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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El castillo de Llyr (5 page)

BOOK: El castillo de Llyr
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Taran volvió al castillo, que ya había quedado sumido en la oscuridad. Se quedó inmóvil, indeciso, sin saber en qué otro sitio buscar a Gwydion.

—¡Hola, hola! —exclamó el príncipe Rhun, doblando una esquina a tal velocidad que casi hizo caer de bruces a Taran—. Veo que sigues despierto, ¿eh? ¡Yo también! Mi madre dice que siempre debo dar un breve paseo antes de dormir: es muy bueno para la salud. Supongo que estarás haciendo lo mismo que yo, ¿no? ¡Excelente! Pasearemos juntos.

—¡Nada de eso! —replicó Taran, pues no tenía ni el más mínimo deseo de cargar con la compañía del atolondrado príncipe—. Yo… Estoy buscando a los sastres —se apresuró a decir—. ¿Dónde se alojan?

—¿Estás buscando a los sastres? ¡Qué extraño! ¿Para qué? —le preguntó Rhun.

—Mi jubón —respondió rápidamente Taran—. No… No acaba de quedarme bien. Tengo que pedirles que me lo arreglen.

—¿A estas horas de la noche? —preguntó Rhun, con su redondo rostro de luna mostrando una cierta perplejidad—. ¡Vaya, esto sí que es realmente sorprendente! —Señaló hacia una parte del castillo, totalmente sumida en la oscuridad—. Sus aposentos quedan por allí. Pero, la verdad, creo que si les despiertas de su sueño no estarán de muy buen humor y quizá se nieguen a usar la aguja. Ya sabes que los sastres pueden llegar a ser muy susceptibles. Yo te aconsejaría que esperases hasta mañana.

—No, tiene que ser ahora —dijo Taran, impaciente y queriendo librarse de Rhun.

El príncipe se encogió de hombros, le deseó que pasara una buena noche y se alejó a toda velocidad. Taran fue hacia un grupo de cabañas situado detrás del establo, pero tampoco allí encontró a Gwydion. Desanimado, ya había decidido volver con Gurgi cuando vio algo que le hizo quedarse muy quieto. Una silueta avanzaba rápidamente a través del patio, no hacia la puerta principal, sino hacia el ángulo más alejado de la gran muralla de piedra.

Quizá Eilonwy hubiera logrado escapar a la vigilancia de Gurgi… Taran estuvo a punto de gritar pero, temiendo despertar a todo el castillo, decidió seguir a aquella silueta. Un instante después ésta pareció esfumarse en el aire. Taran siguió avanzando. Cuando llegó a la muralla, tropezó con una angosta abertura que apenas si permitía el paso de una persona puesta de lado. Taran atravesó la cortina de yedra que la disimulaba y se encontró fuera del castillo, en una ladera rocosa desde la que se dominaba la bahía.

Y, de repente, Taran se dio cuenta de que la silueta a la que venía siguiendo no era Eilonwy: caminaba de una forma distinta, y era demasiado alta. La sombra, envuelta en una capa, se volvió para lanzarle una furtiva mirada al castillo, la luna brilló un segundo sobre sus rasgos y Taran contuvo el aliento.

Era Magg.

El gran mayordomo empezó a bajar rápidamente por un abrupto sendero, moviéndose igual que una araña. Taran, dominado por el miedo y la sospecha, le siguió a través de las rocas y guijarros, esforzándose cuanto podía por avanzar con un máximo de rapidez y silencio. Pese a que la noche era muy clara, andar por aquel sendero estaba resultándole bastante difícil, pues tenía que esquivar continuamente los grandes peñascos que brotaban del suelo, y mientras iba en persecución de Magg, acercándose cada vez más a la dormida bahía, anheló tener consigo la luz emanada por él juguete de Eilonwy.

Magg se encontraba ya en terreno llano, muy por delante de Taran, y estaba avanzando pegado al rompeolas: llegó al final de éste y, con una sorprendente agilidad, saltó al gran montón de rocas en que terminaba y empezó a trepar por él, esfumándose una vez más. Taran echó a correr, olvidando toda precaución pues temía perder a Magg. El agua iluminada por la luna lamía el final del rompeolas con un suave murmullo. Una sombra se movió fugazmente por entre los soportes de madera. Taran, alarmado, se detuvo y volvió a ponerse en marcha un instante después. Sus ojos estaban empezando a gastarle bromas pesadas. Incluso las rocas parecían alzarse ante él como bestias agazapadas que se incorporaban repentinamente para amenazarle.

Taran trepó por la oscura barrera de rocas. El agua giraba bajo él en un serie de remolinos resplandecientes, espumeando por entre las piedras. Finalmente, logró llegar a la cima, con el eco del oleaje resonando en sus oídos, y allí se quedó, pues no se atrevía a seguir avanzando. Magg se había detenido a no muchos pasos de distancia, justo donde empezaba un pequeño brazo de tierra firme. Taran le vio arrodillarse y hacer un rápido gesto con las manos. Un instante después vio parpadear una luz.

El gran mayordomo había encendido una antorcha que alzó sobre su cabeza, moviendo la parpadeante llama muy despacio, hacia adelante y hacia atrás. Taran le observó, perplejo y lleno de miedo, y unos instantes después vio un puntito de luz anaranjado que brillaba encima de las aguas. Taran pensó que aquella señal de respuesta sólo podía venir de una embarcación, aunque le resultaba imposible hacerse idea alguna de cuál sería su forma o a qué distancia estaba. Magg volvió a agitar la antorcha, esta vez de una forma distinta. La luz de la nave repitió su movimiento y se extinguió. Magg arrojó su antorcha a las negras aguas, que la apagaron con un leve chisporroteo; se dio la vuelta y avanzó rápidamente hacia el montón de rocas sobre el que estaba tendido Taran. Taran, al que la súbita oscuridad había dejado parpadeando, algo desconcertado, intentó bajar de ellas antes de que Magg se le viniera encima, pero no logró encontrar ningún asidero para los pies. Impulsado por el pánico, buscó a tientas alguna roca más alta a la que pudiera trepar, resbaló y alargó inútilmente su mano en busca de alguna otra. Podía oír a Magg, cada vez más cerca, y acabó dejándose caer sobre las agudas rocas. Intentó ocultarse entre las sombras, torciendo el gesto a causa del dolor. La cabeza de Magg apareció por encima de las rocas, y en ese mismo instante Taran sintió que alguien le sujetaba firmemente por detrás.

Taran intentó desenvainar su espada. Una mano cayó sobre su boca, ahogando su grito, y Taran se vio arrastrado rápidamente hacia las espumeantes olas. Un segundo después las manos que le habían capturado le depositaron silenciosamente entre las piedras.

—¡No hagas ningún ruido! —le ordenó en un susurro la voz de Gwydion. Taran sintió tal alivio que todos los músculos se le aflojaron de golpe.

Magg bajó por el montón de peñascos y pasó a unos tres metros escasos de las dos siluetas agazapadas entre las sombras. Gwydion, que se agarraba a las rocas con el cuerpo medio escondido por las olas, le indicó a Taran que permaneciera inmóvil. El gran mayordomo se dirigió rápidamente hacia el castillo, dejando atrás el rompeolas y sin volverse a mirar ni por una sola vez.

—¡Hay que cogerle! —le dijo Taran a Gwydion con voz apremiante—. Cerca hay una nave anclada. Vi como le hacía señales. Tenemos que obligarle a revelarnos qué está tramando.

Gwydion menó la cabeza. Sus verdes pupilas estaban clavadas en la ya casi invisible silueta de Magg y sus tensos labios ponían al descubierto sus dientes con la terrible sonrisa del lobo que acecha a su presa. Seguía vistiendo los harapos del zapatero; pero Dyrnwyn, la espada negra, colgaba de su cinto.

—Déjale ir —murmuró—. El juego aún no ha terminado.

—Pero la señal… —empezó a decir Taran. Gwydion asintió.

—Yo también la vi. He estado vigilando el castillo desde que te dejé. Aunque hace un momento —añadió con una cierta severidad—, temí que un Ayudante de Porquerizo acabara cayendo en una trampa destinada a capturar a un traidor. ¿Quieres rendirme un gran servicio? Pues vuelve inmediatamente al castillo y no te apartes de la princesa.

—Pero ¿no será peligroso dejar que Magg siga adelante con sus planes? —le preguntó Taran.

—Tenemos que permitírselo, al menos durante un cierto tiempo —replicó Gwydion—. El zapatero no tardará en dejar su lezna y empuñar la espada, pero hasta entonces tienes que permanecer callado. No voy a interferir con los planes de Magg…, por lo menos, no hasta saber en qué consisten.

»Los pescadores de Mona ya le han contado a un inofensivo y algo curioso zapatero parte de lo que debe saber —siguió diciendo Gwydion—, lo suficiente para estar seguro de una cosa: Achren está a bordo de esa embarcación.

»Sí —añadió Gwydion mientras que Taran daba un respingo—, ya lo había sospechado. Ni tan siquiera Achren osaría atacar directamente a Eilonwy. El castillo tiene fuertes muros y está bien protegido: sólo la traición puede abrir sus puertas. Achren necesitaba una mano para que la ayudara en sus planes, y ahora sé a quién pertenece esa mano.

»Pero ¿por qué? —dijo, frunciendo el ceño, casi como hablando consigo mismo—. Aún hay demasiadas cosas ocultas… Si mis temores acaban resultando ciertos… —Meneó la cabeza—. No me gusta usar a Eilonwy como cebo para una trampa, pero no puedo hacer otra cosa.

—A Magg siempre podemos vigilarle —dijo Taran—, pero ¿y Achren?

—Debo encontrar algún medio que me permita averiguar cuál es su plan, así como he averiguado los de Magg —replicó Gwydion—. Y ahora, vete —le ordenó—. Quizá todo esto no tarde en aclararse. Ésa al menos es mi esperanza, pues no quiero ver a la princesa Eilonwy en peligro durante demasiado tiempo…

Taran se apresuró a obedecer la orden de Gwydion. Dejó al príncipe de Don en la bahía, y volvió tan de prisa como pudo por el serpenteante camino que llevaba al castillo; encontró la abertura en el muro y entró por ella al oscuro patio. Sabía que mientras Magg pudiera moverse libremente por el castillo, Eilonwy no estaría a salvo. Pero al menos podían mantenerle vigilado. El terror que helaba el corazón de Taran venía de aquella nave que aguardaba en la noche. Los recuerdos de Achren, hermosa e implacable, volvieron en tropel a su cerebro. Recordó su rostro lívido, su voz que hablaba con tal suavidad de tormentos y muerte. Era su sombra la que asomaba tras el traicionero gran mayordomo.

Cruzó el patio de prisa y sin hacer ruido. Una tenue luz brillaba en uno de los ventanales. Taran fue cautelosamente hacia ella, se puso de puntillas y miró por encima del alféizar. La luz de una lamparilla de aceite le permitió ver la silueta del

gran mayordomo. Magg tenía en la mano una gran daga que no paraba de agitar, el rostro contorsionado en una mueca de ferocidad. Pasados unos minutos ocultó el arma entre sus ropas, cogió un pequeño espejo en el que se miró, sonriendo, frunció los labios y se estuvo contemplando un rato más con una expresión satisfecha. Taran le observó lleno de rabia y horror, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no irrumpir en la habitación. Unos instantes después el gran mayordomo apagó la luz con una última sonrisa. Taran apretó los puños, se dio la vuelta y entró en el castillo.

Fue a la habitación de Eilonwy y se encontró a Gurgi enroscado sobre las losas del suelo, medio dormido. Al oírle llegar, Gurgi parpadeó y se levantó de un salto. Kaw, muy adormilado y con el plumaje tan revuelto como el vello de Gurgi, asomó la cabeza por debajo de su ala.

—Todo tranquilo —murmuró Gurgi—. ¡Sí, sí, Gurgi ha montado guardia y no se ha alejado de la puerta! El valeroso y soñoliento Gurgi protege a la noble princesa de dolores y pesares. Su pobre y tierna cabeza está cansada pero no se ha dormido, ¡oh, no!

—Te has portado muy bien —le dijo Taran—. Duerme, amigo mío. Anda, ve y deja descansar esa pobre cabeza tuya. Yo me quedaré aquí hasta que amanezca.

Gurgi se marchó por el pasillo, bostezando y frotándose los ojos, y Taran ocupó el sitio que aquél había dejado libre ante la puerta. Se dejó caer sobre las losas y, con la mano en la empuñadura de la espada, apoyó la cabeza en las rodillas y luchó contra su propio cansancio. Pese a sus esfuerzos, hubo una o dos ocasiones en las que acabó adormilándose para despertar sobresaltado. El pasillo de techo abovedado fue iluminándose con la claridad del amanecer. Aliviado, Taran vio los primeros rayos del sol y, por fin, se permitió cerrar los ojos.

—¡Taran de Caer Dallben!

Taran se levantó de un salto, buscando a tientas su espada. Eilonwy, descansada y con el aspecto de quien ha dormido muy bien, estaba de pie en el umbral, mirándole, —¡Taran de Caer Dallben! —repitió Eilonwy—. ¡Poco me ha faltado para tropezar contigo! Pero ¿qué estás haciendo aquí?

Aturdido, Taran no supo qué responderle y acabó farfullando que el pasillo le había parecido más cómodo que su habitación. Eilonwy meneó la cabeza.

—Es la tontería más grande que he oído en lo que va de mañana — observó—. Claro que quizá acabe oyendo alguna tontería aún más grande, pues todavía es pronto, aunque lo dudo. Estoy empezando a pensar que nunca lograré entender a los Ayudantes de Porquerizo… —Se encogió de hombros—. Bueno, me voy a desayunar. Y creo que tú deberías hacer lo mismo, en cuanto te hayas lavado la cara y te hayas peinado un poco. Sí, creo que te sentaría bastante bien. ¡Pareces tan nervioso como una rana con pulgas!

Y antes de que pudiera detenerla, Eilonwy desapareció por el pasillo, sin esperar a que Taran acabara de espabilarse. Éste corrió detrás de ella. Pese a que hacía sol, tenía la impresión de que el castillo estaba lleno de sombras que se pegaban a su cuerpo igual que negras telarañas. Esperaba que Gwydion ya hubiera conseguido descubrir cuáles eran los planes de Achren. Pero Magg seguía libre, y Taran, que recordaba muy bien la daga oculta en sus ropas, no tenía ninguna intención de permitir que Eilonwy se apartara de su vista ni por un segundo.

—¡Hola, hola! —El príncipe Rhun salió de su habitación justo cuando Taran pasaba ante la puerta, su redondo rostro tan reluciente y jovial como si acabara de frotarlo enérgicamente con una toalla—. ¿Vas a desayunar? —preguntó el príncipe, dándole una palmada en el hombro—. ¡Estupendo! Yo también.

—De acuerdo, entonces ya nos veremos en la Gran Sala —se apresuró a contestar Taran, luchando por quitarse de encima la mano de Rhun.

—Es sorprendente el apetito que te entra después de una noche de buen sueño, ¿verdad? —siguió diciendo el príncipe Rhun—. Oh, por cierto, ¿qué tal te fue con los sastres?

—¿Sastres? —le respondió Taran con impaciencia—. ¿Qué sastres? Oh… Sí, sí, hicieron cuanto les pedí —añadió rápidamente, escudriñando el pasillo.

—¡Espléndido! —exclamó Rhun—. Ojalá tuviera tanta suerte como tú. ¿Sabes que ese zapatero no ha terminado mi par de sandalias? Había empezado a trabajar en ellas, salió corriendo y no he vuelto a verle.

—Quizá tuviera pendiente un asunto de mayor importancia —dijo Taran—. Igual que yo…

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