—«No sé si es nieve o niebla lo que vuela, ¡oh! Mi cuerpo también corre veloz».
Tenía la letra de la canción grabada en la memoria. Recordaba incluso la segunda estrofa. Hasta yo me quedé sorprendida al acordarme de una frase que decía: «¡Oh! Nos divertimos saltando con gran habilidad». Un poco más animada, entoné la tercera estrofa, hasta que me quedé atascada en la última parte. Canté hasta «El cielo es azul, la tierra es blanca», pero no conseguía recordar los últimos cuatro compases.
Me detuve bruscamente en la oscuridad y me puse a pensar. La gente que venía de la estación pasaba por mi lado, tratando de esquivarme. Cuando empecé a tararear la tercera estrofa en voz alta, los transeúntes que venían en dirección contraria daban un amplio rodeo cuando llegaban a mi altura.
Incapaz de recordar la letra, sentí ganas de llorar de nuevo. Mis piernas se movían solas y las lágrimas me rodaban por las mejillas en contra de mi voluntad. Alguien pronunció mi nombre, pero no me volví. Pensé que habría sido una alucinación auditiva. Era imposible que el maestro estuviera allí en ese preciso instante.
—¡Tsukiko! —me llamó alguien por segunda vez.
Cuando giré la cabeza, ahí estaba el maestro. Llevaba una chaqueta ligera que parecía abrigar y su inseparable maletín en la mano. Estaba de pie, tieso como de costumbre.
—¡Maestro! ¿Qué está haciendo aquí?
—He salido a dar un paseo. Hoy hace una noche espléndida.
Me pellizqué el dorso de la mano para asegurarme de que aquello no era un producto de mi imaginación, y me dolió. Por primera vez en mi vida, constaté que el truco de pellizcarse para comprobar que uno no estaba soñando funcionaba de verdad.
—Maestro —lo llamé en voz baja, todavía sin acercarme.
—Tsukiko —respondió él. Sólo pronunció mi nombre.
Nos quedamos de pie en la calle oscura, mirándonos. Temía que las lágrimas me traicionaran de nuevo, pero no tuve ganas de llorar. Me sentí más tranquila. ¿Qué habría pensado el maestro si me hubiera echado a llorar?
—Tsukiko, la última parte es: «¡Oh!, las colinas nos reciben» —dijo el maestro.
—¿Cómo?
—La última frase de la canción. Antes iba a esquiar de vez en cuando.
Nos encaminamos hacia la estación.
—Satoru ha cerrado por vacaciones —le anuncié.
Él asintió sin mirarme.
—No nos vendrá mal un cambio de taberna. ¿Qué te parece si tomamos juntos la primera copa del año, Tsukiko? Por cierto, feliz año nuevo.
Entramos en un bar cercano a la taberna de Satoru que tenía un farolillo rojo en la entrada, y nos sentamos sin quitarnos los abrigos. Pedimos cerveza de barril. Yo me tomé la mía de un trago.
—Me recuerdas a algo, Tsukiko —me dijo el maestro, que también había apurado su vaso de un trago—. Pero no sabría decir a qué.
Pedimos tofu hervido y una ración de pescado asado con salsa de soja.
—¡Ya lo tengo! Me recuerdas a la Navidad —vociferó—. Con ese abrigo verde, el jersey rojo y el pantalón marrón, pareces un árbol de Navidad.
—De todos modos, la Navidad ya pertenece al año pasado —le respondí.
—¿Has pasado las fiestas con tu novio, Tsukiko? —me preguntó.
—No.
—¿No tienes novio?
—Claro que sí. He estado cada día con un novio diferente.
—Ya veo.
Pronto abandonamos la cerveza y pedimos sake. Cogí la botella y llené el vaso del maestro. El sake caliente me hizo entrar en calor, y los ojos se me inundaron de lágrimas otra vez. Pero aguanté. Beber sake era mucho más agradable que llorar.
—Le deseo un feliz año nuevo lleno de salud y felicidad, maestro —dije de un tirón.
Él se echó a reír.
—Bien dicho, Tsukiko. Veo que eres fiel a las buenas costumbres —observó, y alargó la mano para acariciarme la cabeza.
Mientras el maestro me pasaba la mano por el pelo, yo bebía a pequeños sorbos.
U
n día, de repente, me encontré al maestro en la calle.
Había estado holgazaneando en la cama hasta muy tarde. Había tenido un mes muy ajetreado en el trabajo, y llevaba muchos días saliendo de la oficina a las doce de la noche. Cuando llegaba a casa ni siquiera me apetecía bañarme. Me lavaba la cara y me quedaba dormida en el acto. Además, tuve que ir a la oficina casi todos los fines de semana. Como apenas tenía tiempo para comer, estaba pálida y demacrada. Yo soy una sibarita, y cuando no puedo disfrutar de la comida durante una temporada me voy consumiendo poco a poco. La expresión de mi rostro era cada vez más lúgubre.
El viernes, por fin, el nivel de estrés disminuyó un poco y pude levantarme tarde el sábado por la mañana. Tras haber recuperado las horas de sueño perdidas me levanté, llené la bañera de agua caliente y entré con una revista en la mano. Me lavé el pelo y me sumergí varias veces en el agua perfumada, hasta que hube leído media revista. De vez en cuando, salía de la bañera para refrescarme. Así pasé unas dos horas.
Luego, vacié y limpié la bañera, me enrollé una toalla alrededor del pelo y salí del baño desnuda y sin complejos. Por un momento me alegré de vivir sola. Abrí la nevera, cogí una botella de agua con gas, vertí la mitad en un vaso y bebí ávidamente. Cuando era joven no me gustaban las bebidas gaseosas. A los veinte años viajé a Francia con una amiga. Un día, entramos en una cafetería muertas de sed y pedimos agua, pero nos trajeron agua con gas. Bebí un largo trago para calmar la sed y estuve a punto de escupir. Estaba sedienta y tenía una botella de agua delante de mis narices, pero dentro de la botella el carbonato revelaba su presencia en forma de pequeñas burbujas. Me apetecía beber, pero mi garganta no lo habría soportado. Como no sabía francés, no podía pedirle al camarero que me trajera agua sin gas, así que mi amiga acabó compartiendo conmigo la limonada que había pedido. Era muy dulzona, y a mí no me gustaban las cosas dulces. En aquella época todavía no me había acostumbrado a beber cerveza para calmar la sed.
Las bebidas gaseosas empezaron a gustarme a partir de los treinta y tantos años. Fue entonces cuando empecé a tomar whisky con gaseosa y aguardiente con tónica. En mi nevera nunca faltaba una botellita verde de gaseosa Wilkinson. También tenía en la despensa unas cuantas botellas de Ginger Ale de Wilkinson, por si venía a verme alguien que no tomaba alcohol. No tengo marcas favoritas en cuanto a ropa, comida y otros utensilios, pero la gaseosa tiene que ser Wilkinson. Uno de los motivos principales es que la bodega que hay a dos minutos de mi casa sólo vende esa marca de gaseosa. Puede parecer un motivo casual, pero si ahora me mudara y no tuviera cerca de casa ninguna bodega que distribuyera la marca Wilkinson, mis reservas de gaseosa empezarían a menguar. Mi obsesión no tiene límites.
Cuando estoy sola tengo la costumbre de pensar en un sinfín de cosas, desde la marca Wilkinson hasta el viaje a Europa que hice mucho tiempo atrás. Mi cabeza se llena de burbujas en expansión, como si fuera una botella de agua con gas. Desnuda, me coloqué frente al espejo de cuerpo entero y mi mente empezó a divagar. Hablaba conmigo misma como si tuviera alguien a mi lado. Ensimismada en mis pensamientos, apenas prestaba atención a mi cuerpo desnudo, que ya empezaba a notar los efectos de la gravedad. No hablaba con mi yo visible, sino con mi otro yo, una presencia invisible que flotaba en la habitación.
Permanecí en casa hasta el anochecer, hojeando un libro para distraerme. En un momento dado se me cerraron los ojos y me quedé dormida. Cuando me desperté al cabo de media hora y corrí las cortinas, ya estaba oscureciendo. Según el calendario ya había empezado la primavera, pero los días todavía eran cortos. Yo prefiero los días próximos al solsticio de invierno, cuando la oscuridad persigue la luz diurna y le gana la carrera. Si sé de antemano que pronto oscurecerá, la melancolía del crepúsculo no me afecta tanto. Esta época en que los días empiezan a alargarse y nunca acaba de oscurecer del todo me saca de quicio. Cuando me doy cuenta de que ya es noche cerrada, la soledad me invade.
Salí a la calle. Quería comprobar que no estaba sola en el mundo y que no era la única que se sentía angustiada. Pero era imposible saber cómo se sentía la gente que pasaba por la calle. Cuanto más lo intentaba, más difícil me parecía.
Entonces fue cuando me encontré al maestro.
—Me duele el trasero, Tsukiko —me espetó a bocajarro nada más verme.
Lo miré perpleja, pero su rostro no traslucía dolor. Parecía tan tranquilo como siempre.
—¿Qué le ha pasado en el trasero? —le pregunté.
Él frunció el ceño.
—Una jovencita como tú no debería usar ese vocabulario.
Antes de que pudiera preguntarle si conocía otra palabra más formal para referirse a esa parte del cuerpo, me dijo:
—Deberías haber usado otra expresión, como «posaderas», «asentaderas» o «nalgas». El vocabulario de los jóvenes de hoy en día es cada vez más pobre —se lamentó.
Yo me limité a reír sin responder, y él también rió.
—¿Por qué no vamos a la taberna de Satoru esta noche? —le propuse.
El maestro negó con la cabeza, apesadumbrado.
—Si Satoru se da cuenta de que estoy dolorido, se preocupará por mí. No sería muy considerado de mi parte pasarlo bien mientras los demás sufren por mi salud.
Decidimos dejar el sake para otro día.
—De todos modos, hay una expresión que dice que «aun el encuentro más casual es karma».
—¿Quiere decir que nuestro encuentro ha sido cosa del destino? —sugerí.
—¿Sabes qué es el karma, Tsukiko? —me preguntó.
—¿Una especie de destino que te une a otra persona? —aventuré, tras reflexionar detenidamente.
El maestro sacudió la cabeza con expresión de disgusto.
—No tiene nada que ver con el destino, sino con la reencarnación.
—Ya —respondí—. Es que nunca se me han dado bien los refranes.
—Será porque no dedicabas suficiente tiempo a estudiar —me espetó el maestro—. «Karma» es un término budista. Es la energía que todos nos llevamos de nuestras villas anteriores y que condiciona nuestras vidas futuras.
Entramos en el bar cercano a la taberna de Satoru, donde tenían cocido japonés. Observé al maestro y me di cuenta de que caminaba un poco encorvado. No sabía hasta qué punto le dolían las posaderas o asentaderas. Su expresión era hermética.
—Un sake caliente, por favor —pidió.
Yo pedí una cerveza. Al poco rato nos trajeron una botella de sake, una cerveza mediana, un vaso y una jarra. Cada uno se sirvió su propia bebida y bebimos.
—El karma es una conexión con nuestra vida anterior.
—¡Ya lo entiendo! —exclamé en voz alta—. Usted y yo ya estábamos unidos en nuestras vidas anteriores, ¿verdad, maestro?
—Supongo que todo el mundo lo está de alguna forma —respondió tranquilamente.
Cogió la botella y se sirvió con delicadeza. A nuestro lado, en la barra, había un chico joven que no nos quitaba la vista de encima. Supongo que mi tono de voz demasiado elevado le había llamado la atención. Llevaba tres pendientes en la oreja. Dos de ellos eran piedrecitas doradas, mientras que en el agujero inferior llevaba un pendiente brillante que oscilaba.
—¿Usted cree en la reencarnación, maestro? —le pregunté, y me volví hacia el tabernero para pedirle otro sake caliente. Nuestro vecino de barra era todo oídos.
—Un poco.
No esperaba aquella respuesta. Estaba convencida de que me devolvería la pregunta en vez de responderme, como era habitual en él.
—¿En la reencarnación o en el destino?
—Un cocido con nabo y albóndigas de pescado, por favor —pidió el maestro.
—Otro con pasta de pescado, fideos de
konjac
y nabo —añadí yo, para no parecer menos.
El chico joven pidió un cocido de algas con tarta de pescado. Aparcamos momentáneamente la conversación sobre el destino y la reencarnación y nos concentramos en nuestros respectivos platos. El maestro, un poco encorvado, troceaba el nabo con los palillos y se lo llevaba a la boca. Yo mordía el nabo entero, inclinada encima de la barra.
—Tanto el sake como el cocido están deliciosos —observé, y el maestro me acarició el pelo. Últimamente aprovechaba la menor oportunidad para hacerlo.
—No hay mayor placer que ver a alguien disfrutando de la comida —dijo, sin apartar la mano de mi cabeza.
—¿Quiere pedir algo más, maestro?
—No estaría mal.
Pedimos un par de platos más. Nuestro vecino de barra estaba rojo como un pimiento. Frente a él había tres botellas de sake vacías y un vaso con restos de cerveza. Estaba tan borracho que casi podía notar su aliento cargado de alcohol.
—¿Qué clase de gente sois? —nos preguntó el hombre bruscamente.
Aún no había tocado la comida de su plato. Mientras cogía la cuarta botella de sake y vertía el contenido en el vaso, nos dirigió una vaharada de alcohol. Los pendientes que llevaba en la oreja centellearon.
—¿A qué se refiere? —inquirió el maestro a la vez que llenaba su propio vaso.
—Pues a eso. Parecéis gente bien —aclaró el chico riendo.
Su risa era una extraña mezcla de varias cosas. Sonaba como si de pequeño se hubiera tragado una rana por error y desde entonces fuera incapaz de reír a carcajadas.
—¿Gente bien? —repitió el maestro, en un tono algo más serio.
—Los que tienen pasta siempre ligan, aunque se lleven treinta o cuarenta años.
El maestro asintió con un movimiento brusco de cabeza y le dirigió al muchacho una mirada fulminante, que le cayó encima como un bofetón. No despegó los labios, pero yo sabía lo que estaba pensando: «Yo no hablo con tipos como tú». El chico también lo notó.
—¡Menuda marcha tiene el abuelete!
Aunque intuía que el maestro no estaba dispuesto a hablar con él, o quizás precisamente por eso, el chico siguió hurgando en la llaga.
—¿Qué tal lo hace el viejo? —me preguntó, en un tono de voz demasiado alto. Observé al maestro por el rabillo del ojo, pero no era hombre que se escandalizara con insinuaciones de esa clase.
—¿Cuántas veces al mes os lo montáis?
—Ya basta, Yasuda —intentó detenerlo el dueño del local.
Pero el joven estaba más borracho de lo que parecía. Su cuerpo se balanceaba como un tentetieso. Si hubiera estado sentado a mi lado, le habría propinado un buen guantazo.
—¡Cállate! —le espetó al camarero, e intentó tirarle a la cara el contenido de su vaso. Pero iba tan borracho que le falló la puntería y derramó casi todo el sake en su propio regazo—. ¡Idiota! —insultó al camarero.