Read El cero y el infinito Online
Authors: Arthur Koestler
Sentía mucho frío y deseó con vehemencia un cigarrillo. Se veía a sí mismo otra vez en el viejo puerto belga, escoltado por el alegre y pequeño Loewy, que era un poco jorobado y fumaba una pipa de marinero. Olía de nuevo el olor del puerto, mezcla de algas podridas y de petróleo, y oía la música del carillón en la torre del viejo edificio consistorial; veía las estrechas callejas con las ventanas salientes, de cuyas rejas las prostitutas del puerto colgaban durante el día la ropa lavada.
Eso ocurría dos años después del caso de Ricardo. No habían logrado probar nada contra él. Se había mantenido callado mientras le pegaban, había permanecido silencioso en tanto le arrancaban los dientes a golpes, le destrozaban el oído y le rompían los lentes. Había guardado silencio y lo había negado todo, mintiendo de un modo frío y circunspecto. Se había paseado en su calabozo, y se había arrastrado sobre las baldosas de la oscura celda de castigo; había tenido miedo, pero había continuado pensando en la manera de defenderse, y cuando lo sacaban de su desmayo con un balde de agua fría, encendía un cigarrillo y seguía mintiendo En aquellos días no le sorprendía el odio de los que le torturaban, ni adivinaba por qué les era tan detestable. Todo el mecanismo legal de la dictadura lo trituró entre sus dientes, pero no pudieron probar nada contra él. Cuando lo pusieron en libertad, lo expulsaron, llevándole en aeroplano a su país, hacia el hogar de la Revolución. Hubo recepciones, jubilosas manifestaciones populares y brillantes desfiles militares. Hasta el Número Uno apareció frecuentemente en público junto a él.
No había vivido en su país natal desde hacía años y encontraba que todo había cambiado mucho. La mitad de los hombres barbudos de la fotografía ya no existían, y sus nombres no podían mencionarse sin maldecir su memoria, con excepción del anciano de los oblicuos ojillos.tártaros, el antiguo jefe, que había muerto a tiempo. Las masas lo reverenciaban como a Dios Padre, y al Número Uno como al Hijo; pero de él se murmuraba que había alterado el testamento del anciano jefe para quedarse con la herencia. Los pocos de los hombres barbudos de la vieja fotografía que quedaban vivos no eran reconocibles; habíanse afeitado la cara y estaban gastados y desilusionados, llenos de cínica melancolía. De tiempo en tiempo, el Número Uno sacrificaba una nueva víctima entre ellos. Entonces todos se golpeaban el pecho y, a coro, se arrepentían de sus pecados. A los quince días de su llegada, cuando todavía tenía que andar con muletas, Rubashov solicitó una nueva misión en el extranjero. "Parece que tiene usted mucha prisa por irse", le dijo el Número Uno, mirándolo a través de una nube de humo. A pesar de haber estado veinte años juntos en los puestos directivos del Partido, se trataban con puntillosa ceremonia. Sobre la cabeza del Número Uno estaba colgado el retrato del viejo jefe; al lado había estado el grupo con las cabezas numeradas, pero ya había desaparecido. La conversación fue corta; no duró más que unos minutos, y al despedirse, el Número Uno le estrechó la mano con efusión singular. Mucho tiempo después Rubashov dedicó largas horas a interpretar el significado de aquel efusivo apretón de manos, y también el de la irónica mirada que el Número Uno le lanzó desde tras de las nubes de humo. Luego Rubashov salió de la habitación cojeando, apoyado en las muletas; el Número Uno no lo acompañó hasta la puerta. Al día siguiente salía de su país con rumbo a Bélgica.
A bordo del barco mejoró ligeramente, y meditó sobre la tarea que lo aguardaba. El pequeño Loewy, con su pipa de marinero, fue a recibirlo; era el jefe local de la sección del Partido de los trabajadores del muelle, y le gustó a primera vista. Fue guiando a Rubashov a través de los muelles y de las estrechas calles serpenteantes, tan orgulloso como si los hubiera construído él mismo. En todas las tabernas tenía conocidos, trabajadores del puerto, marineros y prostitutas, que le ofrecían un trago, mientras él saludaba levantando la pipa a la altura de la oreja. Hasta el policía de tránsito de la plaza del mercado le guiñaba un ojo al pasar, y los marineros camaradas de los barcos extranjeros, que no podían hacerse comprender, le daban cariñosas palmadas en el hombro deforme. Rubashov veía todo eso con moderada sorpresa. No, el pequeño Loewy no era odioso ni detestable. La sección de los trabajadores del puerto en esta ciudad era una de las secciones del Partido mejor organizadas en el mundo.
Por la noche, Rubashov, el pequeño Loewy y algunos camaradas se sentaron en una de las tabernas del puerto, y entre ellos, un cierto Paul, secretario de organización de la sección. Era un ex luchador, calvo, picado de viruelas, con grandes orejas salientes. Llevaba una negra tricota marinera debajo del abrigo, y un gorro oscuro en la cabeza. Tenía la habilidad de mover las orejas hasta el punto de levantar el gorro y dejarlo caer después. Con él estaba un tal Bill, un ex marinero que había escrito una novela sobre la vida en los barcos; fue famoso durante un año y luego cayó en el olvido; ahora escribía artículos para los periódicos del Partido. Los otros eran pesados trabajadores del puerto, aficionados a beber fuerte. Llegaban nuevos parroquianos que se sentaban o quedaban de pie junto a la mesa, pagaban una vuelta y se iban. El grueso tabernero se acercaba a hacerles compañía en cuanto tenía un momento libre. Sabía tocar una especie de armónica. Mucha gente estaba borracha.
Rubashov había sido presentado a la concurrencia por el pequeño Loewy como un "compañero del otro lado", sin más comentario. El pequeño Loewy era el único que conocía su identidad, y como las personas que se sentaban a la mesa vieron que Rubashov no era de humor comunicativo, o que tenía razones para no serlo, no le hicieron muchas preguntas. Las pocas que le hacían se referían a las condiciones materiales de vida en el Otro Lado, los salarios, el problema de la tierra y el desarrollo de la industria. Todo lo que le decían revelaba un sorprendente conocimiento de los detalles técnicos, juntamente con una ignorancia igualmente sorprendente de la situación general y la atmósfera política del Otro Lado. Hacían preguntas sobre el desarrollo de la producción en la industria metalúrgica ligera, como niños que preguntaran acerca del tamaño exacto de las uvas de Canaán. El viejo cargador del muelle que había estado de pie junto al bar sin tomar nada durante un rato, hasta que el pequeño Loewy lo llamó y le ofreció una copa, le dijo a Rubashov, después de haberle dado la mano:
—Usted se parece mucho al viejo Rubashov.
—No es la primera vez que me lo dicen —contestó Rubashov.
—Rubashov, ése sí que es un hombre —afirmó, el viejo obrero, vaciando de un trago su vaso.
No hacía más que un mes que habían soltado a Rubashov, y no hacía seis semanas que sabía que iba a escapar con vida. El grueso tabernero siguió tocando su armónica, Rubashov encendió un cigarrillo y mandó traer bebida para todos; bebieron a su salud y a la salud del pueblo del Otro Lado, y el secretario Paul hizo bailar su sombrero de arriba abajo con las orejas.
Poco después, Rubashov y el pequeño Loewy estuvieron un rato juntos en un café, cuyo dueño había cerrado ya las puertas, apilado las sillas sobre las mesas y permanecía dormido apoyado en el mostrador. El pequeño Loewy le contó la historia de su vida, sin que Rubashov se lo hubiese pedido. Éste preveía complicaciones para el día siguiente; no podría evitar que todos los camaradas le quisiesen referir su historia. Verdaderamente habría deseado irse, pero se sintió súbitamente muy cansado; había exagerado su resistencia física, después de todo, así que se quedó y escuchó.
Resultó que el pequeño Loewy no era natural del país, aunque hablaba el idioma como si lo fuera y conocía a todo el mundo. Realmente había nacido en una ciudad de Alemania meridional; aprendió el oficio de carpintero; tocó la guitarra y dió lecciones sobre el darwinismo en las excursiones domingueras del club revolucionario de la juventud. Durante los agitados meses que transcurrieron antes de que la dictadura asaltase el poder, cuando el Partido estaba necesitando armas con urgencia, se llevó a cabo en aquella ciudad un atrevido plan, que consistió en transportar, un domingo por la tarde, cincuenta fusiles, veinte pistolas y dos ametralladoras livianas, con municiones, en un carro de mudanzas, desde la estación de policía situada en el barrio más populoso de la ciudad. La gente que iba en el furgón había enseñado una orden escrita, cubierta de sellos oficiales, y estaba acompañada por dos falsos policías vestidos de uniforme. Las armas se encon— traron después en otra ciudad al hacer un registro en el garage de un miembro del Partido. El asunto nunca se aclaró del todo, y el día siguiente al suceso el pequeño Loewy desapareció de la ciudad. El Partido le había prometido un pasaporte y documentos de identidad, pero nunca los recibió, porque el emisario de las altas esferas de la organización que le iba a traer el pasaporte y el dinero para el viaje, no concurrió al lugar de la cita.
—Siempre pasa lo mismo con nosotros —agregó el pequeño Loewy filosóficamente. Rubashov no contestó.
A pesar de eso, el pequeño Loewy se las arregló para escapar y, eventualmente, cruzar la frontera. Pero como existía una orden de arresto contra él, y su fotografía con el hombro deformado era exhibida en todos los puestos de policía, el conseguirlo le costó varios meses de vagabundeo a través del país. Cuando fracasó la cita con el camarada de las "altas esferas", sólo le quedaba en el bolsillo dinero para tres días. "Había creído siempre que sólo en los libros la gente se alimenta con cortezas de árboles —subrayó—. Los plátanos silvestres cuando son jóvenes saben mejor." El recuerdo le impelió a levantarse y a traer un par de salchichas del mostrador. Rubashov recordó la sopa de la cárcel y las huelgas de hambre, y las compartió con él.
Por último, el pequeño Loewy consiguió atravesar la frontera francesa, pero como no tenía pasaporte fue detenido al cabo de pocos días; antes de soltarlo le dijeron que tenía que irse a otro país. "Lo mismo me podían haber dicho que me fuera a la luna", observó. Pidió ayuda al Partido, pero como no lo conocían le dijeron que tenían que indagar primero en su país de origen. Siguió vagabundeando y al poco tiempo fue detenido otra vez y condenado a tres meses de cárcel.
Cumplió la sentencia, y, entretanto, le dió a su compañero de calabozo, que era un mendigo profesional, un curso sobre las resoluciones del último congreso del Partido. En recompensa, el otro le enseñó una manera de ganarse la vida cazando gatos y vendiendo las pieles.
Cuando terminaron los tres meses, lo llevaron de noche a un bosque en la frontera belga. Los gendarmes le dieron pan, queso y un paquete de cigarrillos franceses. "Sigue derecho" —le dijeron—, "y en media hora estarás en Bélgica. Si te sorprendemos otra vez aquí, te machacaremos la cabeza."
Durante varias semanas el pequeño Loewy vagabundeó por Bélgica; acudió otra vez al Partido en busca de ayuda y recibió la misma respuesta que en Francia. Como ya estaba harto de cortezas de plátano, trató de vivir con el negocio de los gatos; era bastante fácil cazar un gato, y por la piel daban, si el gato era joven y no tenía sarna, dinero suficiente para comprar medio pan y un paquete de tabaco para pipa. Pero entre la captura y la venta se intercalaba una serie de opera— ciones desagradables. Se hacía más rápido si uno tomaba las orejas con una mano y con la otra la cola y se le partía el espinazo con la rodilla. Las primeras veces daba náuseas, pero pronto uno se acostumbraba. Desgraciadamente, lo detuvieron al cabo de unas pocas semanas, porque también en Bélgica se presupone, que uno debe tener papeles de identidad, y siguió.otra vez la misma historia: detención, orden de expulsión, reincidencia, segundo. arresto, cárcel. Y luego, dos gendarmes belgas, una noche lo llevaron a la frontera francesa. Le dieron pan, queso y un paquete de cigarrillos belgas. "Sigue derecho —le dijeron—, y en media hora estarás en Francia. Si te sorprendemos otra vez aquí, te machacaremos la cabeza."
En el transcurso del siguiente año, lo pasaron de contrabando tres veces de uno a otro país, con la complicidad de les autoridades belgas y francesas, según fuera el caso. Le dijeron que este juego lo habían practicado durante años con algunos de su clase.
Una vez y otra apeló al Partido, ya que su principal ansiedad era la pérdida del contacto con el movimiento. "No hemos recibido notificación de su llegada de la organización a que dice pertenecer" —le contestaba siempre el Partido—. "Tenemos que esperar que respondan a nuestra consulta. Si es verdad que es usted miembro del Partido, tiene que guardar su disciplina."
En el ínterin, el pequeño Loewy continuó su comercio gatuno, y se dejó contrabandear de cuando en cuando a uno y otro lado de la frontera. Por último, la dictadura se estableció en su país, y un año después el pequeño Loewy, a quien esos repetidos viajes no le sentaban bien, empezó a escupir sangre y a soñar con gatos; le parecía que todo lo que tocaba tenía olor a gato: la comida, la pipa, y hasta las bondadosas prostitutas viejas que de vez en cuando le daban cobijo. "Aún no hemos recibido contestación a nuestro pedido", le decía el Partido. Y al cabo de otro año se puso en claro que los camaradas que podían haber dado informes sobre el pequeño Loewy habían sido asesinados, encarcelados o habían desaparecido. "Sentimos mucho no poder hacer nada por usted" —dijo el Partido—. "Usted no ha venido con autorización oficial, y es probable que lo haya hecha contra la opinión del Partido. ¿Cómo lo vamos a saber? Una colección de espías y de agentes provocadores tratan de introducirse en nuestras filas. El Partido tiene que tomar precauciones."
—¿Para qué me cuenta usted todo esto? —preguntó Rubashov, que sintió no haberse ido antes.
El pequeño Loewy se sirvió un vaso de cerveza del barril y saludó con la pipa.
—Porque es instructivo —le dijo—. Porque es un ejemplo típico. Le podría citar a usted cientos.
Durante muchos años los mejores de nosotros se han visto destruidos de esa manera.
El Partido se está fosilizando cada vez más; tiene gota y várices en todos los miembros. No se puede hacer una revolución de este modo.
"Algo más podría decir sobre eso", pensó Rubashov; pero no dijo nada.
Sin embargo, la historia del pequeño Loewy tuvo un final inesperado y feliz. Mientras estaba cumpliendo una de sus innumerables condenas, se encontró con el ex luchador Paul como compañero de celda. Paul trabajaba por aquel entonces en los muelles, y estaba en la cárcel por haber recordado durante una trifulca en una huelga su antiguo oficio, y hecho uso de la llave "doble Nelson" contra un guardia. Esta llave consiste en pasar un brazo por debajo de la axila del contrario, tomándolo por detrás, y en doblarle la cabeza con el otro hasta que las vértebras del cuello empiezan a crujir. Esto siempre era muy aplaudido en la lucha libre, pero tuvo que aprender, a su costa, que en la lucha de clases no se permite la "doble Nelson".