El cerebro supremo de Marte (5 page)

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Authors: Edgar Rice Burroughs

Tags: #ciencia-ficción

BOOK: El cerebro supremo de Marte
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Ras Thavas entró y la examinó. Miró la tarjeta donde yo había hecho un breve resumen de la historia del caso número 4.296-E-2.631-H. Se comprende que esta cifra es una traducción de su número particular. Los barsoomianos no tienen un alfabeto como el nuestro y su sistema de numeración es muy diferente. Los diez caracteres arriba mencionados estaban representados por cuatro signos tooholianos, pero la expresión era la misma: indicaban en forma abreviada el número, la habitación, la mesa y el edificio.

—Llevaremos a este sujeto cerca de ti para que puedas observarle con regularidad —dijo Ras Thavas—. Hay una cámara adyacente a la tuya: daré orden de que la abran y la habiliten. Cuando no esté bajo tu observación, déjalo encerrado.

Para Ras Thavas aquello no era más que un
caso.

Conduje a la muchacha, si así puedo llamarla, hacia la habitación designada, y en el camino la pregunté su nombre, pues me parecía una descortesía hablarla siempre mencionando el número, como la expliqué.

—Es una consideración por parte tuya —me contestó—, pero realmente eso es lo que yo soy aquí: un número, un sujeto más para la vivisección.

—Para mí representas más: estás sin amigos y desamparada. Quiero servirte en lo que pueda y hacerte algo agradable tu vida aquí. — Te doy las gracias nuevamente. Me llamo Valla Dia. ¿Y tú?

—Ras Thavas me llama Vad Varo.

—¿Y no es ése tu nombre?

—Mi nombre es Ulysses Paxton.

—Es muy extraño: en mi vida he oído nada parecido en los hombres que me han rodeado. No pareces barsoomiano. Tienes un color distinto del de nuestra raza.

—No soy de Barsoom, sino de la Tierra, el planeta que vosotros llamáis Jasoom. Por eso me diferencio tanto de vosotros.

—¿Jasoom? Hay aquí otro jasoomiano cuya fama ha llegado a todos los rincones de Barsoom, pero yo nunca le he visto.

—¿John Carter?

—Sí, el Señor de la Guerra. Siempre ha vivido en Helium y mi país no conservaba con Helium relaciones muy cordiales. Nunca he podido comprender cómo llegó aquí. Y ahora que veo ante mí otro jasoomiano, ¿puedo satisfacer mi curiosidad? ¿Cómo has cruzado el espacio?

Moví la cabeza.

—Ni siquiera puedo adivinarlo —contesté.

—En Jasoom debe haber hombres maravillosos.

A este cumplido había que oponer otro, por lo que respondí:

—Del mismo modo que en Barsoom hay mujeres bellísimas.

Valla Dia contempló tristemente su cuerpo viejo y arrugado.

—Yo he visto cómo eras —le dije afablemente.

—No quiero ver mi rostro: debe de ser una cosa horrible.

—Cuando lo veas recuerda que no es el tuyo.

—¿Tan feo es?

No contesté.

—¿Que importa? —añadio—. Si mi alma no fuera bella, no tendría belleza alguna, por muy perfectas que fueran las facciones; si, por el contrario, poseo la belleza del alma, soy bella y puedo pensar cosas hermosas y realizar tareas hermosas. Creo que, a fin de cuentas, en esto reside la verdadera belleza.

—Y además hay esperanza —añadí imperceptiblemente.

—¿Esperanza? Si te refieres a la posibilidad de que algún día pueda recobrar mi verdadero cuerpo, no hay esperanza. Ya me has dicho lo bastante para convencerme de que esto no puede ser.

—De acuerdo. No hablemos, pero pensemos en ello, porque a veces pensando intensamente se encuentran los medios de realizar nuestro pensamiento.

—No quiero albergar esperanzas, pues sé que me espera una triste desilusión. Seré feliz en el estado en que me encuentro. Si me dedico a pensar, seré desgraciada.

Después de que la trajeron los alimentos que yo había encargado para ella, Ras Thavas me mandó llamar y dejé a Valla Dia encerrada, como me había ordenado el viejo cirujano. Lo encontré en su despacho, en una pequeña habitación adosada en la cual había una cámara espaciosa donde infinidad de empleados arreglaban y clasificaban los informes de las diversas dependencias del gran laboratorio. Al entrar en el despacho, Ras Thavas se levantó.

—Ven conmigo, Vad Varo; tenemos que ver los casos de L-42-X, los dos de que te he hablado.

—¿El hombre con medio cerebro simio y el mono con medio cerebro humano?

Asintió y, precediéndome, se encaminó hacia las bóvedas subterráneas del edificio. A medida que descendíamos, me fijaba en el abandono de los corredores y pasadizos. Los suelos estaban cubiertos de polvo impalpable; las lámparas de radio, que iluminaban débilmente aquellas profundidades, estaban envueltas en la misma sustancia. En el camino nos encontramos con muchas puertas a derecha e izquierda, en cuya parte superior campeaba un jeroglífico. Varias de ellas estaban tapiadas con cemento. ¿Qué horribles secretos escondían? Por fin llegamos a L-42. Aquí los cuerpos estaban alineados en estanterías que formando varios pisos llenaban el espacio desde el suelo hasta el techo, dejando un vacío rectangular en el centro de la cámara, ocupado por una mesa de piedra con sus motores y todos los instrumentos precisos para las operaciones.

Ras Thavas buscó el sujeto de su curiosa experiencia; juntos transportamos el cuerpo humano a la mesa y, mientras Ras Thavas conectaba los tubos yo me encargué del recipiente de la sangre colocado sobre una cornisa al lado del cadáver. Pronto quedó verificada la resurrección y ambos esperamos las reacciones de la vuelta a la consciencia de aquel sujeto tan particular.

El hombre se incorporó y nos miró; luego paseó la vista por la habitación con un destello de salvajismo en los ojos. Se deslizó hasta el suelo dejando la mesa entre nosotros y él.

—No te haremos daño —le dijo Ras Thavas.

El hombre quiso hablar, pero sus palabras formaban un guirigay incomprensible; luego sacudió la cabeza y gruñó: Ras Thavas avanzó un paso hacia él, que se puso en cuatro patas y retrocedió sin dejar de gruñir.

—¡Ven! —gritó Ras Thava—. No te vamos a hacer daño.

Prosiguió su avance, pero el hombre se echó a un lado gruñendo con más furia y, de pronto, dio un salto hasta el último de los anaqueles, donde se arrodilló al lado de un cadáver y farfulló algo ininteligible.

—Tendremos que pedir ayuda —dijo Ras Thavas, y acercándose a la puerta hizo sonar el silbato.

—¿Por qué silbas? —preguntó repentinamente el hombre—. ¿Quiénes sois vosotros? ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha ocurrido?

—Baja de ahí —contestó Ras Thavas—. Somos amigos.

El hombre bajó, utilizando los estantes a modo de escalones, y se acercó a nosotros, pero andando aún a cuatro patas. Miraba los cadáveres con una expresión nueva en sus ojos.

—¡Tengo hambre! —gritó—. ¡Quiero comer!

Y diciendo esto, cogió el cadáver más próximo y le hizo caer al suelo.

—¡Quieto! —aulló Ras Thavas saltando hacia él—. Vas a destrozarme a ese sujeto.

El hombre se desvió nuevamente arrastrando el cadáver por el suelo. Entonces llegaron los subalternos y con su ayuda pudo dominarse a la pobre criatura, que quedó sólidamente amarrada.

Ras Thavas les ordenó luego que bajaran el cuerpo del mono y se quedaran en la cámara, pues podía necesitarles otra vez.

Este segundo sujeto era un ejemplar enorme de mono blanco barsoomiano, una de las más feroces y temidas especies que pueblan el planeta rojo. Teniendo en cuenta la enorme potencia y ferocidad de la bestia, Ras Thavas tomó la precaución de atarle bien antes de hacerle resucitar.

Al recobrar el conocimiento el animal nos miró asombrado. Varias veces intentó hablar, pero su garganta sólo emitía sonidos inarticulados. Luego dejó caer la cabeza.

Ras Thavas le habló.

—Si entiendes mis palabras, mueve la cabeza.

El mono asintió.

—¿Te gustaría que te quitaran las cuerdas?

El animal movió nuevamente la cabeza.

—Temo que quieras escapar o herirnos.

El mono hizo un esfuerzo y de sus labios salió un sonido inconfundible. Era la palabra
no.

—¿No nos hará daño o intentarás escapar? —Repitió Ras Thavas.

—No —contestó el mono, y esta vez su pronunciación fue casi correcta.

—Veremos; pero ten presente que si nos atacas te mataremos en el acto con nuestras armas.

El mono movió la cabeza y dijo con visible esfuerzo: — No os atacaré.

A una señal de Ras Thavas, los subalternos le quitaron las ligaduras y el mono se sentó; luego extendió los miembros y se deslizó al suelo, donde permaneció en dos pies. Esto nada tenía de sorprendente, pues los monos blancos anda en dos pies con más frecuencia que en cuatro; aunque yo entonces ignoraba este hecho, que Ras Thavas me explicó más tarde al comentar la actitud cuadrúpeda que había tomado el hombre. Ras Thavas examinó minuciosamente al sujeto y luego volvió al hombre, que continuaba manifestando características más simiescas que humanas, aunque hablaba con más facilidad que el mono, debido quizás a sus órganos vocales mejor desarrollados. Para comprender lo que decía él mono era precisa una extremada atención.

—Nada ofrecen de particular estos sujetos —dijo Ras Thavas, después de dedicarles medio día—. Vienen a corroborar lo que ya deduje hace varios años, al transplantar cerebros íntegros: que el injerto estimula el crecimiento y actividad de las células cerebrales. Observa que, en cada uno de los sujetos, la más activa es la porción de cerebro injertada, que llega casi a dominar a la otra. Por eso el sujeto humano exhibe características simiescas muy bien determinadas, mientras el mono se comporta de un modo casi humano, aunque si les dedicaras una continua atención observarías que a veces vuelven a sus propios instintos, pero no vale la pena de perder el tiempo en eso. Ya he dedicado demasiado a un asunto tan poco provechoso. Voy a los laboratorios de arriba, mientras tú te encargas de volver a anestesiar a los sujetos. Si te hacen falta los subalternos, permanecerán aquí.

El mono, que había escuchado atentamente este discurso, avanzó un paso.

—¡Oh, por favor! —masculló—. No me condenes de nuevo a esas horribles estanterías. Recuerdo el día en que me trajeron aquí amarrado y, aunque ignoro lo que ha ocurrido desde entonces, me basta con ver el aspecto de mi piel y la de esos cadáveres polvorientos, para comprender que he estado aquí mucho tiempo. Te suplico que me permitas vivir para reunirme con mis semejantes o para servirte en lo que pueda dentro de este establecimiento, que conozco en parte de la época en que me trajeron, atado e indefenso, a tus frías mesas de operaciones.

Ras Thavas hizo un gesto de impaciencia.

—¿Qué tonterías dices? En interés de la ciencia, vale más que vuelvas al estado inconsciente.

—Accede a su ruego —intervine—. Yo respondo por él, pues quiero dedicarme a estudiarle.

—Haz lo que te mando —replicó secamente Ras Thavas, saliendo de la habitación.

Me encogí de hombros.

—Ya ves que no hay otro remedio —dije al mono.

—Podría atacaros a todos y huir —contestó éste—, pero tú has intervenido por mí y yo no puedo matar a quien ha querido auxiliarme. Sin embargo, me estremezco de pensar en una segunda muerte. ¿Cuánto tiempo he permanecido aquí? —preguntó súbitamente.

Consulté la historia de su caso, escrita en la tablilla de la cabecera.

—Doce años —le respondí.

—¿Por qué no? —murmuró como hablando consigo mismo—. Este hombre sería capaz de matarme. ¿Por qué no adelantarme yo matándole a él primero?

—Nada conseguirías —le contesté—. No podrías escapar; al contrario, te matarían definitivamente, y si me matas a mí perderías la posibilidad de poder resucitar algún día.

Le hablaba en voz baja, acercando mi boca a su oído para que los subalternos no pudieran oírme. El mono me escuchó con atención.

—¿Cómo? —preguntó—. ¿Quieres decir que...?

—Sí, en la primera oportunidad que se presente.

—Muy bien —asintió—. Confío en ti y me entrego en tus manos.

Media hora después ambos sujetos reposaban de nuevo en sus tumbas.

CAPÍTULO IV

El Convenio

Los días, las semanas y los meses transcurrieron, y continué trabajando al lado de Ras Thavas, ganando cada vez más la confianza del viejo cirujano y descubriendo los secretos de su profesión. Gradualmente, fue permitiéndome realizar funciones más importantes en el inmenso laboratorio. Empecé por injertar miembros de un sujeto en otro; luego me consintió llevar a cabo varias operaciones en clientes ricos. Extraje los riñones enfermos de un viejo, reemplazándolos con los de un sujeto joven y sano; al día siguiente di una glándula tiroides nueva a un niño raquítico y enclenque. Unas semanas más tarde cambié dos corazones y, por fin, llegó el gran día en que, sin asistencia alguna y con Ras Thavas a mí lado, extirpé el cerebro de un viejo colocándolo en el cráneo de un joven.

Terminada la operación, Ras Thavas me puso la mano en el hombro.

—Yo mismo no lo hubiera hecho mejor —me dijo.

Estaba entusiasmado, y no comprendí su emoción después de haberle oído proclamar, orgulloso, su falta de sentimientos. Muchas veces me había preguntado a mí mismo qué propósitos guiaban a Ras Thavas a dedicar tanto tiempo a mi educación; pero nunca había encontrado más explicación que la poco satisfactoria de que necesitaba un ayudante distinguido. Esta razón no me convencía, pues al consultar los índices de los informes, que ahora tenía a mi completa disposición, vi que el número de sus operaciones no había aumentado desde hacia muchos años, y además no me explicaba la preferencia que pudiera darme sobre los marcianos rojos, pues su confianza ciega en mi lealtad no acababa de convencerme.

No debía tardar mucho tiempo en comprender la verdadera razón que le obligaba a obrar así. Todos los actos de Ras Thavas iban siempre guiados por un motivo. Una noche, al terminar la cena, se me quedó mirando fijamente, según costumbre, como si quisiera leer en mi pensamiento; cosa que, con gran sorpresa y desagrado por su parte, no podía conseguir. A menos de que un marciano esté siempre alerta, otro marciano puede siempre adivinar sus pensamientos, pero Ras Thavas era incapaz de adivinar los míos y lo achacaba a que yo no era barsoomiano. No obstante, yo podía a menudo leer en el pensamiento de mis auxiliares cuando éstos estaban distraídos, pero jamás pude hacer la experiencia en Ras Thavas, ni creo que hubiera alguien que pudiera hacerlo, pues conservaba su cerebro tan sellado como los recipientes que contenían la sangre de nuestros sujetos.

Aquella noche se me quedó mirando, como digo, y aunque permaneció así mucho tiempo no me molestó lo más mínimo, pues ya estaba acostumbrado a sus extravagancias.

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