—Sumiyo era una mujer muy peculiar.
—Ya.
—Se fue hace quince años, y desde entonces se dedicó a deambular por todo el país. Cada vez que se mudaba, me enviaba una postal. Era muy considerada.
El maestro, que estaba haciendo el pino, recuperó su postura habitual y se sentó encima de la piedra. Describía a su mujer como una excéntrica, pero su comportamiento en aquella playa tampoco se podía considerar normal.
—La última postal me llegó hace cinco años, y me la envió desde la isla donde estuvimos aquel fin de semana.
En la playa había cada vez más gente. Recogían marisco entusiasmados, de espaldas a nosotros. Los niños gritaban. Sus voces me llegaban a cámara lenta, como si estuviera escuchando una cinta estropeada.
El maestro cerró los ojos y aspiró el humo del cigarrillo que subía desde el vaso cenicero. Era curioso que yo recordara tan bien a su mujer, a quien nunca había conocido, y que fuera incapaz de recordar nada sobre mí misma. Las barquitas que navegaban hacia mar abierto sólo eran puntitos luminosos.
—¿Cómo se llama este lugar?
—Es un lugar de paso.
—¿De paso?
—Podríamos llamarlo «frontera».
¿Qué clase de frontera? ¿Por qué el maestro frecuentaba ese lugar? Bebí un trago de mi enésimo vaso de sake y contemplé la playa. Veía las siluetas de la gente ligeramente borrosas.
—Teníamos un perro —empezó el maestro. Dejó el vaso vacío en la piedra. Se esfumó sin dejar rastro—. Cuando nuestro hijo aún era pequeño, teníamos un perro. Era un
shiba.
Me gustan los perros de raza
shiba.
Mi mujer prefería los perros cruzados. Una vez le regalaron un perro muy extraño que parecía una mezcla entre un buldog y un perro salchicha. Vivió bastantes años. Mi mujer le tenía mucho cariño. El
shiba
lo tuvimos antes. El pobre comió algo que le sentó mal, estuvo enfermo unos días y al final murió. Para mi hijo fue un golpe muy duro. Yo también estaba triste, pero mi mujer no derramó ni una sola lágrima. Estaba enfurecida porque mi hijo y yo nos pasábamos el día lloriqueando.
»Cuando enterramos al perro en el jardín, mi mujer le dijo al niño:
»—No te preocupes, el perro resucitará. Chiro se reencarnará.
»—Pero ¿en qué? —le preguntó mi hijo entre sollozos.
»—En mí.
»—¿Eh? —exclamó el chaval, abriendo los ojos como platos. Yo también me quedé perplejo. ¿De qué diablos estaba hablando? Aquello no tenía ningún sentido, y tampoco serviría para consolar al niño.
»—No digas cosas raras, mamá —le pidió nuestro hijo, algo mosqueado.
»—No son cosas raras —replicó Sumiyo, y entró en casa rápidamente. El día terminó sin más novedades. Al cabo de una semana, mientras estábamos cenando, Sumiyo rompió a ladrar súbitamente.
»—¡Guau! —ladraba con una voz muy estridente, idéntica a la de Chiro. Además de tener un gran talento para los trucos de magia, sabía ladrar exactamente igual que Chiro.
»—Eso es una broma de mal gusto —le advertí, pero no me hizo caso. Siguió ladrando hasta que terminamos de cenar. Tanto mi hijo como yo perdimos el apetito y nos levantamos de la mesa lo antes posible.
»Al día siguiente Sumiyo volvía a ser la misma de siempre, pero mi hijo no había olvidado lo sucedido.
»—Quiero una disculpa, mamá —le exigía, pero ella hacía oídos sordos.
»—Te dije que el perro se reencarnaría en mí. Era Chiro quien estaba dentro de mí —se justificaba. Mi hijo estaba cada vez más enfadado y ninguno de los dos parecía dispuesto a ceder. A partir de aquel día empezaron a distanciarse. Cuando acabó el instituto, nuestro hijo se matriculó en una universidad lejos de la ciudad y se alojó en una residencia. Se quedó a trabajar cerca de allí. Ni siquiera cuando nacieron nuestros nietos recuperamos el contacto.
»—¿Acaso no quieres a tus nietos? ¿No te gustaría verlos más? —le preguntaba yo a Sumiyo.
»—No —me respondía ella.
»Hasta que, un buen día, se fue.
—¿Y dónde estamos ahora? —pregunté otra vez. No obtuve respuesta. Quizás Sumiyo odiaba la muerte, o no le gustaba la tristeza que provoca—. Maestro —dije—. Quería mucho a Sumiyo, ¿verdad?
El maestro gruñó y me miró.
—La quisiera o no, era una mujer muy egoísta.
—Es verdad.
—Era caprichosa, egoísta y lunática.
—Todo eso significa más o menos lo mismo.
—Sí, todo es lo mismo.
La playa quedó oculta tras un denso manto de niebla. El maestro y yo estábamos solos, de pie y con un vaso de sake en la mano, en aquel lugar donde no había nada más que aire.
—¿Dónde estamos?
—¿Dónde? Aquí.
De vez en cuando, las voces de los niños nos llegaban desde la playa, lentas y distorsionadas.
—Sumiyo y yo éramos muy jóvenes.
—Usted sigue siendo joven.
—Pero no como antes.
—He bebido demasiado, maestro.
—¿Quieres bajar a la playa y recoger almejas?
—Las almejas no se comen crudas.
—Podemos encender una hoguera y asarlas.
—¿Asarlas?
—Sería demasiado complicado, ¿verdad?
Oí un ruido en el exterior. El alcanforero susurraba junto a mi ventana. Me gustaba aquella época del año. Llovía con facilidad, pero la lluvia mojaba las hojas del alcanforero y les arrancaba un brillo deslumbrante. El maestro fumaba, absorto en sus pensamientos. Movió los labios y me pareció que articulaba algo como «esto es la frontera», pero en realidad no emitió ningún sonido.
—¿Cuándo empezó a venir aquí? —le pregunté.
—Cuando tenía más o menos tu edad. Sentía la necesidad de venir —me respondió con una sonrisa.
—¿Por qué no volvemos a la taberna de Satoru? No quiero quedarme en este lugar tan extraño. ¡Vayámonos de aquí! —le supliqué.
—¿Y cómo vamos a salir? —me preguntó el maestro.
De la playa nos llegaba una algarabía de voces. El alcanforero seguía susurrando. El maestro y yo permanecimos de pie, con sendos vasos de sake en la mano, sumidos en un profundo sopor. Las hojas del alcanforero susurraban: «¡Ven! ¡Ven!».
L
levaba mucho tiempo sin ver al maestro.
La visita a aquel lugar extraño no tuvo nada que ver con nuestro distanciamiento. Había decidido esquivarlo a propósito.
Evitaba acercarme a la taberna de Satoru. Renuncié a mi paseo vespertino los fines de semana. En vez de ir al mercado viejo del centro de la ciudad, hacía la compra en un gran supermercado situado frente a la estación. Tampoco me detenía en la librería de segunda mano ni en las otras dos librerías del barrio. Sabía que, si tomaba aquellas pequeñas precauciones, no me cruzaría con el maestro. Así de sencillo.
Era tan sencillo, que si seguía así no volvería a ver al maestro nunca más. Y si no volvía a verlo, acabaría olvidándolo.
—Cada uno recoge lo que ha sembrado —solía decir mi difunta tía abuela.
A pesar de su avanzada edad era mucho más liberal que mi madre. Cuando murió su marido estuvo saliendo con varios hombres que la llevaban de excursión en coche, a comer o a jugar al criquet.
—En eso consiste el amor —repetía la mujer—. Cuando tienes un gran amor, debes cuidarlo como si fuera una planta. Debes abonarlo y protegerlo de la nieve. Es muy importante tratarlo con esmero. Si el amor es pequeño, deja que se marchite hasta que muera.
Mi tía abuela no se cansaba de recordarnos a todos su consejo, como si de un dogma se tratara.
Según ese método, si no veía al maestro durante una temporada larga, lo que sentía por él acabaría marchitándose. Por eso hacía todo lo posible por evitar el encuentro.
Si salía de mi casa, caminaba por la calle principal, tomaba la calle que llevaba al barrio residencial y seguía el río durante unos cien metros, llegaría a casa del maestro. Vivía en el tercer edificio de un callejón perpendicular al río, que se desbordaba con mucha facilidad. Hasta hace unos treinta años, cada vez que un tifón azotaba la región se inundaban los bajos de las casas. En la época del gran crecimiento económico se puso en marcha un proyecto de reparación a gran escala de los lechos de los ríos, que se ampliaron y rodearon de muros de cemento excavados a gran profundidad.
Pero antes de las obras la corriente era tan violenta que costaba distinguir si el agua era turbia o cristalina. Era muy fácil acceder al río, de modo que era un buen reclamo para los suicidas. Además había oído decir que, una vez saltabas, era imposible que te rescataran con vida.
Los sábados y domingos tenía la costumbre de ir paseando junto al río hasta el mercado de la estación. Pero cuando empecé a esquivar al maestro tuve que renunciar a esos paseos y perdí una de mis distracciones del fin de semana.
Cogía el tren para ir al cine o al centro a comprarme ropa y zapatos.
Pero no me sentía cómoda. Me costaba mucho aguantar el olor a palomitas que impregnaba las salas de los cines los fines de semana, el ambiente fresco pero viciado de los grandes almacenes en las tardes de verano y el murmullo de voces que rodeaba la caja registradora de las grandes librerías. Tenía la sensación de que me faltaba el aire.
Hacía escapadas de fin de semana en solitario. Me compré un libro titulado
Viajar sin rumbo. Balnearios de los alrededores.
Y así, sin rumbo, visité varios lugares. Antes se consideraba sospechoso que una mujer viajara sola, pero los tiempos han cambiado. Los empleados del hotel me acompañaban amablemente a mi dormitorio, me enseñaban amablemente el comedor y la sala de baños y me decían amablemente a qué hora tenía que dejar la habitación. Una vez me había instalado me bañaba, cenaba, me bañaba otra vez y me quedaba sin saber qué hacer. Iba a dormir, al día siguiente desalojaba la habitación y daba el viaje por terminado.
¿Por qué no conseguía sentirme a gusto conmigo misma si estaba acostumbrada a estar sola?
Pronto me cansé de viajar sin rumbo. Como tampoco podía salir a pasear junto al río al atardecer me quedaba en casa, holgazaneando y preguntándome si mi vida estaba siendo tan agradable como creía.
Divertida. Dolorosa. Agradable. Dulce. Amarga. Salada. Cosquillosa. Picante. Fría. Caliente. Tibia.
¿Qué clase de vida había llevado hasta entonces?
Mientras estaba tumbada, ensimismada en mis pensamientos, los párpados empezaron a pesarme. Me recosté en la almohada doblada en dos y me quedé dormida. La ligera brisa que entraba a través de la tela metálica de la ventana me acariciaba el cuerpo. A lo lejos oía el canto de los grillos.
A medio camino entre el sueño y la vigilia, en ese sopor en que uno no sabe si está soñando o divagando, me pregunté por qué estaba esquivando al maestro. Soñé que andaba por un camino blanco y polvoriento. Avanzaba buscando al maestro, mientras los grillos cantaban desde algún lugar, por encima de mí.
Pero no encontraba al maestro.
De repente, recordé que había decidido encerrarlo en una caja. Lo había envuelto en un paño de seda y lo había guardado en un rincón del armario empotrado de madera de paulonia.
El armario era demasiado grande para recuperarlo. El envoltorio de seda era tan fresco, que el maestro no quería salir de ahí. El interior de la caja era oscuro, para que pudiera dormir tranquilo. Mientras pensaba en el maestro acostado dentro de la caja, con los ojos abiertos, seguía caminando sin descanso por el camino blanco. Los grillos enloquecidos cantaban por encima de mi cabeza.
Un día, después de mucho tiempo, quedé con Takashi Kojima, que había estado de viaje de negocios durante un mes. Me dio un cascanueces metálico muy pesado y me dijo que era un regalo.
—¿Dónde has estado? —le pregunté mientras jugueteaba con el cascanueces.
—Por ahí, en el oeste de América —me respondió.
—¿Cómo que por ahí? —inquirí riendo.
Takashi también rió.
—Es una ciudad que no conoces, cielo.
Fingí no darme por aludida con aquello de «cielo».
—¿Y qué has estado haciendo en esa ciudad que no conozco?
—Trabajando.
Tenía los brazos bronceados.
—El sol americano te ha sentado bien —observé.
Takashi afirmó con la cabeza.
—Bien mirado, el sol americano y el sol japonés son un único sol.
Mientras abría y cerraba el cascanueces, contemplaba distraídamente los brazos de Takashi Kojima. Sólo hay un sol. Me dejé llevar por la belleza de aquellas palabras y estuve a punto de ponerme sentimental, pero pude contener a tiempo mis sentimientos.
—¿Sabes qué? —empecé.
—¿Qué?
—Este verano he estado viajando.
—¿De veras?
—Sin rumbo fijo. De un lado a otro.
—¡Qué lujo! Qué envidia me das —exclamó Takashi.
—Un auténtico lujo —le respondí.
El cascanueces brillaba pobremente bajo la suave luz del Bar Maeda. Takashi Kojima y yo tomamos dos vasos de Bourbon con soda cada uno. Pagamos la cuenta y subimos las escaleras del bar. En cuanto pisamos la calle, nos dimos un apretón de manos formal y un beso también formal.
—Te veo distraída —observó Takashi.
—Es que llevo tiempo viajando sin rumbo —repliqué.
Él arrugó la frente.
—¿A qué te refieres, cielo?
—Eso de «cielo» no va conmigo.
—Yo creo que sí —insistió Takashi.
—Pues a mí me parece que no —repetí.
Takashi rió.
—El verano ya se acaba.
—Sí, ya se acaba.
Entonces, nos estrechamos las manos de nuevo y nos despedimos.
—¡Cuánto tiempo sin verte, Tsukiko! —me saludó Satoru.
Eran más de las diez. Satoru estaba a punto de cerrar. Llevaba dos meses sin aparecer por allí. Había ido a la fiesta de despedida de uno de mis jefes, que estaba a punto de jubilarse. Había bebido más de la cuenta y me envalentoné. Pensé que después de dos meses ya lo habría superado.
—Sí, ha pasado mucho tiempo —respondí, con la voz más aguda que de costumbre.
—¿Qué tomarás? —me preguntó Satoru, levantando la vista de la tabla de cortar.
—Una botella de sake frío y unos brotes de soja verde.
—Marchando —dijo Satoru, y agachó de nuevo la cabeza.
La barra estaba vacía. En una de las mesas había un hombre y una mujer sentados frente a frente, en silencio. No había nadie más.
Bebí un sorbo de sake. Satoru no me dijo nada. La radio anunciaba los resultados de los partidos de béisbol.
—Los Giants han dado la vuelta al marcador en el último momento —murmuró el tabernero, hablando consigo mismo.