas, sino porque las personas necesitamos usar una única lengua, o apegarnos a una tanto como podamos, cuando mantenemos una conversación. De modo que cualquiera que sea la lengua que parezca imponerse, enseguida atraerá a las personas en masa; su uso se extenderá como una plaga, y las otras lenguas pronto se verán desplazadas. A menudo me sorprendo al escuchar conversaciones entre personas de dos países vecinos, por ejemplo, entre un turco y un iraní, o un libanés y un chipriota, que se comunican en un mal inglés, ayudándose de las manos para recalcar lo que dicen y buscando aquellas palabras que les salen de la garganta después de un gran esfuerzo físico. Hasta los miembros del ejército suizo emplean el inglés (no el francés) como lingua franca (sería divertido escucharles). Pensemos que una minoría muy pequeña de estadounidenses de ascendencia noreuropea son de Inglaterra; tradicionalmente, los grupos étnicos preponderantes son de extracción alemana, irlandesa, holandesa, francesa y de otros países del norte de Europa. Pero todos estos grupos, debido a que hoy día usan el inglés como lengua principal, tienen que estudiar las raíces de su lengua adoptiva y desarrollar una asociación cultural con partes de una determinada y húmeda isla, así como con su historia, sus tradiciones y sus costumbres.