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Authors: José Carlos Somoza

Tags: #Intriga

El cebo (34 page)

BOOK: El cebo
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Cabeceó hacia una puerta cerrada al otro extremo de la habitación, junto a las escaleras. Mi expresión no cambió, pero sentí frío en el estómago.

—Supongo que sabes lo que hace esa máquina —continuó el Espectador—: habrás visto imágenes de víctimas. Pero he añadido algunos detalles. —Extendió el brazo como si le mostrara la casa a un invitado—. ¿Ves esa pequeña cámara sobre aquella pantalla, la que parpadea? Es un visor de conducta. También hay otro en esa repisa. Están grabándote. ¿No te lo crees? Ya sé que se necesita un ordenador cuántico para detectar máscaras en un cebo, y no presumiré de disponer de uno. Pero he
hackeado
el sistema del Departamento de Psicología, llevo años haciéndolo. Así que puedo utilizarlo como si fuera mío. El torno, abajo, está controlado con otro ordenador que recibe señales del primero. Si comienzas una máscara, el torno se pondrá en marcha
y...
—Juntó ambos puños frente a mi cara y los separó lentamente—. Bueno, para tus compañeras será como en el ballet ruso: piernas abiertas, siluetas estilizadas. ¿Me crees ahora?

No, no le creía. Ni la cuarta parte. Sabía que interpretaba su propio papel, el que mejor les salía a los monstruos: el de un condenado
mentiroso,
un manipulador, el Yago de todos los Yagos. La información de la que disponía no probaba nada, y aquellos aparatos tanto podían ser visores de conducta como simples cámaras de circuito cerrado.

Pese a todo, el frío seguía aferrando mis entrañas. Comprendí que él no esperaba que le
creyese:
quería jugar con mi duda, utilizarla en su provecho.

Seguí mirándolo sin responder, jadeando.

—Tú y yo nos vamos a entender muy bien —dijo—. Pareces una chica inteligente, y comprenderás el trato enseguida: si me dices lo que quiero saber, os mataré con rapidez. A ti y a tus compañeras. Nada de torno, dolor ni abusos: un disparo en la cabeza. Lo juro. Los cebos no me excitan, no me sirven para nada. Pero si no me lo dices, os mantendré vivas el mayor tiempo posible... Un mes o dos en el torno y os volveréis pulpos, la cabeza en medio de un cuerpo de gelatina. Puedo hacerlo. Tú eliges.

—No... no sé a qué se refiere... —murmuré, atenta a mi propio papel.

—Por favor, deja de fingir. Dime qué me has hecho.

—No le he hecho nada. No sé de qué me habla...

El Espectador chasqueó la lengua. Parecía defraudado. Atrapó con cierta dificultad, porque estaba húmedo de sudor, un tirante de mi camiseta, el que había descendido por mi brazo, y me lo colocó de nuevo en el hombro con delicadeza, junto a la cinta del sujetador. Gemí, mostré miedo. Él habló con voz suave, sin atender a mi actuación.

—Escucha, ayer miércoles por la tarde recogí a mi hijo del colegio. —Señaló al niño, que se hallaba sentado en una mesa balanceando los pies, aún enfundado en la cazadora y con la gorra calada sobre las rastas—. Me disponía a regresar a casa, pero en vez de eso me puse a dar vueltas con el coche sin razón aparente. No pretendía elegir, pero tampoco sabía qué quería. Entonces te vi por casualidad, o así pensé en un principio, ya de noche, entrando en un portal. Giré en una rotonda, y casi choqué contra otro vehículo. Memoricé el número del portal. Luego creí olvidarte y me dediqué a secuestrar a tu compañera en su casa: ya la había seguido en otras ocasiones, y sabía dónde vivía. Cuando acabé, regresé a mi piso en Madrid y, aunque estaba agotado, encendí el ordenador y entré en el registro civil. No te encontré en las fotos de los propietarios, pero supuse que tu piso de cobertura sería alquilado. Revisé los contratos de alquiler del bloque, y te hallé. Elena Fuentes, veinticinco años, teleoperadora. A partir de ahí extraje el resto. Esa noche apenas dormí, y cuando cerraba los ojos seguía viéndote. Estaba seguro de que eras una
jodida trampa,
pero tenía que saber cómo lo habías hecho. Cómo me habías obsesionado sin apenas mostrarte, en tan solo unos segundos...

Calló un instante y acarició el pequeño cúter eléctrico. Ahora estaba de rodillas en el suelo, como yo. Su larga perorata me importaba un bledo: demostraba el abrumador éxito de la técnica de Gens. Lo que me agobiaba, lo que no podía apartar de mi cabeza, era
Imposibilidad
de que Vera estuviese aún viva y atada al torno, y que mis máscaras pusieran en marcha el aparato. Naturalmente, incluso aunque él no supiera que era mi hermana, contaba con eso para presionarme. «Si te habla, tratará de manipularte —había dicho Gens—. Es muy bueno usando a los demás; entre su objetivo y él solo existen herramientas.» Pero ¿podía arriesgarme? Tal como me encontraba, de rodillas y con una argolla al cuello, un Holocausto sería sencillo. «Pero si Vera...» Calculé la probabilidad de realizar una máscara más rápida, pues había algunas que los visores podían pasar por alto, como la de Agonía, basada en las técnicas con las que Yago engaña y tortura a los demás personajes en la obra
Ótelo,
pero no siempre funcionaban.

El Espectador pareció percibir mi dilema, porque sonrió mientras proseguía.

—Esta mañana visité el aparcamiento subterráneo de tu bloque, hallé tu coche y coloqué un rastreador bajo el parachoques trasero, lo cual me permitía seguirte todo el día a través de una pantalla... El resto consistió en esperar. Saliste al mediodía y te dirigiste por la carretera de Extremadura a la zona evacuada del 9-N. Estuviste allí toda la tarde. Supuse que habías ido a ensayar, sé que utilizáis edificios abandonados para eso. Mi hijo y yo aguardamos en tu aparcamiento con un hambre de lobo, ¿eh, Pablo? —El niño asintió con la cabeza—. Estábamos cansados y nerviosos, y por un momento pensé que pasarías la noche fuera, pero al fin el punto en la pantalla se movió. Lo del saco y las ataduras vino después. Quería hacerte el viaje incómodo. —De improviso alzó la afilada punta del cúter eléctrico y la deslizó por mi rostro. Aparté la cara—. Ahora te contaré lo que pienso. Conozco las máscaras. No las entiendo del todo, pero he leído lo bastante sobre ellas... Sin embargo, esto es distinto, ¿verdad? Es como estar borracho o fumar opio. No me gustas, no eres mi clase de tía... Podrías resultar atractiva vestida de otra forma, sí, quizá, pero nunca... nunca como para esto. Dime qué me has hecho. —Empecé a balbucir, pero su voz me detuvo, convertida en un susurro—. ¿Sabes? Finges muy mal.

Lo miré un instante.

Hazlo otra vez, devotchka.

—No tengo ni puta idea de lo que dice —dije con firmeza.

El Espectador suspiró.

—Tus compañeras están bien todavía... pero puedo empezar a manejar el torno.

—No sé a qué compañeras se refiere —repliqué en el mismo tono.

Empezó a asentir despacio, dirigió la mirada hacia una esquina de la pared y se cambió el cúter de mano. Yo había estado observándolo y logré anticiparlo y volver la cabeza, pero de todas formas el puñetazo en mi mandíbula fue brutal. Ambos gritamos. Al girar la cara sentí el tirón de la argolla en el cuello, y me enderecé para evitar asfixiarme. Noté la sangre resbalándome por la comisura.

—Vaya, así que han enviado a la fuerte del equipo —dijo, frotándose los nudillos. O creo que eso fue lo que dijo, porque el golpe me había dejado medio sorda—. Bien. —Se puso en pie y le habló al niño—. Pablo, ¿quieres comer ya?

—Sí.

—Voy a sacar las cosas del coche. Lávate las manos. —Se dirigió a las escaleras y comenzó a subir.

24

El niño se quedó un rato mirando las escaleras cuando el Espectador se fue.
Pablo.

Observé su aspecto. Gorra azul, cazadora violeta, vaqueros, botas amarillas, rastas marrones,
piercing
en el labio. Un periquito multicolor con expresión de ángel pensativo. Ropa cara, vida solitaria, mimado en exceso, introvertido. Le calculé diez u once años, como Gens había supuesto. Piel demasiado pálida. «No ve la luz del sol.» Lo imaginé encerrado en sótanos, bajo lámparas, dedicado a... ¿a qué? Me estremecía pensar qué cosas podía haber hecho, o contemplado.

Decidí sondearlo. Tragué la poca saliva que pude reunir.

—Por favor... —supliqué—. Ayúdame...

Me miró, y no dejó de hacerlo cuando repetí mi ruego, lo cual era buen signo. Al menos no me eludía. Pero sus ojos no mostraban emoción. Sus parpadeos eran guijarros dejados caer en un estanque: un remolino, luego nada.

Lo que importaba era saber si podía ser manipulado. No con máscaras, desde luego. El psinoma de los niños es inestable, e incluso las máscaras más sencillas resultan ineficaces con ellos. Alguna que otra, como la de Destrucción, es capaz de
influirles
si se emplea la técnica precisa, pero no podía arriesgarme a probar. La amenaza del Espectador, fuese cierta o no, me bloqueaba.

Tenía que intentar conocer qué había tras aquellos grandes ojos oscuros.

Hablé con calma. Opté por incluir su nombre.

—Pablo... Te llamas Pablo, ¿verdad?

Bajó de la mesa y se alejó sin responder. Eso también me gustó. «Está interpretando un papel», pensé. Pretendía ignorarme, pero aquel primer tanteo era esperanzador

Lo seguí con la mirada. Se detuvo ante un lavabo impoluto, que parecía de laboratorio, y quedó de espaldas a mí mientras yo escuchaba el sonido del grifo. Luego hizo algo típico de los niños: se quitó la cazadora
después
de lavarse, como si se hubiese dado cuenta de que podía mojarse las mangas. Debajo lucía una camiseta de un tono también llamativo, entre naranja y morado.

Mientras se lavaba, yo aproveché para echar un vistazo alrededor y hacerme una idea aproximada de dónde me encontraba.

Aquello no tenía comparación con lo que evoca la palabra «sótano». Era una habitación amplia, rectangular, climatizada, dotada de parpadeantes alarmas contra incendio. Me habían encadenado a una de las paredes largas, en la esquina opuesta a las escaleras y la puerta cerrada del segundo sótano. Luces graduables en el techo refulgían sobre dos mesas, una semejante a las de autopsias, con la superficie agujereada y un tubo de desagüe. Botellas de suero en perchas metálicas se alzaban junto a ellas. En las paredes, vitrinas con frascos. Un equipo completo para mantener con vida al juguete mientras te diviertes. Y todo muy limpio, mineral y cristalino. El blanco, el color de moda: había repisas blancas con instrumental de acero de mango blanco, botes blancos, guardapolvos blancos. Hasta las pantallas donde estaban situados los dos supuestos visores dirigidos hacia mí eran blancas. Recordé de improviso un chiste muy viejo y malo, pero que nos hacía reír mucho a Vera y a mí cuando papá lo contaba: un hombre blanco cae desde un balcón blanco a una acera blanca, y viene una ambulancia blanca que se lo lleva a un hospital blanco. Allí entra a verlo un médico vestido de verde que, de repente, dice: «Caramba, me equivoqué de chiste». Aunque conocíamos el final, no podíamos dejar de reírnos. Vera daba palmadas con sus manitas de niña de cuatro o cinco años, regocijada ante el tono que papá ponía cuando hablaba el médico: «Caramba, me equivoqué de chiste».

«Un hombre oscuro y un niño oscuro te llevan a una habitación blanca...»

Tras lavarse, el niño hurgó en la cazadora y extrajo una consola portátil de juegos. Yo no era especialista en juegos virtuales, y no podía saber a qué clase de cosa le gustaba jugar, lo cual lamenté. La abrió, se puso el visor sin quitarse la gorra y de repente su cabeza se asemejó a la de una mosca. En los cristales negros estallaban luces. Eso no me agradó, porque lo aislaba de mi presencia. Por fortuna pareció aburrirse enseguida, o quizá temía que su padre regresara y lo sorprendiera, se quitó el visor, lo guardó y cerró la consola. Repetí mi ruego.

Para mi asombro, me contestó con calma, mirándome con sus grandes ojos:

—No puedo ayudarte. Tengo miedo de papá.

Su respuesta fue tan inesperada que me quedé sin saber qué decir. Asentí con la cabeza, y estaba eligiendo una réplica cuando escuché pasos en la escalera.

El Espectador entró cargando una caja de cartón que le ocultaba la cara.

Supuse que sería una de las que llevaba en el maletero, de esas que contenían «repuestos». Había metido encima varias bolsas de supermercado. La dejó sobre la mesa agujereada y fue sacando y colocando los productos en la otra mesa: patatas fritas, bocadillos envasados, frutos secos, golosinas y varias latas de bebidas. Se le cayó una lata, y al agacharse a recogerla observé que le clareaba el pelo en la coronilla. El niño se acercó como un patito dispuesto a ser alimentado.

—No tenían Pepsi, lo siento —dijo su padre a modo de disculpa mientras le entregaba otro refresco.

Comieron y bebieron a pocos metros de mí, el Espectador apoyado en la mesa y el niño de pie. A ratos el adulto comentaba algo banal y el niño movía la cabeza asintiendo: las almendras «eran muy buenas y mucho más baratas» que las que solían comprar; la camiseta de Pablo se había «manchado de
foie»
y debía «limpiarse». Todo se desarrollaba de manera tan natural que parecía preparado de antemano para demostrarme que mi presencia, arrodillada y encadenada a la pared, no les importaba.

Opté por cambiar de táctica. Recordé lo que nos contaba Gens sobre
Rey Lear.
El orgulloso rey ordena a sus tres hijas decirle cuánto lo aman, advirtiendo que la que hable mejor recibirá más dote. Las dos primeras se deshacen en elogios imposibles, pero la menor, Cordelia, que supuestamente lo ama más, no dice nada. Gens explicaba: «Lear, indignado con su silencio, la deshereda, pero se pasa el resto de la obra buscándola. Precisamente por callar, por representar un enigma, Cordelia es
la obsesión
de Lear, la que realmente lo atrae, lo captura y, al final, lo
destruye».

En aquella obra de madurez, Shakespeare ofrecía la clave de la máscara de Destrucción: callar y entregarse sin fingir. Yo no quería hacer ninguna máscara, pero sí aprovechar el armazón que la componía. Al principio persistí en mi papel, suplicando, gimoteando, mientras ellos comían. Pero de repente dejé de hablar y los desafié con mi silencio. Eso hizo que el Espectador me mirase en un par de ocasiones, intrigado. Le devolví la mirada mostrando preocupación, pero no excesiva, mientras me tanteaba con la lengua en la comisura del labio donde había recibido el puñetazo. Quería resultar ambigua, no fácil. Por mucho que él supiera, o creyera saber, que yo era un cebo, tenía que enseñarle que el camino que llevaba hacia mí era tortuoso. Si realmente Vera no estaba muerta, si su vida dependía de lo que yo hiciera, entonces debía callar y dejar de fingir para convertirme en un enigma obsesionante. ¿Qué soy? ¿Qué pienso? Era preciso torturarlo con aquellas preguntas.

BOOK: El cebo
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