Authors: Katherine Neville
—Probablemente de todos ellos —comenté con una mueca.
La señal sonó cuando le estaba diciendo a Olivier que podía venir conmigo el fin de semana si así lo deseaba. Sin muchas ganas, apagué el motor para regresar al intenso frío. Al cerrar la puerta del coche, recordé que también lo había hecho en mi primer viaje hasta el vestíbulo. No eran imaginaciones mías: alguien había forzado la puerta para entrar.
Eché un vistazo al asiento trasero. Todo lo que solía llevar seguía ahí, aunque no en su sitio. Alguien había registrado el coche. Cerré la puerta de todos modos, en una especie de acto reflejo. Seguí a Olivier hasta la entrada posterior y por poco tropiezo con mi jefe, Pastor Dart, que se disponía a entrar.
—¡Ya has vuelto! —exclamó, dibujando una sonrisa en sus agresivas facciones—. Ven a mi oficina dentro de una media hora; entonces estaré libre. Si hubiera sabido que te incorporabas hoy, me habría quitado los papeles de en medio. Tengo que comentar muchas cosas contigo.
Bella, la guarda de seguridad, que iba delante de nosotros, se volvió para mirarnos por encima del hombro. Le dije al Tanque que iría y me dirigí a la oficina, donde el teléfono empezaba a sonar.
—Contesta tú —me pidió Olivier—. Se me había olvidado, antes de que llegases te llamó una periodista para hablar de unos documentos que dijo que has heredado. Pero el resto de la mañana, cada vez que he contestado el teléfono me han colgado sin más. Será algún tarado.
Descolgué el teléfono al cuarto timbre y contesté.
—Habla con Ariel Behn, de Control de Residuos.
—Hola, listilla —me saludó esa voz cálida y conocida; una voz que creía que no volvería a oír nunca salvo en sueños—. Lo siento. Siento muchísimo haber tenido que hacerlo así, pero no estoy muerto —prosiguió Sam—. Sin embargo, es posible que pronto lo esté, si no me ayudas. Y rápido.
MARSIAS: | ¡Negro, negro, insufrible negro! ¡Vete, espectro de los tiempos, vete! Baste con que llegara más allá. Descubrí que el secreto de la unión de pensamiento a pensamiento, a través de infinitos años, a través de muchas vidas, en muchas esferas, culminó en el oscuro designio de esta existencia que es la mía. Sabía mi secreto. La runa se completa cuando todo lo que seré brilla como una sombra en el cielo... |
OLIMPO: | A través de la vida, a través de la muerte, por tierra y |
ALEISTER CROWLEY,
Aha
Tuve que sentarme, y deprisa. La sangre se me escurría del cerebro como el remolino de un fregadero, y me derrumbé en la silla. Bajé la cabeza a la altura de las rodillas para evitar desmayarme.
Sam estaba vivo. Vivo. Estaba vivo, ¿o no? ¿O acaso era un sueño? A veces pasan cosas así en los sueños, cosas que parecen muy reales. Pero la voz de Sam seguía ahí y me zumbaba en el oído, a pesar de que yo acababa de regresar de su entierro. Estaba claro que mi salud mental necesitaba un chequeo.
—¿Ariel, estás ahí? —La voz de Sam denotaba preocupación—. No te oigo respirar.
Era cierto: había dejado de respirar. Tuve que esforzarme de forma consciente para reiniciar, incluso para activar esta función fisiológica básica y automática. Tragué saliva, me agarré al brazo de la silla, me incorporé y me obligué a mí misma a responder.
—Hola —dije. Era ridículo. ¿Pero qué demonios podía decir?
—Lo siento. Sé lo que estarás pasando en este momento, Ariel —comentó Sam: nadie hasta entonces se había quedado tan corto en una afirmación—. Pero, por favor, no me hagas preguntas hasta que pueda explicártelo todo. De hecho, podrías ponerte en peligro si dices cualquier cosa, a no ser que estés sola.
—No lo estoy —le respondí con rapidez. Todo ese rato, intentaba dominar mi mente desbocada y conseguir algo parecido al control de mis biorritmos.
—Me lo suponía —dijo Sam—. Te he estado llamando toda la mañana, pero colgaba cuando contestaba otra persona. Ahora que te he localizado, lo más importante es encontrar una línea telefónica limpia. Es fundamental que te ponga al corriente de lo que ha pasado.
Podrías llamarme a casa —sugerí, y elegí las palabras con sumo cuidado.
También alejé la silla con ruedas de donde estaba Olivier, que seguía ocupado en el ordenador, de espaldas a mí.
—No es buena idea; tienes el teléfono pinchado —dijo Sam, que sabía este tipo de cosas—. La línea de la oficina está limpia, por lo menos de momento, lo suficiente para que elaboremos un plan. Tu coche tampoco es seguro —añadió, con lo que se adelantó a mi siguiente pregunta—. Alguien entró y lo registró a fondo. Te dejé esos nudos para avisarte. Espero que no hayas escondido nada de valor especial en el coche ni en casa: estoy seguro de que te están siguiendo auténticos profesionales.
¿Auténticos profesionales? ¿Qué quería decir con eso, que estaba envuelta también en esta historia de espías? Era lo único que me faltaba por oír después de todo lo que había tenido que pasar en las últimas veinticuatro horas.
—Me pareció que estaba todo bien —me limité a decir, aunque me habría gustado saber a qué se refería Sam con lo de «nada de valor especial».
Olivier se había levantado y se estaba estirando. Cuando dirigió la vista hacia mí, hice girar la silla para ponerme de cara al escritorio y empecé a simular que tomaba notas técnicas importantes de la conversación telefónica. La sangre me seguía martilleando la cabeza pero sabía que no tenía que entretener demasiado a Sam al teléfono.
—¿Qué sugieres que hagamos? —le pregunté deprisa.
—Tenemos que establecer un método para poder hablar a horas convenidas, sin que los que te siguen se den cuenta de que te traes algo entre manos. Llamar desde cabinas en la calle queda descartado, por ejemplo.
Para ser sincera, ésta había sido mi primera idea. Borra eso.
—¿Por ordenador? —sugerí mientras seguía garabateando en el bloc. Deseaba con todas mis fuerzas que Olivier se fuera a dar una vuelta.
—¿El ordenador? —dijo Sam—. No es bastante seguro. Cualquier imbécil puede introducirse en un ordenador del Gobierno, y más aún en un ordenador de seguridad. Tenemos que establecer una clave multicapas para protegernos, y nos falta tiempo. Hay un bar de
cowboys
en la calle de tu oficina, el No-Name. Te llamaré ahí dentro de quince minutos.
—Tengo una reunión con mi jefe —le informé—. Veré si...
En ese mismo instante, con un oportunismo impecable, el Tanque asomó la cabeza por la puerta.
—Me he quitado de encima los papeles antes de lo que me esperaba, Behn. Ven a mi oficina en cuanto termines lo que estás haciendo. Tenemos que comentar algo importante.—Está bien, supongo que tienes que ir —oí que Sam me decía. Olivier empezó a seguir al Tanque a la reunión. Sam añadió—: Quedemos dentro de una hora, entonces. Si todavía estás ocupada, seguiré llamando cada quince minutos más o menos hasta que consiga encontrarte. Ariel, de verdad que lo siento mucho, muchísimo. —Y colgó.
Devolví el auricular al teléfono con mano temblorosa y cuando intenté levantarme, me fallaron las piernas.
El Tanque se había detenido en la puerta y estaba hablando con Olivier:
—No te necesitaré en la reunión, sólo a Behn. Tendría que dedicarse a un proyecto urgente durante un par de semanas. Un poco de «tiroteo» para ayudar a Wolfgang Hauser de la OIEA.
Acto seguido se marchó y Olivier se sentó de nuevo con un gemido.
—¿Qué he hecho yo para merecer esto, Moroni? —preguntó con la mirada clavada en el techo como si esperara ver al profeta suspendido ahí en el aire. Luego me miró con aire de irritación—. ¿Te das cuenta de lo que esto significa? He perdido también el presupuesto de todo un año para pastas vegetales multicolores del norte de Italia y lo que dedico a los vinagres selectos con hierbas y especias.
—No sabes cuánto lo siento, Olivier —mentí y le di unos golpecitos en la espalda antes de desaparecer por la puerta en una especie de nube.
Me cago en dios. Tenía toda la pinta de que el día iba a ser muy interesante. El complejo de Idaho donde trabajaba era el principal del mundo en lo que se refiere a investigación en seguridad nuclear: es decir, estudiábamos cómo se habían producido los accidentes y cómo podían haberse evitado.
El aspecto de nuestro trabajo que había adquirido especial prominencia se enmarcaba dentro del proyecto exacto en el que Olivier y yo habíamos estado trabajando durante los últimos cinco años. Olivier y yo controlábamos la mayor base de datos existente para identificar y registrar dónde se almacenaban o enterraban materiales tóxicos, peligrosos y transuránicos. Como pioneros en ese campo, nos parecía de lo más lógico haber acumulado también las mayores reservas de humor escatológico del mundo. Ocurrencias del tipo: «Los productos de desecho de los demás nos dan de comer.»
Pero Olivier y yo no aportábamos más que el aperitivo. Las investigaciones realizadas en Idaho que de verdad nos daban de comer eran las pruebas de gran alcance sobre «fusión accidental del núcleo» y otro tipo de accidentes, en nuestros reactores en medio del desierto de lava. Aunque no era sorprendente que la Organización Internacional de Energía Atómica, organismo de control mundial, enviara a Idaho a un representante como Wolfgang Hauser para intercambiar ideas sobre esos temas, no estaba preparada para lo que me explicó el Tanque sobre esa futura misión.
—Ariel, ya sabes los problemas a los que se enfrenta la Unión Soviética en estos momentos —fueron sus primeras palabras cuando me tuvo sentada en su despacho y hubo cerrado la puerta.
—Sí, claro. Lo veo todos los días por televisión, en las noticias —contesté. Gorbachov lo tenía mal al querer introducir la libertad en un país que había mandado a prisión y ejecutado a millones de personas para evitar que hablaran siquiera del tema en una conversación de ascensor.
—La OIEA tiene miedo de que la Unión Soviética pierda el control de algunas de sus repúblicas —prosiguió el Tanque—, quiero decir que lo pierda de forma permanente, de que puedan existir grandes reservas de armas y materiales nucleares en ellas, por no decir nada de los reactores reproductores que tanto les gustan, muchos de ellos antiguos y con sistemas de control insuficientes. Si todo eso cayera en manos de gente inexperta, sin la supervisión de autoridades centralizadas, no tendrían nada que perder y en cambio sí mucho que ganar con esa situación.
—Meca...chis —dije—. ¿Y qué puedo hacer para ayudar?
Echó la cabeza atrás y rió, una risa sorprendentemente abierta y cálida. A pesar de su bien ganada fama, no podía evitar que la mayoría del tiempo Pastor Owen Dart me cayera bien. Excampeón de boxeo en el ejército y veterano de Vietnam, sus facciones duras, el rostro curtido y delgado, y los abundantes cabellos de color castaño claro eran emblemáticos de su carácter. Aunque no era mucho más alto que yo, el Tanque era un luchador nato que se superaba cuando estaba en aprietos. Pero me sentía aliviada de no haberlo contrariado nunca. Por desgracia para mí, eso iba a cambiar.
—¿Tu misión, quieres decir? —preguntó el Tanque—. Dejaré eso en manos de Wolf Hauser cuando regrese. Si hubiera sabido que ya estabas de vuelta, lo habría hecho esperar para que os conocierais. Va a estar fuera el resto de la semana para realizar trabajo de campo. Todo lo que te puedo avanzar, y que quede entre nosotros, es que tu participación requiere que viajes a Rusia con el doctor Hauser dentro de unas semanas; ya se han iniciado los preparativos necesarios.
¿Rusia? No podía largarme a Rusia. Sam acababa de resucitar de la tumba, huía de una brigada de asesinos a sueldo salidos de Dios sabe dónde y merodeaba a pocos metros de allí, en el aparcamiento, para dejarme mensajes en trocitos de cuerda. Sam y yo creíamos tener problemas para comunicarnos tal como estaban las cosas, pero por lo que yo sabía, en la Unión Soviética ni siquiera funcionaban los teléfonos. Por mucho que me apeteciera la idea de una escapada íntima al extranjero con el atractivo y oloroso doctor Wolfgang Hauser, sabía que tenía que acabar con ello de raíz.
—Le agradezco la oportunidad, señor —me excusé ante el Tanque—, pero la verdad es que no entiendo cómo podría ayudar en este proyecto. No he estado nunca en Rusia y no hablo el idioma. No estoy doctorada en química ni en física, así que no sabría lo que estaba clasificando aunque se me echara encima y me mordiera. Mi trabajo ha consistido siempre en seguir el rastro y controlar lo que otras personas ya habían descubierto e identificado. Además, le dijo a Olivier que este trabajo sólo duraría unas semanas y que eso no me apartaría de nuestro propio proyecto.
Me había quedado sin aliento después de tanta marcha atrás, pero parecía que mi vehículo no iba a ninguna parte.
—No te preocupes —me aseguró el Tanque, en una voz nada tranquilizadora—, le tenía que decir algo a Maxfield o se habría preguntado por qué no se le había incluido en esto. Al fin y al cabo, dirigís vuestro proyecto de forma conjunta.
Exacto, tenía ganas de preguntarle por qué no habían incluido a Olivier, pero la voz del Tanque había adquirido ese tono distante que solía usar con aquellos a quienes ya había preparado el servicio fúnebre. Se había levantado y me acompañaba a la puerta. Sentí un escalofrío al pensar lo que todavía tenía que hacer.
—Lo cierto es que la OIEA te seleccionó hace meses, basándose en tu expediente y mi recomendación —añadió antes de llegar a la puerta—. Se ha comentado todo a fondo y ya está decidido. Entre nosotros, Behn, yo estaría encantado ante esta oportunidad. Es un chollo de misión. Deberías besar mi mano por habértela conseguido.
Me estaba intentando recuperar de los diversos golpes que había recibido desde la hora de comer.
—¡Pero si ni siquiera tengo el visado ruso! —solté, cuando abrió la puerta del despacho.
—Ya está solucionado —dijo el Tanque con frialdad—. Te darán el visado en el consulado de la Unión Soviética en Nueva York.
Maldición; otro intento fallido. Bueno, como mínimo me había enterado de las malas noticias antes de mantener mi charla privada con Sam. Quizás a él se le ocurriría algo, además de todo lo que ya tenga que resolver, para evitarme este viaje.
Por cierto—añadió el Tanque, en un tono más conciliador, cuando ya me iba—, creo que la semana pasada faltaste porque tenías que asistir a un entierro de alguien de la familia. Espero que nadie demasiado próximo.