—¿Señor?
Era su segundo oficial y ya debería saber que no le gustaba que le molestasen mientras estaba tomando el aire.
—Sí, número dos —le respondió en tono brusco e irritado.
—El radioteléfono, señor. El canal de la compañía.
—¿Qué rayos quieren ahora?
—No he…
Continuó contemplando el Ra's al Hadd. Podían cocerse en su propia salsa. Ya le habían transmitido la orden de cargar; ¿qué querían ahora? Finalmente, inspiró profundamente una última bocanada de viento salino y se dirigió a la caseta del puente. El oficial de radio había transferido la llamada a uno de los teléfonos instalados junto a su nuevo sillón. Ogilvy había adoptado la costumbre de pasar diariamente varias horas allí sentado, con gran consternación de sus oficiales de navegación que debían soportar el ojo vigilante del viejo a lo largo de todas sus guardias.
Era James Bruce llamando desde Londres. Intercambiaron un par de heladas cortesías, todavía resentidos por su última confrontación. Después, Bruce dijo:
—Ha vuelto a las andadas.
—¿Quién ha vuelto a las andadas?
—El doctor.
—¿Hardin?
—Sí.
—¿En el África occidental? —preguntó Ogilvy irritado ante la posibilidad de que Bruce intentara cargarle con otro helicóptero en cuanto hubiera doblado el cabo de Buena Esperanza.
No —respondió Bruce—. La Armada iraní le ha estado persiguiendo junto a las Quinos.
—¿Las Quoins? ¿Cómo demonios llegó hasta allí?
—Igual como llegó a Ciudad del Cabo —dijo Bruce—. Navegando en su velero.
A Ogilvy se le hizo un nudo de terror en el estómago.
—¿Cuándo estuvo en Ciudad del Cabo?
—Aproximadamente en la misma fecha que llegasteis vosotros.
—¿Cómo te has enterado de todo esto?
—No puedo entrar en detalles por radio —explicó Bruce—. Pero poseemos diversas fuentes de información. Las mismas que nos pusieron sobre aviso la primera vez.
—¿Por qué no nos atacó en Ciudad del Cabo?
—No lo sabemos. Puede que se hallara en malas condiciones.
—¿Intentas decirme que entró en Table Bay después de la tormenta?
—Aparentemente así fue.
Otro tipo de pánico hizo estremecerse a Ogilvy. Lo rechazó de inmediato. El mar tenía sus arbitrariedades. Hardin era sin duda un hombre con muy buena estrella si había sobrevivido, pero no poseía poderes especiales.
—¿Dónde está ahora? ¿Se halla al acecho?
—No, en estos momentos no. Ahora está huyendo.
Ogilvy soltó una sarcástica carcajada.
—¿Un solo hombre pudo darle esquinazo a la Armada iraní en un velero?
—Era de noche. Pero ellos creen que le han obligado a escapar en tu dirección.
Ogilvy cogió en el acto el teléfono del puente.
—¡Número dos!
—¿Señor?
La respuesta fue casi simultánea. El segundo oficial le estaba observando desde el ala de estribor.
—Aposte un par de hombres en la proa y en el tope del palo.
—Si, señor.
—El hombre del velero.
—Sí, señor… ¿Cree que nos atacará, señor?
—No si sus vigías están alerta —replicó tajante Ogilvy.
—Sí, señor.
Las cartas de navegación del resto de su viaje fueron desfilando por su mente como en una película. Estrechos cauces de navegación. Zonas idóneas para hacer blanco. Era muy propio de Hardin escoger las Quoins como lugar de ataque.
—¿Estás ahí? —preguntó Bruce por el radioteléfono.
—Sí. ¿Qué pensáis hacer con él?
—Los iraníes y los sauditas te proporcionarán una escolta marítima y aérea hasta que les hayan capturado. Dentro de poco verás llegar los primeros destacamentos.
—Estupendo —replicó tristemente Ogilvy—. Dos fuerzas aéreas moras para cazar a un solitario navegante americano. Podré considerarme afortunado si alguno de ellos no acaba estrellándose contra mi casco.
—Estamos hablando por un canal abierto —le advirtió muy seco Bruce—. Por favor modera tus palabras, Cedric.
—¿Algo más?
—No. Sólo decirte que no te preocupes, Cedric. Estarás tan seguro como en tu casa. Me pondré en contacto contigo en cuanto le cojan.
—Si le cogen.
—Lo harán… Otra cosa, Cedric. Es posible que los iraníes te pidan que esperes hasta que lo hayan capturado.
—Ni lo sueñes —le espetó Ogilvy.
—Vamos, sé razonable —insistió muy serio Bruce.
—Hardin no puede dispararme, si está huyendo.
—Procura no provocarles, Cedric.
—Mañana llegará un centro de altas presiones. Le cogerán en cuanto se aclare la atmósfera. No es necesario que nos detengamos. —Ogilvy colgó el auricular.
El oficial de radio se acercó a su silla unos instantes más tarde.
—Perdón, señor. ¿Quiere que llamemos a Doha?
—Sí. Pídale la hora de llegada prevista al número dos.
Ogilvy volvió a salir del ala del puente y permaneció allí de pie contemplando el Ra's al Hadd. Una bandada de helicópteros se aproximó en formación y pasó zumbando por encima del buque con un estruendo infernal que, según imaginó Ogilvy, debía pretender tranquilizar sus ánimos. Los aparatos llevaban el escudo de Arabia Saudita. El capitán siguió con la mirada fija en el horizonte, ignorando al sonriente bobalicón que revoloteaba en torno a la torre de mando y agitaba los brazos como si acabara de ganar la Batalla de Inglaterra.
Desde luego, Hardin había escogido un mal lugar para hacerse perseguir. Tanto los sauditas como los iraníes tenían puestas sus codiciosas miradas sobre el golfo Pérsico y sus accesos; cubrirían toda la zona. Allí fuera, los iraníes no se atreverían a desafiar a los sauditas, pero más adelante, nubes de aeroplanos procedentes de su base de Chah Bahar, al otro lado del golfo de Omán, descenderían haciendo gala de su control sobre el estratégico estrecho. Una triste sonrisa contrajo los labios de Ogilvy. Si la Armada participaba también en la persecución, quedarían menos para dar la lata a los petroleros con sus chequeos de polución.
Apretó los labios. Vaya una horrible pandilla para emprender la caza de un hombre. Hardin no tenía idea de lo que le esperaba. Una vez, cuando estaba destinado en el golfo, hacía muchos años, antes de la guerra, Ogilvy y otro joven oficial con espíritu aventurero habían desembarcado vestidos de paisano en Al Jubalyl; fue durante el Id al Fitr, el final del Ramadán, el mes de ayuno. Los árabes habían descubierto a uno de los suyos bebiendo un poco de whisky, que estaba prohibido según la ley musulmana, y Ogilvy había sido testigo involuntario de una salvaje flagelación pública. Atrapado cerca de la picota por una muchedumbre sedienta de sangre, lo había visto y oído todo —los alaridos de la víctima, los suspiros de la multitud, el penetrante olor de su sádica excitación, la sangre —, pero lo que se le había quedado más profundamente grabado y le había marcado para siempre había sido el terrible sonido del látigo. Producía un ruido como de tela al rasgarse cada vez que penetraba en las carnes del hombre.
El incidente había dejado en Ogilvy un permanente odio hacia los árabes que todavía conservaba. Los iraníes afirmaban insistentemente y con gran alboroto que ellos no eran árabes, pero si sólo la mitad de lo que podía leerse en los periódicos era cierto, no eran mucho mejores que los otros con su policía secreta y sus cámaras de tortura. A Hardin le esperaba un mal rato, tanto si le cogían los unos como los otros. Maldito tonto.
Hardin levantó el sextante de respeto hacia el cielo color gris perla y midió el ángulo que formaba el blanco sol incandescente sobre el pálido horizonte. Tomó nota de la hora —las doce y un minuto y cuarenta segundos— y luego se instaló bajo la toldilla improvisada que, sobre la bañera, había montado con el tormentín y recorrió los finos caracteres impresos de las tablas del
Almanaque náutico
con ojos llorosos de fatiga. No podía trabajar junto a la mesa de navegación, pues en el camarote reinaba una temperatura de más de cincuenta grados.
Aunque el velero seguía avanzando en dirección oeste sudoeste a una velocidad de seis nudos, su movimiento no alcanzaba a crear una brisa refrescante y apenas agitaba perezosamente el denso aire cargado de arena. El fino polvo lo impregnaba todo, recubriendo las cubiertas y formando una fina capa sobre la piel de Hardin, el interior de su boca y sus ojos enrojecidos.
Se llenó la boca de agua tibia del termo y la paseó un par de veces por toda la cavidad bucal antes de tragársela. Después concluyó sus cálculos y confirmó lo que ya le habían indicado su reloj y la corredera del velero. Avanzando con el motor a toda marcha durante trece horas desde que había cambiado de rumbo, abandonando la protección del viejo buque cisterna, se había adentrado ochenta millas en el golfo Pérsico.
La euforia que había sentido al comprobar que había logrado escapar, el entusiasmo que acompañó su impulsiva vuelta atrás y la alegría de haber conseguido penetrar en el estrecho sin ser visto se habían disipado bajo el ardiente calor de la mañana. Le dolía la cabeza por efecto del calor y del constante traqueteo del motor diesel. Tenia la espalda dolorida tras tantas horas de permanecer sentado, agudas punzadas le atravesaban los hombros y con el agotamiento que doblegaba su cuerpo llegaron también las dudas.
Volvía a andar escaso de gasoil, casi no le quedaba comida, el lorán estaba inutilizado —victima de la opresiva humedad— y tenía una necesidad desesperada de dormir un poco. El velero hacía mucha agua. Pero aunque lograra encontrar la manera de descansar y aunque pudiera reparar el velero, no tenía la menor posibilidad de escapar. Las seiscientas millas de la bota del golfo estaban rodeadas de tierra. El estrecho de Ormuz, la única entrada, era también la única salida.
Ése no era el riesgo que había aceptado correr. Cuando había comprendido por primera vez que tenía que hundir el
Leviathan
, había aceptado la posibilidad de perder su existencia en tanto que Peter Hardin, pero con los océanos del mundo frente a su barco, no había dudado ni un instante que conseguiría crearse algún tipo u otro de vida en alguna parte. Incluso cuando había tenido noticia de la presencia del helicóptero y había comprendido la carrera hacia los mares del sur, no se hacia ilusiones —dentro de los límites de su experiencia y su imaginación— en cuanto a la capacidad de resistencia que exigiría la larga, brutal travesía. Pero también en ese caso, su destino estaba en sus propias manos. Y estaba decidido a resistir. Del mismo modo, la emboscada junto a las Quoins también ofrecía una buena posibilidad de escapar en medio de la confusión.
Pero ahora no tendría escapatoria, sólo le esperaba la muerte. Y lo malo del asunto era que no quería morir, en ningún momento había tenido intención de morir y cada fibra de su ser se resistía a esa idea, clamando que hiciera virar el barco otra vez y volviera a salir subrepticiamente del estrecho cuando cayera la noche.
Permaneció largo rato así sentado, cabeceando sobre la rueda del timón, consultando el compás con los ojos entrecerrados, escrutando sus posibilidades de efectuar una decente retirada. La cabeza le daba vueltas por efecto del cansancio; no tenia cartas de navegación, pues jamás había considerado las posibilidades de perseguir al
Leviathan
hasta el interior del golfo; y su único aliado le había entregado a la Armada iraní. Si daba media vuelta en el acto, podría adentrarse varias millas en el golfo de Omán antes del amanecer.
Y no obstante, las
Instrucciones de navegación
para el golfo de Omán incluían también el golfo Pérsico y, aunque sólo estaban pensadas como un complemento de las cartas de navegación, también enumeraban las posibles rutas, los puntos peligrosos y las posiciones de los puertos e islas, incluida Halul. Miles no podía hacerle más daño del que ya le había causado y nadie, ni siquiera la Armada iraní, sabía que se había adentrado profundamente en el golfo Pérsico.
Siempre adelante, solía bromear Carolyn apretando los dientes en los tiempos difíciles. Cogió un cubo de agua caliente del golfo y lo vació sobre su cabeza. Después bebió agua fresca, se tragó un puñado de vitaminas y suplementos alimentarios, y estuvo bombeando el agua del sollado durante diez minutos.
Puso la radio a todo volumen y sintonizó la frecuencia indicada en la
Guía del Almirantazgo
para escuchar la radio costera que la Shell tenía en Doha; las
Instrucciones de navegación
señalaban que los buques con destino a Halul debían comunicar sus horas de llegada previstas y la cantidad de cargamento que precisarían.
El polvo se combinaba con la húmeda bruma y las bajas nubes para formar un denso dosel que flotaba encima del velero como una caliente capa de algodón. Con frecuencia su mirada abarcaba hasta una milla de distancia cuando el viento levantaba un poco de calina, pero el techo seguía manteniéndose bajo, atravesado sólo por los blancos rayos del sol y aunque de vez en cuando escuchaba el zumbido acompasado de los helicópteros, no divisó ninguno. La radio resonaba con una mezcla de extraños acentos ingleses, a medida que los navíos llegados de todas parte del mundo iban doblando el cabo de Ra's al Hadd.
Hardin bajó a comprobar el estado del sollado. Hacía un calor apabullante; empezaron a palpitarle las sienes como si le hubieran apretado una gruesa cuerda nudosa en torno a la cabeza. Observó que el barómetro había empezado a subir rápidamente. Si la causa era la proximidad de un seco
chamal
del norte, era muy posible que el viento dispersara la capa protectora de las nubes y polvo antes de que cayera la noche Ya no podía preocuparse por eso. Se encontraba unas cuantas millas al sur de las rutas de los petroleros y, de momento, eso era todo lo que podía hacer para no delatar su presencia. Cuando estuviera más cerca de Halul, buscaría un lugar donde ocultarse hasta que llegara el momento de matar al
Leviathan
.
El calor golpeaba pesadamente el velero como si fuera arena que le arrojara una pala mecánica y Hardin se adormeció a pesar del traqueteo del motor y de los intermitentes chirridos ensordecedores de la radio. De pronto, se despertó sobresaltado por un sonido distinto. En inglés, una voz difuminada por la escasa potencia del receptor intentaba llamar la atención de la estación costera de Catar.
—
H-O-Y
…
H-O-Y
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…
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