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Authors: Henning Mankell

Tags: #General Interest

El cerebro de Kennedy (21 page)

BOOK: El cerebro de Kennedy
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–Es extraordinario que podamos oírnos aunque nos hallemos a tanta distancia.

–Australia estaba aún más lejos.

–Bueno, ¿todo bien?

Estuvo a punto de contarle que le habían robado el bolso, tentada, durante un segundo, de apoyarse metafóricamente sobre su hombro y llorar. Pero logró contenerse y no mencionó el incidente.

–El hotel en el que me alojo es como un palacio.

–Pues yo creía que estabas en un país pobre.

–No para todos. La riqueza te hace ver con más claridad a los que no tienen nada.

–Sigo sin entender qué has ido a hacer allí.

–Ya te lo dije. Buscar a la amiga de Henrik, una chica que se llama Lucinda.

–¿Sabes algo de Aron?

–Nada, ni por él mismo ni por otros. Sigue desaparecido. Creo que lo han asesinado.

–¿Por qué iban a querer matarlo a él?

–No lo sé. También he de averiguar eso.

–Escucha, sólo te tengo a ti. Y me da miedo que estés tan lejos.

–Soy muy precavida.

–Ya, pero a veces eso no es suficiente.

–Ya te llamaré. Por cierto, ¿ha nevado?

–Sí, anoche. Al principio no eran más que unos copos aislados; después nevaba cada vez con más intensidad. Me senté en la cocina para verlo. Es como si una blanca calma se tendiese sobre la tierra.

Una blanca calma se extiende sobre la tierra. Dos hombres me asaltaron. ¿Me habrían seguido desde el hotel? ¿O se habrían ocultado en las sombras sin que yo me percatase de su presencia?

Sentía por ellos un profundo odio. Deseaba verlos apaleados, sangrando, gritando.

Habían dado las once cuando bajó a la recepción y pidió un taxi que la llevase al barrio de Feira Popular. El hombre de información la miró sorprendido antes de dedicarle una sonrisa.

–El conserje le ayudará. Está a menos de diez minutos de aquí.

–¿Es peligroso?

Louise quedó sorprendida ante su propia pregunta. Pero, en su imaginación, los ladrones podían aparecer como una visita inesperada en cualquier lugar en el que se encontrase, estaba convencida. Incluso el hombre que la había atacado en Londres hacía ya tantos años se presentaba a veces en su memoria.

–¿Por qué había de ser peligroso?

–No sé. Era sólo por preguntar.

–Bueno, quizás haya allí algunas mujeres peligrosas. Pero no creo que se interesen por usted.

«Prostitutas», concluyó Louise. «Pero las hay en todas partes, ¿no?»

Mientras atravesaba la ciudad, notó en el taxi un fuerte olor a pescado. El hombre que iba al volante conducía muy deprisa y no parecía echar de menos el espejo retrovisor, del que carecía su vehículo. En la oscuridad, el viaje se le antojaba un descenso al fondo de la tierra. La dejó ante la entrada de algo que parecía un parque de atracciones. Pagó su entrada, de nuevo insegura de si la estarían engañando, y se dispuso a cruzar una amalgama de pequeños bares y restaurantes. Un tiovivo destartalado, con los caballos en su mayoría sin cabeza, se alzaba abandonado junto a una noria cuyos vagones oxidados delataban su prolongada inactividad. Por doquier, música, sombras, habitaciones escasamente iluminadas en las que la gente se inclinaba sobre botellas y copas. Jóvenes negras con faldas minúsculas, el pecho semidesnudo y tacones de aguja se paseaban de un lado a otro. Eran las mujeres peligrosas, a la caza de hombres inofensivos.

Louise empezó a buscar el bar llamado Malocura. En la algarabía, se perdía, aparecía en el mismo lugar del que había partido y empezaba de nuevo. De vez en cuando, se estremecía, como si la asiesen una vez más las manos de sus asaltantes. Veía el reflejo del cuchillo por todas partes. Entró en un bar que, a diferencia de los demás, estaba bien iluminado. Allí se tomó una cerveza y un vodka. Con gran sorpresa, vio que una pareja de sudafricanos que viajaba con ella en el avión estaba sentada en un rincón del bar. Tanto el hombre como la mujer estaban borrachos. Él no cesaba de dejar caer su brazo sobre el hombro de ella, como si quisiera derribarla.

Era ya más de medianoche. Louise seguía buscando el bar Malocura. Finalmente, lo encontró. El nombre del establecimiento se veía escrito a mano en un cartón, y estaba situado en una esquina del recinto, junto al muro que rodeaba todas las instalaciones. Louise miró la penumbra que la envolvía antes de ir a sentarse.

Lucinda estaba junto a la barra preparando una bandeja con vasos y botellas de cerveza. Era más delgada de lo que Louise había imaginado tras ver la foto, pero era ella, sin duda.

La joven se acercó a una mesa y vació la bandeja.

Después, sus miradas se encontraron. Louise alzó la mano y Lucinda se dirigió a su mesa.

–¿Quiere comer?

–No, sólo quiero una copa de vino.

–Aquí no tenemos vino, sólo cerveza.

–¿Café, entonces?

–Es la primera vez que alguien pide un café.

–Bien, en ese caso, tomaré cerveza.

Lucinda volvió a la barra y puso un vaso y una botella marrón sobre la bandeja.

–Sé que te llamas Lucinda.

–¿Quién es usted?

–Soy la madre de Henrik.

En ese momento, cayó en la cuenta de un detalle que había pasado por alto: Lucinda ignoraba que Henrik había muerto. Ahora era demasiado tarde y no podía dar marcha atrás. No había retirada posible.

–He venido para contarte que Henrik ha muerto. Y para preguntarte si tú sabes por qué.

Lucinda no se movía. Miraba con gravedad y apretaba los labios.

–Mi nombre es Louise. Claro que quizás él te lo contó.

¿Te dijo Henrik en algún momento que tenía una madre? ¿Lo hizo? ¿O soy tan desconocida para ti como tú para mí?

13

Lucinda se quitó el delantal, habló apresuradamente con el hombre que había detrás de la barra y que parecía ser el jefe, y se llevó a Louise a un bar pobremente iluminado y algo apartado donde unas jóvenes se alineaban sentadas a lo largo de las paredes. Se sentaron a una mesa y Lucinda pidió cerveza para las dos sin preguntarle. Reinaba en el local el más absoluto silencio. No había ni radio ni tocadiscos, y las mujeres, muy maquilladas, no conversaban entre sí, sino que fumaban taciturnas, se miraban los rostros mortecinos en pequeños espejos de bolso o balanceaban las piernas. Louise observó que algunas eran muy jóvenes, de trece o quizá catorce años, no más. Sus faldas eran tan cortas que apenas si cubrían lo imprescindible, los tacones de los zapatos eran altos y finos y llevaban los pechos prácticamente desnudos. «Van maquilladas como cadáveres», reflexionó Louise, «cadáveres que van a ser enterrados, o por qué no, momificados. Pero a las prostitutas nunca se las ha conservado para la posteridad. Simplemente, se pudren detrás de la capa de maquillaje.»

Les sirvieron en la mesa dos botellas, sendos vasos y unas servilletas. Lucinda se inclinó hacia Louise. Tenía los ojos enrojecidos.

–Dígamelo otra vez. Despacio. Cuénteme lo que ha ocurrido.

Louise no percibió en ella ningún fingimiento. Su rostro, que brillaba por el sudor, era franco, transparente. No fingía su horror ante lo que acababa de escuchar.

–Encontré a Henrik muerto en su apartamento de Estocolmo. ¿Fuiste a verlo allí alguna vez?

–No, nunca he estado en Suecia.

–Yacía muerto en su cama. Había ingerido una gran cantidad de somníferos. Ésa fue la causa de su muerte. Pero ¿por qué se quitó la vida?

Una de las jóvenes se acercó hasta la mesa de las dos mujeres para pedir fuego. Lucinda le encendió el cigarrillo. Cuando la llama surgió del mechero, Louise vio claramente el marchito rostro de la muchacha que se les había acercado.

Esas manchas oscuras en las mejillas, apenas encubiertas con el maquillaje. He leído acerca de las alteraciones en la piel producidas por el sida. Las pápulas y las heridas de la muerte, tan difíciles de curar.

Lucinda seguía sentada, inmóvil.

–No lo entiendo.

–Nadie lo entiende. Pero tal vez tú puedas ayudarme. ¿Qué pudo haber ocurrido? ¿Guarda alguna relación con África? Sé que estuvo aquí a principios del verano. ¿Qué pasó entonces?

–Nada que lo hiciese desear morir.

–Tengo que saber lo que sucedió. ¿Quién lo esperaba cuando llegó? ¿A qué personas frecuentó? ¿Con quién estaba cuando se marchó?

–Henrik era siempre el mismo.

«Tengo que darle tiempo», advirtió Louise para sí. «Está impresionada por lo que le he contado. Al menos, ahora sé que Henrik significaba algo para ella.»

–Él era mi único hijo. Sólo lo tenía a él. A nadie más.

Louise detectó un destello fugaz en los ojos de Lucinda, una duda, tal vez preocupación.

–¿No tenía hermanos?

–No, era hijo único.

–Me dijo que tenía una hermana y que él era el menor.

–No es cierto. Yo soy su madre. Y lo sé.

–¿Y cómo sé yo que lo que dices es verdad?

Louise se puso fuera de sí.

–Yo soy su madre y estoy destrozada por el dolor. Para mí es un ultraje que pongas en duda si soy o no su madre.

–Lo siento, no era mi intención herirte. Pero Henrik hablaba sin cesar de su hermana.

–No tenía ninguna hermana. Aunque quizá deseara haberla tenido.

Las muchachas alineadas contra la pared fueron desapareciendo del bar una a una, y ellas no tardaron en quedarse solas en la semipenumbra del silencioso local, con la sola compañía del camarero que, tras la barra, estaba absorto en la tarea de limarse la uña del pulgar.

–¡Son tan jóvenes! Me refiero a las chicas que había aquí sentadas.

–Las jóvenes son las más buscadas. Los sudafricanos que vienen aquí adoran a las pequeñas de doce y trece años.

–¿No contraen enfermedades?

–¿Quieres decir el sida? La chica a la que le encendí el cigarrillo lo tiene. Las demás no. A diferencia de la mayoría de las de su edad, éstas sí saben de qué va la cosa. Y son precavidas. No son ellas las principales víctimas mortales del virus ni tampoco las que transmiten la enfermedad.

«En cambio tú sí», se dijo Louise. «Tú se lo contagiaste, abriste la puerta y permitiste que la muerte empezase a circular por su flujo sanguíneo.»

–Estas chicas odian lo que hacen y sus clientes son exclusivamente hombres blancos. Así pueden decirles a sus novios que no les han sido infieles. Sólo se han acostado con hombres blancos. Y ésos no cuentan.

–¿Es eso cierto?

–Pues claro que lo es.

Louise sentía deseos de lanzar la pregunta sin más, de espetársela a la cara. «¿Le contagiaste tú el virus? ¿No sabías que estabas enferma? ¿Cómo pudiste hacer algo así?»

Pero guardó silencio.

–Verás, tengo que saber lo que pasó.

–¿Cuando estuvo aquí? No pasó nada. Dime, ¿estaba solo cuando murió?

–Sí, estaba solo.

«La verdad es que no lo sé», recapacitó Louise. «Claro que pudo haber alguien con él.»

De repente, creyó dar con una explicación a lo del pijama. Henrik no había muerto en la cama. Fue cuando perdió la conciencia o cuando ya no podía oponer resistencia, cuando lo llevaron a la cama, lo desnudaron y le pusieron el pijama. Quienes estuvieron en el apartamento desconocían su costumbre de dormir desnudo.

De súbito, Lucinda empezó a llorar; le temblaba todo el cuerpo. El hombre de la barra, concentrado en estudiarse la uña, miró a Louise inquisitivo. Ella le hizo un gesto en señal de que no pasaba nada.

Louise le tomó la mano. Estaba caliente y sudorosa. Se la agarró con fuerza hasta que Lucinda recobró la calma y se enjugó las lágrimas con una servilleta.

–¿Cómo diste conmigo?

–Henrik dejó una carta en Barcelona. Y en ella hablaba de ti.

–¿Qué decía?

–Que, si algo le ocurría, tú debías saber.

–Saber, ¿qué?

–No tengo la menor idea.

–¿Y has venido hasta aquí sólo para hablar conmigo?

–Tengo que averiguar lo que ocurrió. ¿Conocía aquí a alguien más, aparte de ti?

–Henrik conocía a mucha gente.

–Eso no es lo mismo que tener muchos amigos.

–Me tenía a mí. Y a Eusebio.

–¿Quién?

–Él lo llamaba así, Eusebio. Un miembro de la embajada sueca que solía jugar con él al fútbol en la playa los domingos. Una persona bastante torpe que no parece en absoluto un jugador de fútbol. Henrik se alojaba a veces en su casa.

–Yo creía que erais pareja.

–Sí, pero yo vivo con mis padres y mis hermanos, así que él no podía quedarse allí a dormir. A veces, cuando alguien de la embajada se iba de viaje, le dejaban un apartamento. Eusebio le ayudaba con eso.

–¿Sabes cuál es el verdadero nombre de Eusebio?

–Lars Håkansson, aunque no sé si lo pronuncio bien.

–¿Y tú vivías en su casa con Henrik?

–Yo amaba a Henrik. Y soñaba con casarme con él. Pero nunca viví con él en casa de Eusebio.

–¿Hablasteis alguna vez de casaros?

–Jamás. Sólo era un sueño mío.

–¿Cómo os conocisteis?

–Como suele ocurrir, por casualidad. Uno va por la calle, dobla la esquina y… En la vida, todo se reduce a eso, a lo desconocido que nos espera a la vuelta de una esquina.

–Ya. ¿Y en qué esquina os conocisteis vosotros?

Lucinda movió la cabeza y Louise notó que estaba nerviosa.

–Tengo que volver al bar. Podemos hablar mañana. ¿Dónde te alojas?

–En el hotel Polana.

Lucinda exhibió un elocuente mohín.

–Henrik jamás habría podido alojarse allí. No tenía dinero.

«Eso era precisamente lo que tenía, dinero», se dijo Louise para sus adentros. «Tampoco a Lucinda se lo contaba todo…»

–Sí, es caro –admitió Louise–. Pero este viaje no estaba planeado, como comprenderás. Tengo que cambiar de hotel.

–¿Cuánto tiempo hace que murió?

–Unas semanas.

–Tengo que saber el día.

–El 17 de septiembre.

Lucinda se puso de pie.

–Espera –la retuvo Louise–, hay algo que todavía no te he dicho.

Lucinda volvió a sentarse. El hombre de la barra se les acercó y Lucinda quiso pagar la consumición. Louise sacó dinero del bolsillo de su cazadora, pero Lucinda negó con un gesto casi hostil. El hombre volvió a la barra y a su pulgar. Louise se armó de valor para pronunciar aquellas palabras inevitables.

–Henrik estaba enfermo. Tenía el virus del sida.

Lucinda no se alteró. Esperaba a que Louise dijese algo más.

–¿No entiendes lo que te digo?

–Sí, te he oído perfectamente.

–¿Sabes quién se lo contagió?

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