Trataba de pasar inadvertida en la sala de redacción, pero una cajista —una mujer rezongona que fumaba un cigarrillo tras otro y que siempre llevaba el cabello con una redecilla— me tomo ojeriza. Pensaba que era sucia. Cuando pasaba a su lado, se volvía hacia los otros cajistas y decía en voz alta:
—¿No notáis un olor raro?
Al igual que hacía Lucy Jo Rose con mamá, empezó a echar desinfectante en spray y ambientador hacia el lugar en que yo estaba. Luego se quejó al editor, el señor Muckenfuss, de que podría tener piojos y contagiar a la redacción entera. El señor Muckenfuss se reunió con la señorita Bivens, quien me dijo que mientras me preocupara por mi aseo, ella me defendería. Fue entonces cuando volví a frecuentar el apartamento del abuelo y el tío Stanley para darme un baño semanal, aunque cuando estaba allí me aseguraba de evitar a mi tío.
Siempre que estaba en el
Daily News
miraba cómo trabajaban los editores y periodistas en la sala de redacción. Tenían una radio que captaba las emisiones de la policía encendida todo el tiempo, y cuando había una comunicación por un accidente o un crimen, un editor enviaba a uno de los reporteros para averiguar qué había pasado. Este volvía un par de horas más tarde y mecanografiaba una crónica, que aparecía en el periódico del día siguiente. Aquello me resultaba enormemente atrayente. Hasta entonces, cuando pensaba en los escritores, lo primero que me venía a la cabeza era la imagen de mamá, encorvada sobre su máquina de escribir, haciendo repiquetear las teclas con sus novelas, obras de teatro y filosofías de vida, y recibiendo de vez en cuando una carta en la que se rechazaba su manuscrito. Pero un reportero, en lugar de esconderse y aislarse, estaba en contacto con el resto del mundo. Lo que escribía un periodista tenía influencia sobre lo que la gente pensaría y comentaría al día siguiente; él sabía la verdad de cuanto sucedía.
Cuando terminaba mi trabajo, leía las noticias por cable. Como nosotros nunca habíamos estado suscritos a periódicos o revistas, nunca estuve enterada de lo que sucedía en el mundo, salvo por la versión sesgada de los hechos que nos daban mamá y papá, en la cual todos los políticos eran unos sinvergüenzas, todos los policías unos matones y a todo criminal le habían tendido una trampa para incriminarle. Comencé a enterarme de cómo era la historia completa por primera vez en mi vida. Sentí que me ofrecían las piezas que faltaban en aquel rompecabezas y que el mundo empezaba a tener algo más de sentido.
Había algunos momentos en que sentía que le estaba fallando a Maureen, como si no estuviera cumpliendo la promesa de protegerla, la promesa que le había hecho cuando la llevé en brazos a casa desde el hospital después de nacer. No podía darle lo más necesario —un baño caliente, una cama tibia, cuencos humeantes de gachas de trigo antes de ir a la escuela por la mañana—, pero trataba de hacer pequeñas cosas por ella. Cuando ese año cumplió siete años, les dije a Brian y a Lori que teníamos que celebrar su cumpleaños de un modo especial. Sabíamos que mamá y papá no le traerían regalos, así que estuvimos ahorrando durante meses, fuimos a la tienda barata de Dollar General Store, y compramos un conjunto de electrodomésticos de cocina de juguete bastante realistas: el tambor de la lavadora daba vueltas y la nevera tenía estantes metálicos en su interior. Nos imaginamos que cuando Maureen estuviera jugando, al menos podría simular tener ropa limpia y hacer una comida diaria.
—Volved a hablarme de California —dijo Maureen tras abrir sus regalos.
Aunque había nacido allí, no recordaba nada de California. Siempre le encantó oír nuestros relatos sobre la vida en el desierto californiano, así que le contamos, una vez más, cómo el sol brillaba siempre y hacía tanto calor que correteábamos por allí con los pies descalzos, incluso en pleno invierno; cómo comíamos lechuga en las granjas, llenábamos el coche de uvas verdes y dormíamos recostados sobre mantas bajo las estrellas. Le contábamos que era rubia por haber nacido en un Estado en el que extraían oro de las minas y tenía ojos azules por el color del océano que bañaba las playas de California.
—Cuando sea mayor, ése es el lugar en donde voy a vivir —aseguraba Maureen.
Aunque echaba de menos California, el lugar mágico de la luz y el calor, parecía más feliz en Welch que nosotros tres. Era una niña de una belleza de libro de cuentos, con largos cabellos rubios y ojos extraordinariamente azules. Pasaba tanto tiempo con las familias de sus amigos que, a menudo, no parecía un miembro de la nuestra. Muchos de sus amigos eran pentecostales, y sus padres sostenían que mamá y papá eran vergonzosamente irresponsables, así que asumieron el compromiso de salvar el alma de Maureen. La acogieron como hija putativa, llevándola a las ceremonias religiosas de evangelización y manipulación de serpientes que tenían lugar en Jolo.
Bajo su influencia, Maureen desarrolló una potente vena religiosa. Se hizo bautizar más de una vez y, con frecuencia, volvía a casa proclamando haber vuelto a nacer. Una vez se puso a decirnos que el Demonio había tomado la forma de serpiente circular, con la cola en la boca, y había caído rodando tras ella por la montaña, siseando que iba a reclamar su alma. Brian le dijo a mamá que debíamos apartar a Maureen de aquellos pentecostales chalados, pero mamá respondía que todos teníamos que adquirir nuestra religión por un camino individual propio y respetar las prácticas religiosas de los demás, considerando que era decisión de cada ser humano encontrar su propio camino al cielo.
Mamá podía ser muy sabia como filósofa, pero su cambiante estado anímico ponía los pelos de punta. A veces estaba contenta durante días enteros, y anunciaba que tendría pensamientos positivos, porque si uno tiene pensamientos positivos, luego le suceden cosas positivas. Sin embargo, los pensamientos positivos daban paso a pensamientos negativos, y los pensamientos negativos parecían abatirse sobre su cabeza del mismo modo que una gran bandada de cuervos negros invaden el paisaje, parándose en los árboles, en las cercas y en el césped, mirándote fijamente en funesto silencio. Cuando eso sucedía, mamá se negaba a salir de la cama, incluso cuando aparecía Lucy Jo para llevarla en el coche a la escuela y se ponía a tocar el claxon con impaciencia.
Una mañana, a finales del año escolar, mamá tuvo un terrible bajón. Debía haber resuelto las evaluaciones de sus alumnos, pero se pasó cada minuto libre pintando, y ahora la fecha de entrega se le venía encima y las evaluaciones estaban sin hacer. El programa de clases de refuerzo de lectura perdería su financiación y la directora se pondría furiosa. Mamá no podía soportar el rostro de aquella mujer. Lucy Jo, que la esperaba en el Dart, se marchó sin ella, y mamá se quedó acostada en el sofá cama, envuelta en las mantas, gimiendo entre sollozos cuánto detestaba su vida.
Papá no estaba en casa y Maureen tampoco. Brian, como de costumbre, empezó a hacer una imitación de mamá, berreando escandalosamente y sollozando, pero nadie se rió, así que cogió sus libros y se fue. Lori se sentó junto a mamá, en la cama, tratando de consolarla. Yo simplemente me quedé de pie en la puerta con los brazos cruzados, mirándola.
Me resultaba difícil creer que aquella mujer con la cabeza enterrada bajo las mantas, autocompadeciéndose y llorando como un niño de cinco años fuera mi madre. Mamá tenía treinta y ocho años, no era joven pero tampoco vieja. En veinticinco años, me dije a mí misma, tendría su edad. No tenía ni idea de cómo sería mi vida entonces, pero mientras reunía mis libros escolares y salía por la puerta me juré a mí misma que jamás sería como ella, que nunca estaría llorando a moco tendido en una casucha sin calefacción en alguna carretera rural de mala muerte de los Apalaches.
Caminé calle abajo por Little Hobart. La noche anterior había llovido, y lo único que se oía era el borboteo del agua de escorrentía en las erosionadas torrenteras de la ladera. Las pequeñas corrientes de agua embarrada fluían a través de la carretera, metiéndose en mis zapatos y empapándome los calcetines. La suela de mi zapato derecho se había despegado y producía un sordo estallido a cada paso.
Lori me alcanzó. Caminamos un rato en silencio.
—Pobre mamá —dijo finalmente Lori—. Lo tiene difícil.
—No más que el resto de nosotros —afirmé yo.
—Sí, un poco más —insistió Lori—. Es la que está casada con papá.
—Lo eligió ella —observé—. Tiene que ser más firme, imponerle las reglas en lugar de ponerse histérica tan a menudo. Lo que necesita papá es una mujer fuerte.
—Una cariátide no sería lo suficientemente fuerte para papá.
—¿Eso qué es?
—Columnas con forma de mujer —explicó Lori—. Las que sostienen los templos griegos con la cabeza. El otro día estaba mirando una foto de unas cariátides, pensando: estas mujeres tienen el segundo trabajo más fastidiado del mundo.
• • •
No estaba de acuerdo con Lori. Pensaba que una mujer fuerte sería capaz de tener a papá bajo control. Lo que el necesitaba era alguien con determinación y centrado en sus objetivos, alguien que le diera un ultimátum y lo cumpliera rígidamente. Me imaginé que era lo suficientemente fuerte para mantener a raya a papá. Cuando mamá me dijo que estaba tan centrada que daba miedo, sabía que no me lo decía como un cumplido, pero lo tomé así.
Mi oportunidad de demostrar que papá podía ser controlado llegó ese verano, cuando ya habían terminado las clases. Mamá tuvo que pasar ocho semanas en Charleston, haciendo unos cursos universitarios para que le renovaran su título de profesora. O eso fue lo que dijo. Me pregunté si no estaba buscando una manera de alejarse de todos nosotros durante algún tiempo. Gracias a sus buenas calificaciones y a su carpeta de dibujos, Lori fue aceptada en un campamento de verano para estudiantes con aptitudes especiales subvencionado por el gobierno. Eso me dejó a mí, a los trece años, al frente de la casa.
Antes de marcharse, mamá me dio doscientos dólares. Era más que suficiente, dijo, para comprar comida para Brian, Maureen y para mí durante dos meses, y también para pagar las facturas de la luz y el agua. Hice las cuentas. Salía a veinticinco dólares a la semana o bien algo más de tres dólares con cincuenta al día. Elaboré un presupuesto y calculé que realmente podríamos arreglarnos si ganaba un poco de dinero extra haciendo de canguro.
La primera semana, todo marchó de acuerdo con el plan. Compré suministros y preparé comidas para los tres. Había transcurrido casi un año desde que la visita del hombre del servicio de protección de menores nos había hecho limpiar la casa por el susto; de nuevo era un auténtico caos. Si hubiera tirado todo a la basura, a mamá le habría dado un ataque, pero pasé horas poniendo orden y tratando de colocar los enormes montones de trastos.
Por lo general, papá se pasaba el día fuera y regresaba por la noche cuando nosotros ya estábamos en la cama, y todavía dormía cuando nos levantábamos por la mañana y nos íbamos. Pero una tarde, más o menos una semana después de que mamá se hubiera ido a Charleston, me pilló sola en casa.
—Cariño, necesito un poco de dinero —dijo.
—¿Para qué?
—Para cerveza y cigarrillos.
—Tengo un presupuesto demasiado apretado, papá.
—No necesito mucho. Sólo cinco dólares.
Eso eran dos días de comida. Dos litros de leche, una barra de pan, una docena de huevos, dos latas de caballa, una bolsita de manzanas y algunas palomitas. Y papá ni siquiera se tomó el trabajo de dorarme la píldora, fingiendo que necesitaba el dinero para algo útil. Además tampoco discutió, me aduló, trató de camelarme o de ejercer presión haciendo gala de su simpatía. Simplemente, esperaba que le diera el dinero, como si supiera que no entraba dentro de mis opciones decirle que no. Y no lo hice. Agarré mi monedero de plástico verde con el cambio, extraje un billete de cinco arrugado y se lo tendí lentamente.
—Eres una muñeca —dijo papá, dándome un beso.
Eché la cabeza hacia atrás. Haberle dado el dinero me enfadó. Estaba furiosa conmigo misma, pero todavía más furiosa con papá, que sabía que sentía una debilidad por él que ningún otro miembro de la familia sentía y se aprovechaba de eso. Me utilizó. Las chicas del instituto siempre hablaban de cómo eran utilizadas por algún chico, y en aquel momento comprendí, desde lo más profundo de mi ser, el significado de aquella palabra.
Cuando papá me pidió otros cinco pavos unos días después, se los di. Me enfermaba pensar que ahora me había pasado diez dólares del presupuesto. Unos días más tarde, me pidió veinte.
—¿Veinte dólares? —No podía creer que llegara tan lejos conmigo—. ¿Por qué veinte?
—Demonios, ¿desde cuándo tengo que darles explicaciones a mis hijos? —preguntó papá. A renglón seguido, me dijo que le había pedido prestado el coche a un amigo y que tenía que poner gasolina para poder acudir a una reunión de negocios en Gary—. Necesito dinero para ganar dinero. Te lo devolveré. —Me miró, desafiándome a que no le creyera.
—Las facturas se me están amontonando —dije. Oí cómo mi voz se volvía estridente, pero no podía controlarla—. Tengo niños que alimentar.
—No te preocupes por la comida y las facturas —dijo papá—. Soy yo el que tiene que preocuparse por ello. ¿De acuerdo?
Me puse la mano en el bolsillo. No supe si estaba tratando de coger mi dinero o tratando de protegerlo.
—¿Alguna vez te he defraudado? —preguntó papá.
Había oído esa pregunta al menos doscientas veces y siempre había respondido tal como sabía que él esperaba que hiciera, porque creía que era mi fe en papá lo que le permitía seguir adelante. Estuve a punto de decirle la verdad por primera vez, a punto de hacerle saber que nos había defraudado con creces, pero, de pronto, me reprimí. No pude. Mientras tanto, papá decía que no me estaba pidiendo el dinero, sino que me lo exigía. Lo necesitaba. ¿Acaso yo creía que era un mentiroso? ¿No me estaba diciendo que me lo iba a devolver?
Le di los veinte dólares.
• • •
Ese sábado, papá me dijo que para devolverme el préstamo, primero tenía que ganar dinero. Quiso que le acompañara a un viaje de negocios y que para ello me pusiera algo bonito. Revisó mis vestidos, colgados de la tubería que atravesaba la habitación, y escogió uno con flores azules, con botones por delante. Le habían prestado un coche, un viejo Plymouth verde guisante, que tenía rota la ventanilla del acompañante, y viajamos a través de las montañas a un pueblo cercano. Nos detuvimos en un bar de carretera.