El círculo mágico (12 page)

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Authors: Katherine Neville

BOOK: El círculo mágico
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Cuando entré en el aparcamiento inmenso, tras la hora de comer, con bloques de nieve agarrados aún al coche, repasé las plazas hasta donde me alcanzaba la vista. Como sospechaba, a esta hora del día, las únicas plazas disponibles en las zonas de aparcamiento para empleados parecían estar situadas en la cara occidental de Wyoming. En esta época del año, y después de haberse derretido la nieve como lo hizo esa mañana, el viento helado a última hora de la tarde podría alcanzar los cincuenta grados bajo cero; y el granizo golpeaba ya el parabrisas. Decidí correr el riesgo de que me pusieran una multa y dejar el coche delante del complejo principal, donde se encontraban unas cuantas plazas para visitas oficiales. Estaba prohibido que los empleados aparcáramos ahí y que entráramos por el vestíbulo de invitados. Pero solía convencer al guarda de seguridad para que me dejara firmar en el registro en lugar de tener que dar toda la vuelta al inmenso complejo para entrar por los controles oficiales para empleados, en la parte de atrás.

Aparqué en una de las plazas, me puse el abrigo de piel de borrego, me envolví la cara con la larga bufanda de cachemir y me encasqueté la gorra de lana hasta las orejas. Después, bajé del coche, lo cerré con llave y entré zumbando por las puertas de cristal. Y justo a tiempo, porque la ráfaga de viento que sopló en cuanto hube entrado por poco arranca la puerta de las bisagras. Conseguí cerrarla y me dirigí a la siguiente puerta del vestíbulo.

Me estaba quitando la bufanda y restregándome los ojos enrojecidos por el viento cuando lo vi de pie en el mostrador de recepción, firmando. Me quedé helada.

¿Cómo podría olvidar la letra de
Una noche encantada...
«verás un desconocido», si Jersey siempre ponía ese disco, cantado por ella misma junto a Dietrich Fischer-Dieskau en el escenario de la Salle Pleyel?

Así que ése era el desconocido. Aunque el marco no era lo que se dice idílico (el vestíbulo de visitas del Anexo de Ciencia Tecnológica), comprendí sin lugar a dudas que estaba ante el ser humano que había sido creado para mí. Era el regalo que los dioses me enviaban como consolación porque mi primo Sam había muerto. Y pensar que podía haber entrado por otra puerta. Qué sutiles son los misterios que el destino nos depara a la vuelta de cada esquina.

Tenía un aspecto algo divino, o por lo menos de la imagen que yo me había fabricado de un dios. Los cabellos oscuros le caían abundantes hasta el cuello; era alto y esbelto, con ese marcado perfil macedonio que siempre se asocia a los héroes. Vestía un abrigo de piel de camello y una bufanda de seda blanca que, desabrochados, le colgaban de los anchos hombros. Llevaba un par de guantes caros de piel italiana, que le cubrían unos dedos largos y gráciles. No era ningún ingeniero
cowboy,
de eso no había ni pajolera duda, como hubiese dicho Olivier.

Su porte tenía cierta compostura distante y regia que rozaba la arrogancia. Y cuando se volvió de la guarda de seguridad, Bella, que lo miraba con la boca abierta como un pez, y se dirigió hacia mí, vi que sus ojos, tras pestañas oscuras, eran de un purísimo color turquesa, casi añil, y de una profundidad sorprendente. Esos ojos me recorrieron, se fijaron un momento, y me di cuenta de que con ese atuendo tenía el atractivo de un oso polar.

Se acercaba hacia la salida. ¡Se iba del edificio! Supe, aterrada, que tenía que hacer algo: caer al suelo desmayada o interponerme con los brazos abiertos en medio del paso. Pero en lugar de eso, cerré los ojos y le olí al pasar: una mezcla de pino, cuero y limón que me dejó algo aturdida. Tal vez fueron imaginaciones mías, pero me pareció que murmuraba algo al pasar por mi lado: «encantadora», o quizá fue «deliciosa». O acaso fue sólo «disculpe», porque creo que le bloqueaba parte de la salida. Cuando abrí los ojos, se había ido.

Me dirigí a echar un vistazo al registro, pero cuando llegué al mostrador, Bella, que ya había recuperado la compostura, deslizó una hoja de papel sobre la página abierta. Levanté los ojos sorprendida y vi que me observaba con un aire muy poco profesional. Era más bien la mirada de una gata en celo enojada.

—Tienes que pasar por los controles, Behn —me informó, señalando la puerta que conducía al exterior—. Y el registro de dirección es confidencial.

—Todas las otras visitas pueden leer el registro y ver quién ha venido cuando firman —le indiqué—. ¿Por qué no los empleados? Nunca había oído esa norma.

—Estás en seguridad nuclear, no en seguridad de las instalaciones, por eso no lo sabes —replicó con aire despectivo, como si mi campo correspondiera a algo primitivo en comparación con el suyo.

Le arranqué el papel de debajo de las uñas pintadas de malva antes de que supiera qué había pasado. Me lo arrebató, pero demasiado tarde. Yo ya había leído su nombre: «Prof. Wolfgang K. Hauser; OIEA; Krems, Osterreich.» Tenía una vaga idea de dónde estaba Krems, Austria. Y la OIEA era la Organización Internacional de Energía Atómica, el grupo que velaba por ese sector a nivel mundial, aunque no podía decirse que hubieran tenido demasiado trabajo en los últimos años: Austria era un país desnuclearizado. Sin embargo, el Estado formaba a algunos de los mejores expertos nucleares del mundo. Estaba más que interesada en echar un buen vistazo al
curriculum vitae
del doctor Wolfgang K. Hauser. Y a algo más.

Sonreí a Bella y añadí mi nombre en el registro.

—Tengo una reunión de urgencia con mi jefe, Pastor Dart. Me pidió que viniera del otro edificio lo más rápido posible —le dije en cuanto me hube quitado la ropa de abrigo y la hube colgado en el perchero del vestíbulo.

—Eso es mentira, el doctor Dart todavía no ha vuelto de comer con algunas visitas de Washington —me informó Bella con una expresión altanera en la cara—. Lo sé porque firmó cuando se fue con ellos hace una hora. Míralo tú misma.

—Vaya, supongo que el registro de dirección ha dejado de ser confidencial —le solté con una sonrisa y crucé las puertas interiores.

Olivier estaba sentado en la oficina que compartíamos en el edificio y jugaba con el terminal del ordenador. Éramos los directores de proyecto encargados de localizar, recuperar y manejar «residuos peligrosos» como barras combustibles y otros materiales transuránicos, es decir, materiales que poseen un número atómico superior al del uranio. Les seguíamos la pista con programas diseñados para adaptarse a nuestros requisitos y desarrollados por nuestro propio grupo informático.

—¿Quién es el doctor Wolfgang K. Hauser, de la OIEA en Austria? —pregunté a Olivier cuando levantó la vista de la pantalla.

—¡Oh, no! ¿Tú también? —exclamó, empujando hacia atrás la silla giratoria y frotándose los ojos—. Sólo hace unos minutos que has vuelto al trabajo. ¿Cómo te puedes haber contagiado tan deprisa? Es como una plaga, ese tipo. Hasta la fecha, ni una sola mujer se ha resistido a sus encantos. Estaba convencido de que serías la única que no sucumbirías. He jugado mucho dinero en ti, ¿sabes? Hemos hecho apuestas en serio.

—Es guapísimo —dije—. Pero hay algo más. Es una especie de... no sé cómo llamarlo; no es magnetismo animal...

—¡Oh, no! —gritó Olivier, se puso de pie y me apoyó las manos en los hombros—. Es mucho peor de lo que creía. Puede que haya perdido hasta el dinero de la compra.

—No habrás apostado el presupuesto para infusiones de hierbas exóticas... —sugerí con una sonrisa.

Se sentó de nuevo con la cabeza entre las manos y se lamentó. De repente, pensé que el doctor Wolfgang K. Hauser era la primera cosa en una semana que me había hecho sonreír y olvidar, durante diez minutos enteros, lo de Sam. Aunque sólo fuera por eso, ya valía la pena que Olivier hubiera perdido la apuesta y que se quedara sin unos cuantos gramos de infusiones esplendorosas de hierbas.

Olivier se levantó de un salto cuando el sistema de alarma empezó a sonar y se oyó una voz por el altavoz.

Estamos comprobando el sistema de alarma para casos de emergencia. Vamos a realizar nuestro simulacro de incendios de invierno. El simulacro será cronometrado por los bomberos locales y por los encargados de seguridad federales. Por favor, diríjanse rápidamente a la salida de emergencia más cercana y esperen en el aparcamiento lo más lejos posible del edificio hasta que suene la señal de fin del simulacro.

¡Lo que faltaba! Durante los simulacros de incendio sólo podíamos usar las salidas de emergencia. Sellaban los controles y las puertas que conducían hacia el interior del edificio, donde podían quedar atrapadas personas en una emergencia real, incluida la puerta del vestíbulo donde tenía el abrigo. La temperatura exterior, muy por debajo de los treinta y cinco grados bajo cero cuando llegué, podía haber descendido aún más. Y el simulacro de incendio podía llegar a durar treinta minutos.

—Venga —dijo Olivier mientras tiraba de la
parka
—, recógelo todo y vamonos.

—Tengo el abrigo en el vestíbulo —le conté y empecé a caminar con él hacia la salida a través de la planta de despachos ya vacíos. Un mar de gente fluía por las cuatro salidas hacia el viento glacial que soplaba en el exterior.

—Estás como una cabra —me informó—. ¿Cuántas veces te tengo dicho que no entres por el vestíbulo? Ahora te convertirás en un bloque de hielo. Compartiría el abrigo contigo, pero los dos no cabemos, es demasiado ajustado. Pero nos lo podemos ir turnando hasta que el otro se empiece a poner azul.

—Tengo una
parka
corta en el coche y las llaves, aquí en el bolso —le conté—. Correré hasta el coche y pondré la calefacción. Si el simulacro se alarga demasiado, iré al bar y me tomaré un té caliente.

—Muy bien, voy contigo —comentó Olivier—. Supongo que si entraste por la puerta delantera, significa que también aparcaste de forma ilegal. —Le sonreía cuando cruzamos las puertas con todos los demás, y corrimos siguiendo la parte lateral del edificio.

Cuando fui a abrir, vi que los seguros estaban levantados. Era extraño; yo siempre cerraba el coche con llave. Puede que aquel día estuviera tan abrumada que se me olvidara. Me subí, me puse la
parka
y le di al contacto cuando Olivier entraba por el otro lado. El motor tardó en arrancar, así que había sido una suerte que me hubieran obligado a salir y encenderlo. Con este clima, con poca protección, el aceite del cárter se convierte en un cucurucho de nieve.

Fue entonces cuando observé el nudo, colgado del retrovisor.

De niños, Sam y yo estábamos muy interesados en aprender todo tipo de nudos. Me convertí casi en una experta; sin ayuda de nadie, era capaz de atar la mayoría de nudos como un marinero. Sam afirmaba que los incas de Perú utilizaban los nudos como una forma de comunicación: podían realizar cálculos matemáticos o incluso relatar historias con ellos. De niña, los utilizaba para enviar mensajes a la gente, o a mí misma, para ver si luego recordaba lo que significaban, como cuando te atas un cinta en el dedo.

Tenía la costumbre de dejar trozos de hilo o de cuerda en distintos sitios, como el retrovisor. Y cuando estaba sometida a estrés o tenía que solucionar algún problema, los ataba y desataba, a veces formando un complejo macramé. Y a la vez que conseguía trenzar el diseño de nudos, resolvía el problema. Sin embargo, no recordaba haber visto ese trozo de cordel cuando conduje hasta casa, ni tampoco al ir al trabajo. Me estaba empezando a fallar la memoria.

Toqué el nudo mientras el coche se calentaba. Eran dos nudos, si se tenía en cuenta la parte que rodeaba el soporte del espejo: un nudo de Salomón, que significaba una decisión crítica, y un nudo corredizo, es decir, un problema escurridizo. ¿En qué estaría pensando cuando puse eso ahí? Solté el hilo y empecé a jugar con él. Olivier había puesto la radio y había sintonizado una canción
cowboy,
gangosa y horrible, de esas que tanto le gustaban. Me arrepentí de haberlo invitado a compartir mi retiro en el vehículo; al fin y al cabo nos pasábamos el noventa por ciento de la vida bajo el mismo techo, como quien dice. De pronto recordé que no había visto el rastro de la entrada y salida de Olivier, ni huellas en la nieve de nadie más, cuando subí el día anterior por la noche (corrección: esa misma mañana) a la parte de delante de la casa. Por mucho que la nieve y el viento hubieran sido constantes e intensos, algo tendría que haber indicado su presencia. Además, ¿por qué no había entrado el correo si había estado en casa todo el tiempo? La trama se complicaba.

—Olivier, ¿dónde te metiste mientras yo estaba fuera?

Olivier me miró con sus ojos oscuros y me besó con suavidad en la mejilla.

—Tengo que confesarte que conocí a una chica vaquera y no me pude resistir.

—¿Pasaste la tormenta con una chica vaquera? —pregunté, sorprendida, porque Olivier no era de los que ligan para una sola noche—. Ponme al día. ¿Es bonita? ¿Es mormona como tú? ¿Y dónde estuvo mi gato mientras sucedía todo eso?

—Dejé al pequeño argonauta con un gran bol de comida; la bebida, bueno, se la sirve él mismo. Y en cuanto a la damisela, nuestra relación se describe mejor en pretérito perfecto. Se derritió junto con la nieve y supongo que ahora está tan congelada como el hielo de aquí fuera.

Muy poético.

El fin de semana que viene tengo que ir a Sun Valley —dije—.

¿Vas a abandonar de nuevo a Jason en ese gélido sótano, o es mejor que me lo lleve conmigo?

—¿Vas a esquiar? —curioseó Olivier—. ¿Por qué no nos llevas a los dos contigo? Estaba intentando decidir dónde podría ir para aprovechar la nieve que ha caído. En Sun Valley tienen un metro de nieve en polvo en las pistas de descenso y un metro y medio en las zonas de recepción. —Olivier era un esquiador excelente y se deslizaba como una pluma sobre la nieve en polvo. Yo no conseguía dominar ese tipo de nieve, pero me encantaba verlo de lejos.

—Verás —dije—, no creo que vaya a tener mucho tiempo para estar en las pistas. Mi tío viene de visita. Quiere comentarme algunos asuntos familiares.

—¡Qué extraño! —soltó Olivier—. Parece que ahora que has heredado, tu familia, antes ausente, te presta muchísima atención. —Enseguida pareció arrepentirse de haber hecho tal comentario.

—No te preocupes —lo tranquilicé—. Estoy empezando a superarlo. Además, mi tío es muy rico. Es un director y violinista famoso.

—¿No será Lafcadio Behn? ¿Es ése tu tío? —me preguntó Olivier—. Con tan pocos Behn en el mundo, siempre me he preguntado si eras pariente de alguno de los famosos.

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