Una noche, unos meses más tarde, papá llegó a casa ya de madrugada y nos levantó a todos de la cama.
—Es hora de levantar el campamento y dejar atrás este agujero inmundo —aulló.
Teníamos quince minutos para recoger lo que necesitáramos y cargarlo en el coche.
—¿Pasa algo, papá? —pregunté—. ¿Nos está persiguiendo alguien?
—No te preocupes —respondió—. Eso déjamelo a mí. ¿Acaso no velo siempre por vosotros?
—Claro que sí —afirmé.
—¡Ésa es mi niña! —exclamó papá, abrazándome; luego nos ladró a todos la orden de que nos diéramos prisa. Cogió las cosas imprescindibles —una enorme sartén negra de hierro fundido, la cacerola, unos platos de latón de los excedentes del ejército, unos cuchillos, su revólver y el equipo de tiro con arco de mamá— y los cargó en el maletero del Ganso Azul. Dijo que no debíamos llevar mucho más, sólo lo necesario para sobrevivir. Mamá fue a toda prisa al patio y empezó a excavar hoyos a la luz de la luna, buscando la caja de nuestros ahorros. Había olvidado dónde la había enterrado.
Transcurrió una hora hasta que finalmente atamos los cuadros de mamá en el techo del coche, metimos en el maletero lo que cabía y amontonamos el exceso de equipaje en el suelo del asiento trasero del coche. Papá iba al volante del Ganso Azul en medio de la oscuridad, conduciendo lentamente para no levantar la liebre en el camping del que, para decirlo con las palabras de papá, estábamos poniendo pies en polvorosa. Nos decía entre gruñidos que no podía entender por qué demonios nos había llevado tanto tiempo empaquetar lo que necesitábamos y meter nuestros culos en el coche.
—¡Papá! —chillé—. ¡Me he olvidado de Campanilla!
—Campanilla se las puede arreglar sola —replicó papá—. Es como mi valiente pequeña. Tú
eres
valiente y estás preparada para sumergirte en la aventura, ¿verdad?
—Supongo que sí —respondí. Tenía la esperanza de que quienquiera que encontrase a Campanilla la amara a pesar de su rostro derretido. Para consolarme, intenté coger en brazos a
Quijote,
nuestro gato gris y blanco, al que le faltaba una oreja; pero el animalillo gruñó y me arañó en la cara—. Cálmate,
Quijote
—lo tranquilicé.
—A los gatos no les gusta viajar —explicó mamá.
A quien no le gustara viajar, no estaba invitado a nuestra aventura, dijo papá. Detuvo el coche, agarró a
Quijote
por el pescuezo y lo arrojó por la ventanilla. El pobre animal aterrizó con un maullido estridente y un ruido sordo; papá aceleró, alejándose por la carretera, y yo me eché a llorar.
—No seas tan sentimental —soltó mamá. Me dijo que podríamos tener otro gato cuando quisiéramos, y que ahora
Quijote
iba a ser un gato salvaje, lo cual era mucho más divertido que ser doméstico. Brian, temeroso de que papá pudiera lanzar también a
Juju
por la ventanilla, se aferró con fuerza al perro.
Para distraernos, mamá nos animó a cantar canciones como
Don't fence me in
y
This land is your land,
y papá tomó la batalla cuando interpretamos llenos de entusiasmo
Old man river
y su preferida,
Swing Low, Sweet Chariot.
Al rato, me había olvidado de
Quijote
y de Campanilla y de los amigos que había dejado atrás en el camping de caravanas. Papá empezó a contarnos todas las cosas emocionantes que íbamos a hacer y cómo nos haríamos ricos una vez que hubiéramos llegado al nuevo lugar donde viviríamos.
—¿Adónde vamos, papá? —pregunté.
—Al lugar adonde vayamos a parar —respondió.
• • •
Esa misma noche, algo más tarde, papá detuvo el coche en medio del desierto, y dormimos bajo las estrellas. No teníamos mantas, pero, según él, eso formaba parte del plan. Nos estaba enseñando a tener una buena postura. Los indios tampoco usaban mantas, explicó, y mirad qué rectas tienen la espalda cuando están de pie. Teníamos, sí, nuestras ásperas mantas de los excedentes del ejército, así que las extendimos y nos acostamos encima, mirando hacia el firmamento estrellado. Le comenté a Lori lo afortunados que éramos de estar durmiendo bajo el cielo como los indios.
—Podríamos vivir así para siempre —deseé.
—Creo que así será —replicó ella.
Nos pasábamos todo el tiempo poniendo pies en polvorosa, generalmente en mitad de la noche. A veces oía a mamá y papá discutir sobre la gente que nos andaba siguiendo. Papá les llamaba «esbirros», «chupasangres» y «la Gestapo». En ocasiones, hacía misteriosas alusiones a ejecutivos de la Standard Oil, tratando de robarnos las tierras de Texas propiedad de la familia de mamá, y a agentes del FBI que perseguían a papá por algún oscuro incidente del que nunca nos habló porque no quería ponernos en peligro a nosotros también.
Papá estaba tan seguro de que nos seguía la pista un grupo de detectives del FBI, que fumaba sus cigarrillos sin filtro encendiéndolos por el extremo incorrecto. De ese modo, explicaba, la marca impresa se quemaba, y si los que nos seguían el rastro revolvían en su cenicero, encontrarían colillas imposibles de identificar, en vez de unas de Pall Mall que les conduciría hasta él. Sin embargo, mamá nos contó que, en realidad, a papá no lo perseguían los federales; a él le gustaba decir eso simplemente porque era más divertido pensar que los que le pisaban los talones eran los del FBI en vez de los acreedores. Cambiábamos de casa, yendo de aquí para allá como nómadas. Vivimos en pequeños y polvorientos pueblos mineros de Nevada, Arizona y California, en los que, por lo general, no había nada de nada, aparte de un montoncillo de casuchas deterioradas, una estación de servicio, una tienda y uno o dos bares. Tenían nombres como Needles and Bouse, Pie, Goffs y Why, y estaban cerca de curiosos lugares como las montañas Supersticiosas, el lago Seco de la Soda y la montaña de la Vieja. Cuanto más desolado y aislado era un lugar, más les gustaba a mis padres.
Papá conseguía trabajo de electricista o técnico en una mina de yeso o de cobre. Mamá solía decir que papá podía hablar hasta ponerse morado, contando historias sobre empleos que jamás había tenido y sobre diplomas que nunca había obtenido. Podía conseguir el trabajo que se le antojase, sólo que no le gustaba conservarlo durante mucho tiempo. A veces ganaba dinero apostando o realizando trabajos insólitos. Cuando se aburría, le despedían o el montón de facturas sin pagar se hacía demasiado grande o el técnico de la compañía de electricidad descubría que papá había hecho un empalme para conectar nuestra caravana a la línea para que le saliera gratis —o el FBI nos cercaba—, hacíamos las maletas en mitad de la noche, montábamos en el coche y tomábamos las de Villadiego, sin detenernos hasta que mamá y papá encontraban un pueblecito atractivo. Entonces dábamos vueltas buscando casas que tuvieran un cartel de «se alquila» en el frente.
De vez en cuando, nos quedábamos un tiempo en casa de la abuela Smith, la madre de mamá, que vivía en una enorme casa blanca en Phoenix. La abuela Smith era del oeste de Texas y conservaba su estilo extravagante de los años locos; le encantaba bailar, soltar tacos y los caballos. Era famosa por su habilidad para domar a los potros más salvajes y ayudó al abuelo a dirigir su rancho, cerca del cañón de Fish Creek, en Arizona, al oeste de Bullhead City, no demasiado lejos del Gran Cañón. Yo pensaba que la abuela Smith era magnífica. Pero siempre, pasadas unas semanas, ella y papá se enzarzaban en un horrible torneo de gritos. Podía empezar con un comentario de mamá sobre lo cortos de dinero que andábamos. Entonces la abuela hacía alguna observación insidiosa sobre la holgazanería de papá. Papá replicaba con algo sobre las viejas brujas egoístas que tienen más dinero del que pueden gastar, y muy pronto ambos estaban enfrentados en una especie de concurso de insultos soeces con todas las de la ley.
—¡Borracho pulgoso! —gritaba la abuela.
—¡Condenada arpía con cara de piedra! —contraatacaba papá con un aullido.
—¡Maldito bastardo soplapollas de tres al cuarto!
—¡Zorra bruja funesta de cuerpo escamoso machacadora de cojones!
El vocabulario de papá era el más imaginativo, pero la abuela no le iba a la zaga; además, tenía la ventaja de jugar en casa. En un determinado momento, papá decidía que ya había tenido suficiente y nos ordenaba subir al coche. La abuela le chillaba entonces a mamá que no permitiera que aquel mamón despreciable se llevara a sus nietos. Mi madre se encogía de hombros y decía que no había nada que pudiera hacerse al respecto; él era su marido. Nos marchábamos, enfilando hacia el desierto en busca de otra casa de alquiler en otro pueblecito minero.
Algunas de las personas que vivían en esos pueblos estaban allí instaladas desde hacía años. Otros eran gente sin raíces, como nosotros, sólo de paso. Eran jugadores, ex convictos, veteranos de guerra o lo que mamá denominaba mujeres de vida alegre. Los niños eran flacuchos y endurecidos, con callos en las manos y los pies. Nos hacíamos sus amigos, pero no amigos íntimos, porque sabíamos que, tarde o temprano, nos iríamos.
A veces nos matriculábamos en la escuela, pero no siempre. La mayor parte de nuestra educación nos la proporcionaban mamá y papá. A los cinco años mamá ya nos hacía leer libros sin ilustraciones, y papá nos enseñaba matemáticas. También nos adoctrinaba sobre aquello que fuera realmente importante y útil, como aprender el código Morse y no olvidar jamás que no hay que comerse el hígado de un oso polar porque la excesiva cantidad de vitamina A que contiene nos mataría. Nos mostraba cómo apuntar y disparar su revólver, a tirar con el arco y las flechas de mamá y cómo arrojar un cuchillo agarrándolo por la hoja de modo que aterrice en el centro del blanco, clavándose adecuadamente, con un ruido seco. A los cuatro años era bastante buena manejando el arma de papá, un revólver de seis balas, y capaz de acertarle a cinco botellas de cerveza sobre seis a una distancia de treinta pasos. Sostenía el arma con ambas manos, la vista puesta sobre el cañón, y apretaba el gatillo despacio y suavemente hasta que, con un ruido atronador, notaba el retroceso y la botella explotaba. Era divertido. Papá decía que mi aguda puntería nos vendría bien si alguna vez nos rodeaban los federales.
Mamá se crió en el desierto. Adoraba el calor seco, abrasador, y esa manera en que se veía el cielo, como una cortina de fuego, al ponerse el sol; y el vacío y la soledad abrumadores de aquella inmensa tierra despejada que una vez había sido un gigantesco lecho marino. Para la mayor parte de la gente, sobrevivir en el desierto era arduo, pero mamá se sentía allí como pez en el agua. Sabía cómo arreglárselas prácticamente con nada. Nos ayudaba a distinguir entre las plantas comestibles y las tóxicas. Era capaz de encontrar agua cuando ningún otro podía conseguirlo, y sabía la cantidad que uno de verdad necesitaba. Nos enseñó a lavarnos de forma que pudiéramos quedar razonablemente limpios con sólo una taza. Decía que era bueno beber agua sin purificar, incluso el agua de una zanja, puesto que los animales bebían de allí. El agua hallada en un lugar silvestre contribuía a formar anticuerpos. Además, pensaba que la pasta de dientes era una cosa para las personas remilgadas. Antes de ir a dormir nos echábamos un poco de bicarbonato en la palma de la mano, le agregábamos unas gotas de agua oxigenada y luego nos limpiábamos los dientes con los dedos untados en esa pasta burbujeante.
Yo también adoraba el desierto. Cuando el sol estaba alto en el cielo, la arena se ponía tan caliente que si uno era la clase de niño que usa zapatos, se quemaba los pies, pero como nosotros siempre andábamos descalzos, las plantas de nuestros pies estaban curtidas y eran gruesas como la piel de vaca. Atrapábamos escorpiones, serpientes y sapos. Buscábamos oro, y al no encontrarlo, recogíamos otras piedras valiosas, como la turquesa o el granate. Como por encanto, a la puesta del sol, el aire refrescaba; en ese momento, los mosquitos volaban formando nubes tan densas que oscurecían el cielo; luego, al caer la noche, empezaba a hacer tanto frío que casi siempre necesitábamos mantas.
Había unas feroces tormentas de arena. A veces golpeaban sin previo aviso, pero otras sabíamos que se avecinaba una por los remolinos girando y danzando al cruzar el desierto. Una vez que el viento azotaba la arena, no se veía más allá de unos centímetros por delante. Si cuando empezaba la tormenta de arena no encontrabas una casa, un coche o un cobertizo en el que refugiarte, había que acuclillarse y cerrar los ojos y la boca tan fuerte como se pudiera, taparse las orejas y enterrar el rostro en el regazo hasta que pasara; si no lo hacías, las cavidades del cuerpo se te llenarían de arena. Podía suceder que te golpeara un espino corredor, pero eran livianos, rebotaban y no hacían daño. Si la tormenta era realmente fuerte, podía llevarte por delante, arrastrarte y hacerte rodar como si fueras un espino corredor.
Cuando finalmente llegaban las lluvias, el cielo se oscurecía y el aire caía denso. Llovía a cántaros, con unas gotas del tamaño de canicas. Algunos padres temían que sus hijos fueran alcanzados por un rayo, pero mamá y papá nunca se preocupaban, y nos dejaban salir y jugar bajo la torrencial lluvia de agua cálida. Nosotros nos salpicábamos, cantábamos y bailábamos. Las nubes bajas se rasgaban con unos tremendos relámpagos y los truenos sacudían la tierra. Nos quedábamos boquiabiertos al mirar los relámpagos más espectaculares, como si estuviéramos viendo una exhibición de fuegos artificiales. Después de la tormenta, papá nos llevaba a los arroyos y mirábamos la riada, que avanzaba rugiendo. Al día siguiente, los saguaros y los nopales estaban hinchados por haber bebido cuanto habían podido, porque sabían que pasaría mucho, mucho tiempo hasta la próxima lluvia.
Nosotros éramos más o menos como esos cactus. Comíamos sin regularidad alguna, y cuando lo hacíamos, nos dábamos el gran atracón. Una vez, cuando vivíamos en Nevada, descarriló un tren cargado de melones anaranjados. Yo nunca había probado esos melones, pero papá trajo a casa cajones y cajones de ellos. Tomamos melón fresco, melón guisado, y hasta melón frito. Otra vez, en California, los recolectores de uvas se declararon en huelga. Los propietarios de los viñedos permitieron a la gente recoger y llevarse las uvas que quisieran, a un precio de diez céntimos el kilo. Hicimos unos ciento cincuenta kilómetros en el coche hasta llegar a los viñedos, en los que las uvas estaban tan maduras que casi reventaban en las vides; los racimos eran más grandes que mi cabeza. Llenamos nuestro coche hasta arriba de uvas blancas —el maletero e incluso la guantera—. Papá nos puso montañas de uvas sobre nuestro regazo, tan altas que a duras penas podíamos ver por encima de ellas. Después de eso, durante semanas, tomamos uvas blancas para el desayuno, la comida y la cena.