La Casa de la Muerte
Debí cerrar los ojos involuntariamente durante la transición, y al abrirlos me encontré acostado de espaldas y mirando al cielo brillante y bañado de sol. A pocos pasos de mí, contemplándome estupefacto, estaba el ser más raro que he visto en mi vida. Parecía un hombre viejísimo, pues estaba seco y arrugado de un modo indescriptible; sus miembros eran delgadísimos; del pecho le sobresalía todas las costillas, y su cráneo enorme y bien desarrollado le daba el aspecto de un trompo por la desproporción que guardaba con el resto del cuerpo.
Mientras me examinaba a través de sus anteojos de múltiples lentes, tuve tiempo de observarle a mi vez. Tendría un metro sesenta de estatura, aunque en su juventud debió haber sido más alto, pues ahora estaba algo encorvado; por toda vestimenta llevaba un cinturón de cuero, del que pendían sus armas y bolsas, y un gran adorno, especie de collar incrustado de pedrería que le rodeaba el descarnado cuello. Tenía la piel de color rojo y unos escasos mechones de pelo gris en las sienes.
Mientras me miraba crecía su asombro. Con los dedos de la mano izquierda se acarició la mejilla y, levantando la derecha, se rascó la frente con indecisión. Luego me habló en un idioma que no comprendí.
Al oír sus primeras palabras me senté en el suelo y sacudí la cabeza. Después miré alrededor: estaba sentado en un césped carmesí dentro de un recinto vallado con altos muros, de los cuales dos, por lo menos, y acaso tres, eran las paredes exteriores de una construcción que se parecía más a un castillo feudal de Europa que a cualquier otra forma arquitectónica. La fachada que vi estaba adornada con un dibujo artístico de lo más irregular, la línea del tejado se quebraba tan a menudo que parecía arruinada y, sin embargo, el conjunto parecía armonioso y no exento de belleza. En el recinto crecían los árboles y arbustos más extraños y grotescos, todos ellos cubiertos de flores. Entre ellos serpeaban avenidas de guijarros multicolores que brillaban como raras piedras preciosas por efecto de los rayos de sol que jugueteaban con ellos.
De nuevo habló el viejo, y esta vez en tono perentorio, como si me repitiera una orden de la que no hubiera hecho caso; nuevamente moví la cabeza. Entonces llevó su mano a una de las dos espadas; pero en el momento en que sacaba el arma me puse en pie rápidamente con un resultado tal que no puedo decir quién de los dos quedó más sorprendido. Debí subir a una altura de tres metros por lo menos, y fui a caer a unos siete del lugar donde había estado sentado; entonces me convencí de que estaba en Marte, aunque ni por un momento lo había dudado, pues los efectos de la menor gravedad, el color del césped y el de la piel de los marcianos rojos que conocía por las descripciones de John Carter, esos maravillosos y hasta ahora inapreciados documentos de la literatura científica de un mundo, no me permitían albergar duda alguna. Estaba en el suelo del planeta rojo, había llegado al mundo de mis sueños, a Barsoom.
Tan espantado se quedó el viejo ante mi agilidad, que él mismo dio un salto involuntario que hizo que los lentes se le desprendieron de la nariz, cayendo a la hierba, y entonces me di cuenta de que el pobre diablo, privado de aquellas ayudas artificiales, era prácticamente ciego, pues cayó de rodillas y comenzó a golpear el suelo con las manos buscando frenéticamente los objetos perdidos, como si toda su vida dependiera de encontrarlos en seguida. Probablemente pensó que yo me aprovecharía de su inferioridad para atacarle. Aunque los lentes eran enormes y yacían a medio metro de él, no pudo encontrarlos, y las manos que recorrían ansiosas el terreno a su alrededor no entraron en contacto con ellos.
Mientras contemplaba sus inútiles esfuerzos pensando si sería prudente devolverle los medios que le permitirían atravesarme el corazón con su espada, me di cuenta de que se presentaba en escena un tercer personaje, y al mirar al edificio vi un hombre rojo que venía corriendo al sitio donde se hallaba el viejo. Estaba completamente desnudo, llevaba una maza en la mano y su expresión no pronosticaba nada bueno hacia el miserable resto de humanidad que buscaba ansiosamente sus lentes.
Mi primer impulso fue permanecer neutral en un asunto que de ningún modo me podía afectar y del que no tenía conocimiento alguno sobre el que basar una predilección hacia una u otra de las partes; pero al mirar de nuevo al hombre de la maza me pregunté si de veras no me afectaba el asunto, pues la expresión del individuo era tan salvaje y vesánica que me hizo pensar si no caería sobre mí después de despachar a su primera víctima que, al menos en apariencia, era un individuo cuerdo y relativamente inofensivo. Es verdad que su acción de sacar la espada contra mí no indicaba una disposición muy amistosa pero, puesto a elegir entre los dos, me pareció el menos malo.
Aún continuaba arrastrándose y buscando los anteojos y el hombre desnudo estaba casi sobre él, cuando me decidí a ponerme de parte del viejo. Me hallaba a siete metros de distancia, desnudo y desarmado pero para mis músculos terrestres fue cuestión de un momento llegar al lado del viejo y coger la espada que había dejado caer al verme saltar. Así me encontré frente al agresor en el instante en que caía sobre su víctima y casi a tiempo de recibir el golpe destinado a ella. Logré esquivarlo y entonces comprendí que la mayor agilidad de mis músculos terrestres tenía también sus desventajas y que tenía que aprender a luchar con un arma nueva contra un loco armado con una porra; nada tiene de extraño que le tomara por loco, pues no otra cosa indicaban sus movimientos rabiosos y la terrible expresión de su rostro.
Tambaleándome y tratando de acomodarme a las nuevas condiciones, no tardé en darme cuenta de que, lejos de constituir un obstáculo serio para mi antagonista, me costaba mucho trabajo no dejar mi vida entre sus manos a causa de mis tropezones y caídas en la hierba, de modo que el combate se convirtió en una serie de esfuerzos: él trataba de asestarme el golpe definitivo; yo sólo tenía tiempo para eludir sus ataques. Por mortificante que sea, confieso la verdad. Pero esta situación no duró mucho tiempo, pues la urgencia del momento me enseñó a dominar mis músculos y a defender el terreno y, en una ocasión, después de librarme de un golpe formidable, conseguí tocarle con la punta de mi espada y hacerle sangre, arrancándole un salvaje aullido de dolor. Desde entonces fue más prudente y, aprovechándome del cambio de la situación, le hostigué de tal modo que cayó de espaldas. Esto me infundio nueva confianza, y caí sobre él pinchándole y cortándole hasta hacerle sangrar por media docena de heridas, teniendo buen cuidado de evitar sus golpes, cualquiera de los cuales hubiera derribado a un buey.
Mientras no podía hacer más que defenderme de sus ataques, al comienzo de la pelea, habíamos cruzado el recinto, y ahora estábamos luchando a una distancia considerable del sitio donde nos encontramos, en cuya dirección miraba yo cuando vi al viejo encontrar los anteojos, que se puso inmediatamente. En seguida nos descubrió y empezó a aullar, excitado, mientras corría hacia nosotros enarbolando su segunda espada. El hombre rojo me asediaba, pero no había recobrado la calma y, temiendo encontrarme frente a dos enemigos, le ataqué con redoblada intensidad. Por una fracción de centímetro me libré de un golpe tremendo, pero aproveché la ocasión para atravesarle el corazón con mi espada. Así lo creí en el primer momento, porque había olvidado lo que dijo John Carter en uno de sus manuscritos: que los órganos internos no están dispuestos en los marcianos lo mismo que en los terrestres. Sin embargo, el resultado inmediato fue tan satisfactorio como si le hubiera alcanzado en el corazón, pues la herida era lo suficientemente grave para ponerle fuera de combate, y en aquel momento llegó el viejo. Me preparé a recibirle, pero estaba equivocado respecto a sus intenciones: no hizo gestos hostiles con su arma; al contrario, trató de convencerme de que no venía a mí en son de guerra. Estaba muy excitado y, al parecer, molesto porque yo no le entendía y muy perplejo. Me hablaba a voces, en tono que pasaba de la orden perentoria al insulto y a la cólera impotente. Lo más significativo fue que volvió su espada a la vaina, y cuando terminó de chillar empezó una especie de pantomima más inteligible, que tomé por ofrecimientos de paz, si no de amistad, en vista de lo cual bajé mi arma al suelo y me incliné. Fue todo lo que se me ocurrió hacer para demostrarle que no tenía intención de luchar con él por el momento.
Esto pareció satisfacerle, y entonces dedicó su atención al hombre caído. Le tomó el pulso y le auscultó; luego se levantó, moviendo la cabeza, y sacando un silbato de su bolsillo pendiente del cinturón, lanzó un silbido que hizo salir del edificio próximo a una veintena de hombres rojos desnudos, que vinieron corriendo hacia nosotros. Ninguno estaba armado. El viejo les dio unas órdenes breves, en obediencia de las cuales cargaron con el cuerpo caído y se organizó una caravana. Me pareció lo mejor seguirle, como me ordenaba por gestos. Fuera cualquiera el lugar de Marte donde me encontraba, había un millón de probabilidades contra una de que estuviera entre enemigos; tan bien me hallaba allí como en cualquier otra parte, y sólo podía fiarme de mi inteligencia y agilidad para abrirme camino en el planeta rojo.
El viejo me guió hasta una habitación en la que se abrían numerosas puertas, a través de una de las cuales los hombres transportaban a mi antiguo enemigo. Entramos en una cámara más grande y brillantemente iluminada, donde mis ojos, estupefactos, presenciaron una escena horrible. La cámara estaba ocupada por hileras de mesas que formaban líneas paralelas; con muy pocas excepciones, cada mesa soportaba un cargamento espantoso: un cadáver humano, desmembrado o mutilado de diversas formas. Sobre cada una de las mesas había un anaquel lleno de recipientes de todas formas y tamaños, y del cual colgaban numerosos instrumentos quirúrgicos, que me hicieron pensar que estaba en una gigantesca Facultad de Medicina.
A una palabra del viejo, los que llevaban al herido o muerto lo dejaron sobre una mesa vacía y salieron de la cámara, tras de lo cual mi huésped, si así puedo llamarle, pues hasta entonces no era mi captor, se inclinó sobre el cuerpo exánime y, una en una vena y otra en una arteria, y sin dejar de hablar, practicó en él dos incisiones a las que aplicó los extremos de dos tubos, uno conectado a un recipiente vacío de cristal y el otro en comunicación con un receptáculo lleno de un liquido incoloro y transparente que parecía agua clara. Hechas las conexiones, el viejo oprimió un botón que puso en marcha un motorcito, con lo cual la sangre de la víctima fue aspirada entrando en el frasco vacío, mientras el contenido del otro iba a llenar las venas y arterias.
El tono y los gestos del viejo al dirigirse a mí durante la operación, me hicieron ver que me estaba explicando detalladamente el sistema y el objeto de la transfusión; pero, como no comprendí una sola palabra de su discurso, me quede tan en blanco como al principio, aunque lo que había visto me hizo pensar que estaba asistiendo a una especie de embalsamamiento barsoomiano. Una vez quitados los tubos, el viejo cerró las incisiones aplicando sobre ellas una cosa parecida a la cinta aislante que usan los electricistas, y luego me invitó a seguirle. Recorrimos un grupo de naves llenas de vitrinas parecidas, en muchas de las cuales se detuvo el viejo para examinar ligeramente los cuerpos extendidos sobre ellas, o dar una ojeada a lo que debía ser la hoja explicativa de cada uno, que pendía de un clavo a la cabecera de cada mesa.
Desde la última cámara que visitamos, mi huésped me condujo, por un pasillo en pendiente, al segundo piso, con habitaciones similares a las de abajo. Sobre las mesas había cuerpos horriblemente mutilados, todos remendados en diversos sitios con la cinta adhesiva. Al pasar por entre los cuerpos de una de estas habitaciones entró una muchacha barsoomiana, que me pareció una criada o esclava, y que se dirigió al viejo diciéndole algo; éste me hizo señas de que le siguiera, y juntos descendimos por otro pasillo al primer piso de otro edificio.
En una habitación espaciosa, alegremente decorada y amueblada con suntuosidad, estaba esperándonos una mujer roja bastante vieja. Tenía el rostro desfigurado de un modo atroz a causa de una herida. Sus vestiduras eran magníficas, y detrás de ella se agrupaban unas veinte mujeres y guerreros armados; indudablemente se trataba de una persona importante, pero el viejo la trató con brusquedad, ante el horror no contenido de sus asistentes.
Al terminar la larga conversación la mujer hizo una señal, y de su escolta masculina se destacó un hombre que sacó del bolsillo un puñado de lo que me parecieron monedas marcianas. Después de contar una cantidad determinada, que entregó al viejo, éste invitó a la mujer a seguirle, incluyéndome a mí en el gesto. Algunos guerreros y mujeres se dispusieron a acompañarla, pero el viejo les detuvo con un movimiento, del que nació una discusión muy excitada a la que puso término el viejo devolviendo a la mujer el dinero que le había entregado: éste fue el argumento decisivo, porque ella se negó a aceptar las monedas, habló unas palabras con su gente, y vino sola con el viejo y conmigo.
Subimos al segundo piso y entramos en una habitación que yo no conocía. Sólo se diferenciaba de las otras en que los cuerpos que contenía eran de mujeres jóvenes, algunas muy bellas. Pisándole los talones al viejo, la mujer examinaba los cuerpos inmóviles con una minuciosidad que llegaba a ser nauseabunda. Por tres veces pasó entre las mesas, parándose cada vez más tiempo delante del cuerpo de mujer más hermoso que he visto en mi vida. Terminada la última visita volvió a pararse ante la criatura muerta. Contemplando ávidamente su rostro de cera, y haciendo al viejo innumerables preguntas, que él contestaba con monosílabos rudos y secos. Luego señaló al cuerpo yacente haciendo signos afirmativos.
Inmediatamente el vejete tocó el silbato, a cuya llamada acudieron numerosos subalternos que recibieron del jefe diversas instrucciones, tras de lo cual éste nos condujo a una habitación más pequeña, donde había varias mesas vacías semejantes a las que soportaban los cadáveres que habíamos visto. A una señal del viejo, dos esclavas o sirvientes despojaron a la mujer de sus vestiduras, le soltaron el pelo y la tendieron sobre una de las mesas, rociándola con un líquido que juzgué antiséptico. Después de frotarla bien y secarla, la transportaron a una segunda mesa, a unos cuarenta centímetros de la cual había otra paralela.