Al cabo de un rato, aumentó el frío y nos sentimos mal. El motor hacía vibrar el suelo, y nos caíamos cada vez que pasábamos por un socavón. Pasaron varias horas. Para entonces, teníamos unas ganas enormes de hacer pis y nos preguntábamos si papá saldría de la carretera para detenernos a descansar. De pronto, con un ¡pum!, saltamos un enorme socavón y las puertas traseras de la furgoneta se abrieron de par en par. El viento entró aullando. Tuvimos miedo de ser absorbidos hacia el exterior, así que nos encogimos con las espaldas apoyadas contra el Prospector. Había salido la luna. Podíamos ver el resplandor de las luces traseras de la furgoneta y la carretera que dejábamos atrás, extendiéndose por el desierto plateado. Las puertas abiertas se sacudían sin cesar, con estruendosos golpes.
Puesto que los muebles estaban amontonados entre nosotros y la cabina, no podíamos golpear la chapa para llamar la atención de mamá y papá. Dimos fuertes puñetazos en los laterales de la furgoneta y gritamos todo lo fuerte que pudimos, pero el motor era tan estruendoso que no nos oyeron.
Brian se arrastró hacia la parte trasera de la furgoneta. Cuando una de las puertas se movió hacia dentro, trató de tirar de ella, pero volvió a abrirse, empujándolo hacia delante. Creí que el golpe arrastraría a Brian hacia el exterior, pero él saltó atrás justo a tiempo y vino gateando por el suelo de madera hacia donde estábamos Lori y yo.
Brian y Lori se aferraron al Prospector; papá lo ató muy firmemente con cuerdas. Yo sostenía en brazos a Maureen, que por alguna extraña razón había dejado de llorar. Me apretujé en un rincón. Estaba claro que tendríamos que arreglárnoslas solos.
Entonces aparecieron un par de faros en la lejanía, por detrás de nosotros. Nos quedamos mirando cómo el coche se acercaba lentamente a la furgoneta. Unos minutos después, se colocó justo detrás de nosotros, y los faros nos iluminaron, allí en la caja del vehículo. El coche empezó a pitar y a dar luces. Luego aceleró y nos adelantó. El conductor debió de hacerles señas a mamá y papá, porque la furgoneta aminoró la marcha hasta detenerse y papá vino corriendo a la parte trasera con una linterna.
—¿Qué diablos está pasando? —preguntó. Estaba furioso. Tratamos de explicarle que no había sido culpa nuestra que las puertas se abrieran, pero él siguió enfadado. Yo sabía que también estaba asustado. Tal vez incluso más asustado que enfadado.
—¿Era un poli? —preguntó Brian.
—No —respondió papá—. Y ten la condenada seguridad de que afortunadamente no lo era, porque si no nos habría metido a todos de cabeza en la cárcel.
Después de hacer pis, volvimos a subir a la furgoneta y miramos cómo papá cerraba las puertas. Volvió a envolvernos la oscuridad. Le oímos pasar el cerrojo a las puertas y comprobar por segunda vez que estaban bien atrancadas. El motor se puso en marcha, y proseguimos nuestro camino.
Battle Mountain había sido, en sus inicios, un puesto minero, instalado cien años atrás por gente qué esperaba tener un golpe de suerte y hacerse rica, pero si alguna vez alguien lo había logrado, seguramente se fue a vivir a otra parte a gastar su fortuna. No había nada de grandioso en ese pueblo, aparte del enorme cielo vacío y, en la lejanía, los pedregosos y púrpuras montes de Tuscarora, internándose en el desierto, plano como una mesa.
La calle principal era ancha —con coches y camionetas descoloridos por el sol, aparcados en batería junto al bordillo—, tenía sólo unas cuantas manzanas, y estaba flanqueada a ambos lados por edificios bajos de tejados planos, hechos de adobe o ladrillos. El único semáforo estaba en rojo día y noche. A lo largo de la calle principal había una tienda de comestibles, una farmacia, un concesionario de Ford, una estación de autocares de Greyhound y dos grandes casinos, el Owl Club y el hotel Nevada. Los edificios, raquíticos bajo el enorme cielo, tenían carteles de neón no visibles durante el día a causa del intenso resplandor del sol.
Nos trasladamos a un edificio de madera, que alguna vez fue una estación de tren, y quedaba en un extremo del pueblo. Tenía dos pisos y estaba pintado de un verde industrial; se encontraba tan cerca de las vías del tren que se podía saludar al maquinista desde la ventana. Nuestro nuevo hogar era uno de los edificios más antiguos del pueblo, nos contó mamá con orgullo; tenía el auténtico espíritu pionero de la frontera.
La habitación de mamá y papá estaba en la planta alta, en lo que había sido la oficina del jefe de estación. Nosotros dormíamos abajo, en la antigua sala de espera. Los viejos servicios aún estaban allí, pero habían quitado el inodoro de uno de ellos y en su lugar habían puesto una bañera. La taquilla se había convertido en una cocina. Todavía quedaban algunos de los bancos originales atornillados a los muros de madera sin pintar exhibiendo los lugares en los que los buscadores de oro y los mineros, sus esposas y sus hijos se habían sentado a esperar el tren, sacándole brillo a la madera con sus traseros.
Puesto que no teníamos dinero para comprar muebles, los improvisamos. A un lado de las vías, cerca de la casa, había tirados unos cuantos carretes de madera enormes, de los que se usan para enrollar cable industrial, así que los llevamos rodando a casa y los convertimos en mesas.
—¿Qué clase de tonto iba a gastar dinero en mesas compradas en una tienda, teniendo éstas gratis? —dijo papá mientras aporreaba las tapas de los carretes para mostrarnos lo robustos que eran.
En cuanto a las sillas, usamos unos carretes más pequeños y unos cajones. En lugar de camas, los niños dormíamos en una gran caja de cartón, como esas en las que venían los frigoríficos. Poco después de habernos trasladado a la estación, oímos a mamá y papá hablar de comprarnos camas de verdad, y nosotros les dijimos que no lo hicieran. Nos gustaban nuestras cajas. Hacían que irse a la cama fuera una aventura.
• • •
Poco tiempo después de haber llegado a la estación, mamá decidió que lo que realmente necesitábamos era un piano. Papá encontró uno vertical, barato, cuando cerró una taberna del pueblo de al lado; pidió prestada una camioneta a un vecino para traerlo a casa. Lo bajamos del vehículo con una rampa, pero era demasiado pesado para moverlo. Para meterlo en la estación, papá inventó un sistema de sogas y poleas que, aseguradas al piano en el jardín del frente, atravesaban toda la casa hasta salir por la puerta de atrás, en donde estaban atadas a la camioneta. El plan era que mamá avanzara lentamente con la camioneta, arrastrando el piano hacia el interior de la casa, mientras papá y nosotros lo guiábamos para que subiera por una rampa hecha de tablones, y hacerlo pasar, finalmente, por la puerta principal.
—¡Listo! —aulló papá cuando todos estuvimos ocupando nuestros puestos.
—¡De acuerdo! —gritó mamá. Pero en vez de avanzar lentamente, mamá, que nunca logró entender muy bien lo de conducir, apretó el acelerador a fondo, y la camioneta salió disparada hacia adelante. La cuerda nos arrancó el piano de las manos, haciéndonos tambalear, y el instrumento se metió en casa dando tumbos, astillando el marco de la puerta. Papá le gritó a mamá que aminorara la marcha, pero ella siguió adelante arrastrando el piano, que chirriaba y soltaba acordes. Atravesó el suelo de la estación y continuó sin parar, saliendo por la puerta de atrás, astillando también el marco de ésta, y luego, arrastrado por el jardín trasero, terminó su viaje junto a un arbusto espinoso.
Papá salió corriendo.
—¿Qué cuernos estás haciendo? —le aulló a mamá—. Te dije que fueras despacio.
—Sólo iba a cuarenta —explicó mamá—. Te pones como un loco cuando voy así de lenta en la carretera. —Mamá miró atrás y vio el piano de pie en el jardín trasero—. ¡Vaya!
Quiso dar la vuelta y arrastrarlo otra vez al interior de la casa en la otra dirección, pero papá afirmó que era imposible porque las vías del ferrocarril estaban demasiado cerca de la puerta principal como para que la camioneta pudiera maniobrar. Así que el piano se quedó allí donde estaba. Los días que mamá se sentía inspirada, llevaba fuera sus partituras y uno de nuestros asientos-carrete y aporreaba su música allí atrás.
—La mayor parte de los pianistas nunca han tenido oportunidad de tocar al aire libre —decía—. Y además ahora el barrio entero puede disfrutar de la música.
Papá consiguió trabajo como electricista en una mina de barita. Se iba temprano y regresaba temprano. Por las tardes, jugábamos unas partidas. Papá nos enseñó a jugar a las cartas. Trató de adiestrarnos para aprender a ser jugadores de póquer impasibles; a mí no me salía demasiado bien que digamos. Decía que se podía leer en mi rostro como en un semáforo. Aunque no me tiraba muchos faroles, a veces ganaba una mano porque siempre me sentía entusiasmada incluso con cartas mediocres, como un par de cincos, lo que hacía creer a Brian y Lori que guardaba ases. Papá también nos inventaba juegos, como el Ergo, en el cual él hacía dos afirmaciones sobre determinados hechos y nosotros teníamos que responder una pregunta basada en esas afirmaciones, o bien decir: «Información insuficiente para llegar a una conclusión», y explicar por qué.
Cuando papá no estaba, inventábamos nuestros propios juegos. No teníamos muchos juguetes, pero no se necesitaban juguetes en un lugar como Battle Mountain. Cogíamos un pedazo de cartón y nos tirábamos por la angosta escalera de la estación, como si fuera un tobogán. Saltábamos del tejado de la estación, utilizando una manta de los excedentes del ejército como paracaídas y doblando las piernas cuando tocábamos tierra, como nos había enseñado papá que hacen los paracaidistas de verdad. Poníamos un pedazo de chatarra metálica —o una moneda, si nos sentíamos derrochadores— en las vías del ferrocarril justo antes de que viniera el tren. Tras su paso atronador, con sus ruedas macizas girando veloces, corríamos a ver nuestro pedazo de metal recién aplastado, caliente y brillante.
Lo que más nos gustaba era ir a explorar el desierto. Nos levantábamos al amanecer, mi hora favorita, cuando las sombras son largas y de color púrpura, y uno todavía tiene todo el día por delante. A veces papá nos acompañaba, y marchábamos a través de las artemisas con paso militar; con papá gritándonos las órdenes con un sonsonete:
un, dos, tres, cuatro.
Luego nos deteníamos y hacíamos flexiones de brazos o papá alargaba su brazo para colgarnos de él. La mayoría de las veces, Brian y yo íbamos de exploración solos. Aquel desierto estaba repleto de tesoros asombrosos.
Nos trasladamos a Battle Mountain porque en la zona había oro, pero el desierto también tenía toneladas de yacimientos minerales. Había plata, cobre, uranio y barita, la cual, decía papá, se usaba en las torres de perforación de petróleo. Mamá y papá podían saber qué clase de mineral o mena había en la tierra por el color de las piedras y el suelo, y nos enseñaron qué era lo que había que buscar. El hierro estaba en las rocas rojas; el cobre en las verdes. Había tanta turquesa —en pepitas e incluso en grandes trozos— que Brian y yo podíamos llenar los bolsillos con ella hasta que su peso casi nos bajaba los pantalones. También encontrábamos puntas de flecha, fósiles y viejas botellas púrpura oscuro por estar expuestas al sol abrasador durante años. Descubrimos cráneos de coyotes resecos por el sol, caparazones de tortuga vacíos, los cascabeles y las pieles mudadas por las serpientes de cascabel. Había enormes ranas-toro que permanecieron demasiado tiempo al sol, que se habían quedado completamente desecadas y tan livianas como una hoja de papel.
Los domingos por la noche, si papá tenía dinero, íbamos a cenar al Owl Club. El Owl Club era «mundialmente famoso», según su cartel, en el que una lechuza de gran tamaño, con gorro de chef, señalaba en dirección a la entrada. En un extremo había un salón con filas de máquinas tragaperras y luces de colores continuamente tintineando y haciendo tic-tac. Mamá decía que los jugadores de las tragaperras estaban hipnotizados. Papá decía que eran gilipollas.
—Nunca juguéis a las tragaperras —nos advertía—. Son para los gilipollas que confían en la buena suerte. —Papá lo sabía todo sobre las estadísticas y explicaba la forma en que los casinos llevaban siempre las de ganar contra los jugadores de tragaperras. Cuando papá apostaba, prefería el póquer y el billar, juegos de habilidad, no de azar—. Quienquiera que haya acuñado la frase «un hombre tiene que jugar con las cartas que le han tocado», era, con toda seguridad, un gilipollas para echarse faroles —aseguraba.
El Owl Club tenía un bar en el que se agrupaban hombres con los cuellos tostados por el sol, con sus cervezas y sus cigarrillos delante. Todos conocían a papá, y cada vez que él entraba, le insultaban ruidosamente de modo gracioso, con intención de mostrarse amistosos.
—A este antro le deben estar yendo muy mal las cosas si dejan entrar a personajes lamentables como tú —gritaban.
—Demonios, mi presencia aquí tiene un efecto positivo al elevar el nivel del lugar, comparada con la vuestra, coyotes sarnosos —les replicaba aullando papá. Todos echaban hacia atrás las cabezas, reían y se daban fuertes palmadas unos a otros en la espalda.
Nos sentábamos en una de las mesas rojas atornilladas al suelo.
—Siempre con tan buenos modales exclamaba admirada la camarera, porque mamá y papá nos hacían decir «señor», «señora» y «sí, por favor» y «gracias».
—Además son condenadamente inteligentes —declaraba papá—. Los niños más condenadamente refinados que hayan pisado la tierra jamás.
Nosotros sonreíamos y pedíamos hamburguesas o perritos con chile, batidos y grandes platos de aros de cebolla que brillaban por la grasa caliente. La camarera traía la comida a la mesa; los batidos venían en una jarra metálica llena de gotitas por la condensación, y los vertía en nuestros vasos. Siempre sobraba un poco, así que dejaba la jarra en la mesa para terminarla.
—Parece que os habéis ganado el premio gordo y os ha tocado un extra —decía, guiñándonos un ojo.
Siempre salíamos tan atiborrados del Owl Club que apenas podíamos caminar.
—Vamos, andando, a casa, patos torpes —nos decía papá.
La mina de barita en la que trabajaba papá tenía un economato, y todos los meses el dueño de la mina deducía nuestra cuenta y el alquiler de la estación de la nómina de papá. Al comienzo de cada semana, íbamos al economato y traíamos grandes bolsas de comida. Mamá decía que sólo la gente que tiene el cerebro lavado por los anuncios compraba comidas preparadas como los
Spaghetti Os
y las bandejas de comida lista para cenar mirando la televisión. Ella compraba lo esencial: paquetes de harina o de cereales, leche en polvo, cebollas, patatas, sacos de diez kilos de arroz o de judías pintas, sal, azúcar, levadura para hacer pan, latas de caballa, jamón enlatado o salchichas ahumadas, y de postre, latas de melocotones en almíbar.