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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (28 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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Graça ya le había preparado el desayuno cuando Louise bajó a la cocina. La incomodaba el hecho de que se lo sirviese aquella anciana que, además, sufría fuertes dolores en las articulaciones de las manos y la espalda. La mujer lucía su sonrisa prácticamente desdentada y hablaba un portugués apenas comprensible, mezclado con alguna que otra palabra en inglés. Cuando Celina entró en la cocina, Graça guardó silencio. Celina le preguntó si podía limpiar su habitación.

–Puedo hacerme la cama yo misma.

Celina soltó una risa triste y negó con un gesto. Cuando salió de la cocina, Louise la siguió.

–Estoy acostumbrada a hacerme yo la cama.

–Aquí no. Ése es mi trabajo.

–¿Te gusta?

–Sí.

–¿Cuánto te pagan al mes por trabajar aquí?

Celina dudó un instante, insegura de si debía responder, pero Louise era blanca, estaba por encima de ella, aunque sólo fuese un huésped.

–Cincuenta al mes en dólares y otro tanto en
meticais
.

Louise calculó que serían unas setecientas coronas suecas al mes. ¿Eso era mucho o poco? ¿Para qué alcanzaría un salario así? Le preguntó el precio del aceite y del arroz y quedó atónita ante la respuesta de Celina.

–¿Cuántos hijos tienes?

–Seis.

–¿Y tu marido?

–Supongo que está en Sudáfrica, trabajando en las minas.

–¿Supones?

–Hace dos años que no sé nada de él.

–¿Lo amas?

Celina la miró inquisitiva.

–Es el padre de mis hijos.

Louise lamentó haber formulado la pregunta al ver la turbación de Celina.

Volvió a la planta superior y entró en el despacho de Lars Håkansson, dónde hacía un calor insoportable. Encendió el aparato de aire acondicionado y permaneció sentada e inmóvil hasta que sintió que el ambiente se volvía más fresco.

Alguien había entrado en la habitación después de que ella hubiese estado allí. Pero no podía haber sido Celina, ni tampoco Graça, pues no habían limpiado allí aquella mañana. La silla que había ante el ordenador estaba retirada de la mesa. Y ella la había dejado en su lugar. Era una de las reglas más importantes del rey Arturo en su niñez. Al dejar la mesa después de comer, siempre había que volver a colocar la silla en su sitio.

Echó un vistazo a la habitación. Había estanterías llenas de archivadores, circulares de diversas instituciones, informes, relaciones de actividad empresarial… Toda una estantería con documentación del Banco Mundial. Sacó uno de los archivadores al azar. «Estrategias para el desarrollo de los recursos de agua en el área subsahariana 1997.» Lo dejó en su lugar, no sin antes haber constatado que jamás había sido abierto ni leído. Varias librerías estaban abarrotadas de revistas en sueco, en inglés y en portugués. En el resto de las estanterías se amontonaban los libros. La biblioteca de Lars Håkansson se caracterizaba por el desorden y la dejadez. Manoseados ejemplares de Agatha Christie descansaban junto a numerosos informes y a un sinfín de volúmenes sobre temas africanos de toda índole. Encontró un libro sobre las serpientes más venenosas del África austral, viejas recetas infalibles de comida sueca tradicional y una colección de fotografías pornográficas del siglo XIX en color sepia. En una de ellas, fechada en 1856, aparecían dos jóvenes sentadas en un banco de madera con sendas zanahorias entre las piernas.

Devolvió el libro a su lugar y pensó en las historias que se contaban sobre los cocineros, que solían escupir u orinar en la comida antes de llevársela a ilustres clientes. «Si pudiera, vomitaría en su disco duro», imaginó Louise. «De este modo, cada vez que encendiese el ordenador percibiría un hedor de origen para él desconocido.»

De entre dos libros de la estantería sobresalía un sobre con el membrete de un banco sueco. Estaba abierto, lo sacó y vio que contenía un aviso de ingreso de nómina. Quedó perpleja y, llena de ira, realizó mentalmente un cálculo: con su salario, Celina tendría que trabajar durante cuatro años para ganar lo que Lars Håkansson percibía cada mes. ¿Cómo iban a construirse puentes firmes entre semejantes abismos? ¿Qué comprendía un hombre como Lars Håkansson de la vida que llevaba Celina?

Louise notó que, en su mente, empezaba a conversar con Artur. Y lo hacía en voz alta, puesto que al hombre le fallaba el oído. Tras un instante, cambió a su interlocutor por Aron. Estaban sentados ante la mesa en torno a cuyas migajas revoloteaban los papagayos rojos. Pero Aron estaba inquieto, no quería escuchar. Finalmente, se dirigió a Henrik. En su imaginación, lo vio a su lado. Sus ojos se colmaron de lágrimas, los cerró y pensó que, cuando se atreviese a abrirlos de nuevo, Henrik estaría ante ella de verdad. Pero, por supuesto, estaba sola en la habitación. Echó una de las cortinas para evitar que entrase la luz del sol. Desde la calle se oían los ladridos de los perros y las risas de los vigilantes. «Todas esas risas…», se dijo. «¿Por qué los pobres se ríen mucho más que una persona como yo, por ejemplo?» Formuló la pregunta a Artur, a Aron y a Henrik, sucesivamente. Ninguno de sus tres caballeros la respondió. Todos parecían mudos.

Encendió el ordenador, resuelta a eliminar los dos mensajes de Henrik. Además, le escribió un correo electrónico a Lars Håkansson en el que hizo que Julieta le contase, en sueco, qué opinión le merecía un hombre como él. ¿No lo habían enviado para ayudar a aquellos que carecían de todo?

Después intentó abrir, uno tras otro, varios de los ficheros que contenía el ordenador. Pero no halló más que barreras por todas partes. El ordenador de Lars Håkansson estaba protegido. Además, estaba convencida de que iba dejando huellas tras de sí. El propietario del aparato podría seguir cada clic y cada batalla que ella hubiese librado contra las barreras. Donde quiera que llegara, una pequeña mano le daba el alto y le pedía la contraseña. Probó al azar las más obvias, el nombre del usuario, el mismo nombre al revés, diversas combinaciones abreviadas… Evidentemente, no se le abrió ninguna puerta; eso sí, ella seguía dejando su rastro.

Cuando, de repente, oyó a Celina preguntar si quería que le sirviese un té, Louise dio un respingo.

–No te había oído –explicó–. ¿Cómo puedes caminar de forma tan silenciosa?

–Al
Senhor
no le gustan los ruidos –aclaró Celina–. Ama un silencio que, en realidad, no existe en África. Pero sabe crearlo para sí mismo. Por eso quiere que Graça y yo caminemos descalzas, sin hacer el menor ruido.

Le dio las gracias, pero no quería té. Celina se alejó por el pasillo con pasos sigilosos. Louise se quedó mirando la pantalla del ordenador, que se obstinaba en mantener cerradas las puertas. «Como corredores en las minas», se dijo. «Sin luz, sin planos. No conseguiré acceder a nada.»

A punto estaba de apagar el ordenador cuando volvió a pensar en Henrik y en su obsesión por el cerebro desaparecido de Kennedy. ¿Qué pensaba su hijo que podía contener aquel cerebro? ¿Acaso creía de verdad que podría encontrar restos de pensamientos, de recuerdos, de lo que otras personas le hubieran dicho al hombre más poderoso del mundo antes de que la bala procedente de una escopeta le reventase la cabeza? ¿Contarían ya en los avanzados laboratorios militares con los medios para extraer información de un cerebro muerto, del mismo modo en que podía rastrearse información en un disco duro vacío?

Sus pensamientos tomaron otro rumbo. ¿Habría encontrado Henrik algo que buscaba conscientemente o, por el contrario, se habría topado con el hallazgo de modo fortuito?

El trabajo ante el ordenador la había hecho sudar y, pese a que el aparato del aire acondicionado estaba encendido, tenía calor. Celina había ordenado su habitación y se había llevado su ropa sucia. Se cambió y se puso un vestido de algodón mientras, en la planta baja, oía a Celina hablar con alguien. ¿Sería Lars Håkansson, ya de vuelta? Celina apareció por la escalera.

–Tiene visita. La misma persona de ayer.

Lucinda estaba cansada. Celina le dio un vaso de agua.

–Anoche ni siquiera pude ir a casa. Un grupo de italianos, trabajadores de la construcción, invadió el Malocura. Y, por una vez, el bar hizo honor a su nombre. Bebieron copiosamente y no se largaron hasta el amanecer.

–¿Qué significa Malocura?

–Locura. Lo abrió una mujer llamada Dolores Abreu. Debió de ser a principios de los sesenta, yo ni siquiera había nacido. Era alta y corpulenta, una de las putas de aquella época que intentaban que el ejercicio de la profesión no afectase a su vida familiar. Dolores estaba casada con un hombre menudo y apocado llamado Nathaniel. Tocaba la trompeta y dicen que fue uno de los creadores del baile conocido en la ciudad como marrabenta, muy popular en la década de los cincuenta. Dolores tenía clientes fijos de Johannesburgo y Pretoria. Era la época de la gran hipocresía. Los sudafricanos blancos no podían comprar los servicios de las putas negras, debido a las leyes de segregación. Así que tenían que sentarse al volante o tomar el tren y venir aquí para probar los conejos negros. –Lucinda interrumpió su relato y la miró sonriente–. Espero que disculpes mi manera de expresarme.

–Lo que las mujeres tenemos entre las piernas se llama conejo en muchas lenguas. Cuando era joven, tal vez me habría impresionado, pero, a estas alturas, desde luego que no.

–El caso es que Dolores era muy ahorrativa y consiguió reunir una pequeña cantidad de dinero, nada que pueda llamarse una fortuna, pero lo suficiente como para invertirlo en ese bar. Cuentan que su marido le puso ese nombre. Según decían, él pensaba que Dolores perdería todo su dinero en aquella empresa perdida. Pero no fue así.

–¿Dónde está ahora?

–Enterrada en el cementerio de Lhanguene, junto con Nathaniel. Sus hijos heredaron el establecimiento, pero no tardaron en surgir disputas entre ellos y se lo vendieron a un médico chino que, a causa de una compleja transacción de créditos a un comerciante de telas portugués, terminó por perderlo. Hace unos años lo compró una de las hijas del ministro de Economía. Pero ella nunca ha ido allí, está muy por encima de esas cosas. Pasa la mayor parte del tiempo comprando ropa en las boutiques más exclusivas de París. ¿Cómo se llama la más cara?

–No sé, ¿Dior?

–Eso es, Dior. Sus dos hijas sólo se visten con ropa de Dior según dicen. Y, entre tanto, el país se muere de hambre. Cada dos días, envía al bar a uno de sus sirvientes para recoger la recaudación.

Lucinda llamó a Celina, que volvió a llenarle el vaso de agua.

–Verás, he venido porque esta noche se me ha ocurrido una idea. Cuando los italianos estaban ya bien cargados de alcohol y empezaron a manosearme por todas partes, salí a fumar un cigarrillo. Miré las estrellas y recordé que Henrik me dijo en una ocasión que el cielo estrellado sobre Inhaca era tan claro como el que podía contemplarse en el norte de Suecia.

–¿El cielo de dónde?

–Inhaca. Una isla del océano índico. Hablaba de ella a menudo. Tal vez la visitara varias veces, pues tenía para él un significado especial. De repente recordé que, un día, me dijo algo que puede ser importante: «En Inhaca siempre puedo esconderme». Recuerdo sus palabras a la perfección. A veces meditaba largamente lo que iba a decir. Y así lo hizo en aquella ocasión.

–¿Y qué hacía en Inhaca?

–No lo sé. La gente va allí para nadar, para pasear por la playa, para bucear y pescar o para emborracharse en el hotel.

–Henrik era una persona demasiado impaciente como para vivir de ese modo.

–Precisamente por eso creo que eran otros los motivos que lo llevaban a la isla.

–¿Crees que buscaba allí un lugar donde esconderse?

–No, creo que se veía con alguien.

–¿Qué tipo de gente habita esa isla?

–La mayoría son campesinos y pescadores. Además, hay un centro de investigaciones de biología marina que pertenece a la Universidad Mondlane, algunos comercios y, claro está, el hotel. Eso es todo. Además de, según cuentan, gran cantidad de serpientes. Inhaca es el paraíso de las serpientes.

–Henrik odiaba las serpientes. En cambio, le encantaban las arañas. Una vez, cuando era niño, se comió una.

Lucinda no pareció haberla oído.

–En cierta ocasión, comentó algo que no entendí. Hablaba de un cuadro. De un pintor que vivía en la isla. Pero no lo recuerdo bien.

–¿Dónde estabais cuando te lo contó?

–En la cama de un hotel. Por una vez, no había encontrado ninguna casa vacía en la que pudiéramos estar, así que nos metimos en un hotel. Sí, ese día me habló del cuadro y del pintor. Casi puedo verlo. Era por la mañana y estaba junto a la ventana, de espaldas a mí. No le vi el rostro mientras hablaba.

–¿De qué habíais hablado antes?

–De nada. Acabábamos de despertarnos. Cuando abrí los ojos, ya estaba junto a la ventana.

–¿Y por qué empezó a hablar del pintor y su cuadro?

–No lo sé. Tal vez había soñado algo…

–¿Y qué sucedió después?

–Nada. Volvió a la cama.

–¿Fue ésa la única vez que habló del pintor y del cuadro?

–Así es. Jamás volvió a mencionarlo.

–¿Estás segura?

–Sí. Lo cierto es que más tarde comprendí que aquel encuentro en Inhaca había sido de gran trascendencia para él.

–¿Cómo puedes estar tan segura?

–Por su tono de voz cuando me hablaba desde la ventana. En realidad, creo que deseaba transmitirme algo, pero no lo consiguió.

–Pues tengo que buscar a ese pintor. ¿Cómo se va a Inhaca? ¿En barco?

–El barco tarda mucho. Lo mejor es ir en avión. Sólo te llevará diez minutos.

–¿Podrías acompañarme?

Lucinda negó con el gesto.

–Tengo una familia que atender. Pero si quieres te ayudaré a reservar habitación y te llevaré al aeropuerto. Creo que hay dos vuelos diarios a la isla.

Louise vaciló un instante. Aquello era demasiado vago. Sin embargo, debía agarrarse a cualquier asidero, no había otra opción. Intentó imaginarse lo que habría hecho Aron. Pero Aron seguía mudo, desaparecido.

Metió, sin pensarlo mucho, varias prendas en una bolsa, tomó el pasaporte y el dinero y no tardó en estar lista para partir. Avisó a Celina de que estaría fuera hasta el día siguiente, pero sin decirle adónde iba.

Lucinda la llevó al aeropuerto. El calor, sofocante, parecía envolver la ciudad.

–En el hotel hay un recepcionista que se llama Zé. Dile que vas de mi parte y te ayudará –le recomendó Lucinda.

–¿Habla inglés?

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