—Este Seseña tiene más mierda dentro que un baño público en un festín de espinacas —rezongó—. Pero puedo entenderle, el cabrón de Leman era uno de los expertos en seguridad informática que consultaba nuestra gente... Resulta que teníamos la víbora bajo el culo, y no lo sabíamos... A veces me pregunto si sería posible que uno de vosotros apareciera en el Congreso de Diputados, hiciera una máscara y convenciera a todos los partidos políticos de que necesitamos hacer lo que hacemos. ¿Cómo estás?
—Cansada, pero mejor —reconocí.
—Siento no haber podido venir antes. El viernes, cuando te trajeron, estabas para el arrastre, y ayer sábado tuvimos reunión de urgencia en el ministerio para dar carpetazo al asunto del Espectador... —Dije que lo comprendía, y Padilla pareció animarse—. ¿Qué tal, princesa? Ya veo que rodeada de ramos de flores... ¿Te tratan bien? ¿Te dan sopa de albóndigas y cocido madrileño? —Se acercó con las manos cruzadas en el vientre y bajó la voz—. Ahora que se ha ido el capullo ese, te diré en confianza que Martos quiere darte una medalla, una orden o algo así... Todo se hará en privado, claro, pero están que te besan el culo... Y hacen bien, los cabrones. —Me guiñó un ojo y sonrió—. Oye, ¿sabes que estás muy guapa? Te imaginaba con peor aspecto...
—Cuánto lamento decepcionarle.
—No seas idiota. Te felicito, de veras. Menuda captura.
Chapeau.
—Gracias.
Julio Padilla, siempre torpe con el cariño, se sumió en un silencio incómodo. Era un hombre corpulento, casi tan ancho como alto, de cabeza perfectamente rapada, ojos grises y facciones de perro de presa emergiendo de jerséis de cuello vuelto. Conocía bien a los cebos, pero su veteranía al frente de Psicología Criminal se debía a un innegable talento para echar balones fuera, así como a su carácter frío cubierto por un hábil barniz emocional. Se decía que le había influido mucho el accidente que había dejado a su hija paralítica. Sin embargo, era fílico de Petición, como Vera, y le encantaba sentirse indispensable y atender ruegos. En ese momento lo complací.
—No quiero medallas —murmuré—. Solo quiero saber dónde está mi hermana.
—Joder, reina, ojalá lo supiéramos. Han escaneado toda la zona alrededor de esa puta casa en la sierra. Mañana lunes rastrearán el embalse cercano. Te juro que...
Lo interrumpí sin elevar la voz, desde la cama, mirándolo a los ojos.
—El Espectador no la secuestró, Julio. Ni a Elisa Monasterio tampoco.
—¿Qué? ¿Cómo lo sabes?
—Él me lo dijo —respondí, dubitativa.
—¡Anda, coño! ¿Y qué más te dijo? ¿Que quería casarse contigo? ¡Era un
psico!
¡Te hubiese dicho que eras la emperatriz de Egipto, si con ello...!
—No tenía por qué mentirme en eso. Y nunca ha hecho desaparecer los cuerpos, ni las ha eliminado en un solo día. El cadáver de esa chica húngara aún estaba allí...
—Rumana —corrigió Padilla rascándose la papada—. Eva Rutlu, veintidós años. Estaba tramitando los papeles en nuestro país y nadie denunció su desaparición...
—Rumana o húngara, ella era el único cadáver, Julio. La última que secuestró.
—Diana, el análisis informático ha determinado que a Elisa y Vera se las llevó ese tío con un noventa y nueve, coma...
Lo escuché en silencio.
«Alguien ha amañado los datos»,
había dicho el Espectador.
«Alguien de tu departamento os está engañando.»
Pero ¿debía creerle?
Tras cansarse de dar cifras, Padilla me miró un instante, pensativo.
—Estás agotada, Blanco. Estresada por la desaparición de tu hermana y por la captura. Ese salvaje y su retoño te... te hicieron mucho daño. Pero has realizado una cacería impecable. Eres la mejor, siempre lo has sido. —Me sorprendió aquella alabanza, más bien propia de Claudia Cabildo, y a él también, quizá, porque de improviso optó por dar una de cal con una de arena—. Por supuesto, estoy al tanto de lo que hiciste, y de
cómo
lo hiciste..., pero vistos los resultados, no tengo nada que objetar, al contrario...
Sabía a qué se refería. Yo ya había contado mi entrevista con Gens a los psicólogos que me habían interrogado en el hospital, así como la técnica empleada para cazar al Espectador. No hubo grandes sorpresas. Como el propio Gens me había dicho, los altos cargos del departamento sabían que seguía vivo y le pasaban informes de vez en cuando. El hecho de que Gens revelara sus trucos a una antigua discípula antes que a ellos les fastidiaba, pero encajaba dentro de la imagen orgullosa del viejo psicólogo.
Yo estaba pensando en otra cosa. Decidí plantearlo con naturalidad.
—Julio, ¿qué ha ocurrido por fin con lo de Álvarez?
Fue como si hubiese entrado un coronel: Padilla se irguió, muy serio.
—Un suicidio. Dejó una carta, lo típico... Fuiste a ensayar a la granja en coincidencia con su muerte, nada más.
Alisé la sábana con la mano que no tenía vendada y asentí.
—¿Y qué era ese... túnel? He estado años allí y no sabía que existiera.
—Oh, una ampliación que hizo Gens en el sótano para construir nuevos escenarios, pero nunca llegó a utilizarse. —La entrada de un enfermero le dio la excusa que precisaba. Se quedó mirándome, como indeciso—. Vendré mañana. Intenta descansar.
No respondí: pensaba en un túnel de paredes de madera y techo de vigas en aspa.
Y en lo mal que mienten todos los filícos de Petición cuando se les pregunta.
El Taller era una clínica sin carteles ni distintivos con un jardín seco por el que los cebos podíamos pasear en camisón, como viejos patricios que ya han entregado a su prole la parte de mundo que poseyeron. Lo habían edificado en un polígono industrial más próximo a Segovia que a Madrid, Dios sabía por qué, y contaba con un quirófano y una sección de larga estancia con veinte camas. La decoración me recordaba desagradablemente la de los sótanos del Espectador: paredes y muebles blancos, ventanas metálicas. Desde el techo te espiaban visores de conducta y cámaras de holovídeo.
Pero no era ninguna cárcel, por lo que ese mismo domingo decidí largarme.
Fue después de la visita de Padilla. Miguel, que había venido el sábado a darme besos y rodearme de ramos de flores de antiguos compañeros —una tradición cuando uno de nosotros realizaba una captura esperada—, me trajo también algo de ropa de mi apartamento. Tras el almuerzo, me levanté, la cogí y me vestí en el baño.
Me sentía débil y mareada, y me dolía todo el cuerpo. Tenía la cara señalada con la huella de las mordazas de goma y cuerdas y los golpes del Espectador, la garganta con la línea roja dejada por la argolla y varios hematomas en el vientre, espalda y muslos. Por supuesto, y pese a que me constaba que lo habían intentado, no habían podido injertarme el dedo. Lo hallaron el mismo viernes, tras una búsqueda desesperada y minuciosa, formando parte de la horrenda colección de trozos de víctimas que el Espectador guardaba en los frascos del segundo sótano. Aunque la temperatura allí no superaba los cinco grados centígrados, mi meñique estaba sumergido directamente en líquido conservador, con lo cual el tejido era irrecuperable. A decir verdad, me importaba un rábano: despedirme del meñique izquierdo no era, ni de lejos, tan duro como asumir la pérdida de otras muchas cosas de mi vida, incluyendo, por encima de todas, la de mi hermana. Si por algún milagro encontraba a Vera sana y salva, bien podía irse al infierno mi mano entera.
En el Taller casi todos eran hombres, casi todos vestían de blanco y casi todos acostumbraban a tocarte: te palmeaban la espalda, te estrechaban la mano, te auscultaban o te cambiaban el vendaje. Mi enfermero se llamaba Alfredo, y era un chico de mandíbula angulosa, muy apuesto, que se presentó en mi habitación casi antes de que terminara de abrocharme los zapatos. Le dije que me iba, y llamó a un médico, que a su vez llamó a otro. Me advirtieron que los cinco puntos de sutura que me habían dado tras limpiarme el tejido del muñón habían cerrado bien, aunque podían soltarse con los esfuerzos, y que aún necesitaban asegurarse de que no había lesiones internas. Pero, tras la exención de responsabilidades con las suficientes firmas, claudicaron. Yo era una especie de «enchufada» para ellos, la heroína del día. Incluso se mostraron obsequiosos: los autocares públicos tenían horario de domingo, y Alfredo se ofreció a llevarme en su coche hasta Madrid.
De regreso a casa, hice una llamada. Luego me duché e ingerí un analgésico con un vaso de leche y galletas mientras encendía el televisor. Repetían la noticia que ya había visto en el hospital: la muerte el viernes del «presunto» asesino de prostitutas de Madrid cuando un «equipo especial» iba a proceder a su arresto. Los detalles aún no habían sido esclarecidos, pero se suponía que la víctima, «conocido empresario en el sector de la seguridad informática», se había quitado la vida. Los locutores hablaban ansiosos frente a la atroz casa de la sierra. El niño solo se mencionaba de pasada, sin relación alguna con los acontecimientos. Yo sabía que se hallaba en un centro psicológico para menores y que estaban intentando encontrar a algún posible familiar.
Pero la calma vende menos que la inquietud, y el secuestro de una niña en Barcelona y el hallazgo de otra víctima del Envenenador ocupaban la mayor parte del informativo. Esta última era una mujer de unos sesenta años fallecida en su domicilio de Moncloa. Sin embargo, seguía sin haber nada claro y hasta la propia existencia de un «envenenador» se ponía ya en duda, porque aún no se había aislado la sustancia. Luego venían fotos de la niña secuestrada. Ojos tristes, pelo rubio, seis años. Se me revolvió el estómago, apagué el televisor y me fui a la cita que había concertado por teléfono.
Era una preciosa tarde otoñal de Madrid, de esas de cielo puro y sol que, aunque declinante, sigue calentado. Después de los días que había pasado sumida en pesadillas, tenía que haberme sentido mejor al respirar aquella atmósfera suave y dorada. En cambio, me encontraba nerviosa y mis manos sudaban sobre el volante mientras salía de Madrid en dirección hacia Las Rozas. Lo que me disponía a hacer no me gustaba nada, y no podía evitar la tensión. En contraste con mi ánimo, la calle Teseo presentaba un aspecto pacífico y florido. Nely Ramos salió a recibirme en cuanto toqué el timbre de la cancela. De sus lóbulos colgaban unos pendientes de aros enormes.
—¡Qué bien que llamaste! —Sonrió—. ¡Le va a dar una alegría verte...! Pero ¿qué te ha pasado?
Le conté que había tenido «un pequeño accidente», sin más. De cualquier forma, el vendaje impedía ver del todo mi dedo seccionado. Me precedió hacia la casa, pero no entramos, en vez de ello, la rodeamos hasta el jardín posterior. Y mientras tanto Nely no cesaba de hablar con aquella voz enronquecida y a la vez dulce, de acento canario.
—Está tomando el sol como los lagartos, cuando hace buen tiempo le encanta... Incluso creo que se da más cuenta de las cosas, ¿sabes? El otro día le pidió al jardinero que usara la vieja cortadora de césped del trastero... El hombre le dijo que eso era una antigualla, que las de hoy son eléctricas, pero ella insistió tanto que, ya sabes... tan mimadita que está... Al final, el pobre se pasó toda la tarde limpiando el cacharro y consiguiendo combustible... Según parece, el ruido del motor le trae recuerdos de la niñez... ¡Todo es poco para complacerla, pobrecita!
Y allí estaba, retrepada en una butaca plegable en el jardín, descalza, las flacas rodillas sobresaliendo por el borde de un sencillo vestido turquesa. El pelo pajizo le brillaba como una mitra bajo el sol. Un seto bien recortado le servía de marco. Parecía dormida. Se la veía indefensa y a la vez majestuosa.
—Clau, mira quién ha venido... ¡Pero, abre los ojos, boba! —Nely cogió una manta caída a sus pies y se la puso. Verla actuar como una mamá resultaba curioso, porque Nely era mucho más joven que Claudia—. Está despierta, lo que pasa es que es muy, muy mala... Le gusta fingir, ¿verdad? ¿Verdad que a Su Majestad le gusta fingir? —Claudia lanzó una risita de niña—. ¿Vas a portarte así con tu amiga? ¡Es Diana! ¡Diana Blanco!
Para acercarse a ella había que pisar el césped, y mis zapatillas se hundieron en el barro de las lluvias recientes. Mientras Nely bromeaba, crucé los brazos y sonreí.
—Hola, Cecé.
—Uau. La Jirafa. La
number one.
Había hablado sin abrir los ojos, y Nely y yo lanzamos carcajadas. De repente se me formó un nudo en la garganta y sentí rebosar las lágrimas. No escuché lo que dijo Nely al dejarnos solas, creo que iba a traerme una silla. Seguí de pie, contemplando a Claudia Cabildo y tratando de contener mi emoción.
—Tú sí que eres la
number one,
Cecé —dije—, y lo serás siempre.
Abrió los fantásticos ojos azules. Realmente parecía más viva, pero de improviso me percaté de que el sol del atardecer le daba en la cara y, sin embargo, me miraba sin parpadear. Era como si aquellas ventanas redondas se abrieran a un cuarto vacío.
—¿Te has mordido? —preguntó.
Me contemplé el vendaje de la mano mientras sonreía.
—He capturado, Cecé —le dije—. Este viernes. ¿Te acuerdas que te hablé de eso y me aseguraste que lo haría? Pues lo hice. Era una serpiente muy grande, y me clavó los colmillos, pero se los arranqué de raíz. Ya no volverá a hacer daño a nadie.
—Eres una
super-woman.
—Bah —dije en tono intrascendente—, mi captura fue normal, nada que ver con la que tú lograste con Renard.
Me miró un instante. Luego cerró los ojos y ladeó la cabeza sin contestar.
Yo sabía que aquello no era cierto. Claudia no había tenido éxito con Renard, y, de hecho, la policía le había salvado la vida al hallar por casualidad el escondite al sur de Francia donde Renard la retenía. Renard no le había dejado apenas cicatrices, pero había usado el hambre, la sed y la electricidad día a día, durante un mes, hasta enloquecerla, sin que ninguna de cuantas máscaras hiciera Claudia lograran detenerlo. Claudia Cabildo era un ominoso monumento para todos nosotros, la señal que nos indicaba que hasta el más experimentado de los cebos podía fracasar.
La llegada de Nely con la silla nos interrumpió. Me senté, rechacé su ofrecimiento de beber algo y esperé a que se alejara de nuevo. Mientras tanto, Claudia seguía aparentando que dormía. Parecía tan inocente que sentí renovados deseos de abandonar el cruel plan. Pero aquella misma imagen arruinada en comparación con el recuerdo de la Claudia de antaño me hizo persistir.